TREINTA Y CINCO

Venecia

15.20 horas

Stephanie se bajó del taxi acuático y se abrió camino entre el estrecho laberinto de callejuelas. Había pedido información en el hotel y seguía como podía las indicaciones recibidas, pero Venecia era un inmenso dédalo. Se había adentrado en el barrio de Dorsoduro, un vecindario tranquilo y pintoresco asociado desde hacía tiempo a la riqueza, y caminaba por concurridas calles —que más parecían callejones— festoneadas de bulliciosas tiendas.

Vio la villa ante sí. Estrictamente simétrica, con un aire de añeja distinción, debía su belleza a un agradable contraste entre las paredes de ladrillo veteadas de enredaderas color esmeralda y la ornamentación de mármol.

Cruzó una verja de hierro forjado y anunció su presencia con un llamador que se distinguía en la puerta principal. Abrió una mujer entrada en años de rostro insustancial que vestía un uniforme de criada.

—Me gustaría ver al señor Vincenti —informó Stephanie—. Dígale que le traigo saludos del presidente Danny Daniels.

La mujer la miró con curiosidad y ella se preguntó si le sonaría el nombre del presidente de Estados Unidos. Para asegurarse, le entregó un papel doblado.

—Dele esto.

La mujer vaciló y cerró.

Stephanie quedó a la espera.

Al cabo de dos minutos la puerta se abrió de nuevo —esta vez, más—, y la invitaron a pasar.

—Una presentación fascinante —aprobó Vincenti.

Se sentaron en una estancia rectangular de techos dorados, su elegancia subrayada por el apagado brillo de la laca que sin duda había recubierto los muebles durante siglos. Stephanie percibió humedad y creyó notar un olor a gato mezclado con el aroma de un abrillantador de limón.

Su anfitrión levantó la nota.

—«El presidente de Estados Unidos me envía». Menuda afirmación.

Parecía encantado con la imagen de importancia que transmitía.

—Es usted un hombre interesante, señor Vincenti. Nacido en el norte de Nueva York, ciudadano norteamericano, August Rothman. —Meneó la cabeza—. ¿Enrico Vincenti? Siento curiosidad por saber por qué se cambió el nombre.

Él se encogió de hombros.

—Cuestión de imagen.

—Sí, es cierto que suena más… —Stephanie titubeó— europeo.

—A decir verdad, fue un nombre muy meditado: Enrico por Enrico Dándolo, trigesimonoveno dogo de Venecia, de finales del siglo XII. Capitaneó la cuarta cruzada, la que conquistó Constantinopla y acabó con el Imperio bizantino. Todo un hombre, podría decirse que legendario. Vincenti viene de otro veneciano del siglo XII, monje benedictino y noble. Cuando exterminaron a toda su familia en el mar Egeo, él solicitó ser dispensado de sus votos, permiso que le fue otorgado. Se casó y fundó cinco linajes nuevos a partir de sus hijos. Un individuo con iniciativa. Me entusiasmó su flexibilidad.

—Así que se convirtió en Enrico Vincenti, aristócrata veneciano.

Él asintió.

—Suena bien, ¿no?

—¿Quiere que siga con lo que sé?

Vincenti le indicó con un gesto que continuara.

—Tiene sesenta años. Es licenciado en Biología por la Universidad de Carolina del Norte y tiene un máster en la Universidad Duke y un doctorado en virología por la Universidad de East Anglia, John Innes Center, Inglaterra, donde fue reclutado por una compañía farmacéutica pakistaní vinculada al gobierno de Iraq. En los primeros años trabajó para los iraquíes en su programa inicial de armamento biológico, justo después de que Saddam tomó el poder en 1979. En Salman Pak, al norte de Bagdad, dependiente del Centro de Investigaciones Técnicas, que supervisaba su búsqueda de gérmenes. Aunque Iraq firmó la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, Saddam no la ratificó. Permaneció usted con ellos hasta 1990, justo antes de que la primera guerra del Golfo se fuera al carajo para los iraquíes. Ahí fue cuando lo cerraron todo y usted movió el culo.

—Todo correcto, señora Nelle, o ¿prefiere que la llame Stephanie?

—Como guste.

—Muy bien, Stephanie, ¿por qué despierto ese interés en el presidente de Estados Unidos?

—No había terminado.

Él la instó a continuar.

—Ántrax, toxina botulínica, cólera, peste, ricino, salmonella e incluso viruela. Usted y sus colegas jugaron con todas ellas.

—¿Acaso en Washington no acabaron concluyendo que todo era un bulo?

—Puede que fuera así en el 2003, cuando Bush invadió el país, pero sin duda no en 1990. Entonces era real. A mí me gustó en particular la viruela del camello, considerada el arma perfecta por su panda de capullos. Más segura que la viruela para manipularla en el laboratorio y, sin embargo, una gran arma étnica, dado que los iraquíes por lo general eran inmunes gracias a la cantidad de camellos con los que habían estado en contacto a lo largo de los siglos. Pero para los occidentales y los israelíes era otro cantar. Una zoonosis bastante mortífera.

—Otro bulo —espetó Vincenti, y ella se preguntó cuántas veces habría aireado él la misma mentira con idéntica convicción.

—Demasiados documentos, fotos y testigos para que cuele —repuso Stephanie—. Por eso se largó usted de Iraq después de 1990.

—Baje de las nubes, Stephanie, en los años ochenta nadie creía que la guerra biológica fuese una arma de destrucción masiva. A Washington le importaba un bledo; Saddam al menos vio su potencial.

—Ahora tenemos más conocimientos, y eso supone una gran amenaza. A decir verdad, muchos piensan que la primera guerra biológica no supondrá un choque catastrófico, sino un conflicto regional de baja intensidad. Un Estado sin escrúpulos contra su vecino, donde no tendrá cabida la ética mundial consensuada. Tan sólo odio local y matanzas indiscriminadas. Parecido a la guerra entre Irán e Iraq de los años ochenta, en la que utilizaron algunos de sus virus en la gente.

—Una teoría interesante, pero ¿acaso no es problema de su presidente? ¿A mí qué me importa?

Ella decidió cambiar de estrategia.

—Su compañía, Philogen Pharmaceutique, es muy próspera. Usted, personalmente, posee 2,4 millones de acciones, lo que constituye alrededor del 42 por ciento de la empresa, el accionista mayoritario. Un grupo de empresas formidable. Activos por valor de algo menos de diez mil millones de euros, entre los cuales se incluyen filiales propias que manufacturan cosméticos, artículos de perfumería, jabón, alimentos congelados y una cadena de grandes almacenes en Europa. Adquirió la compañía hace quince años por una miseria…

—Estoy seguro de que su investigación habrá revelado que por aquel entonces estaba al borde de la bancarrota.

—Lo que suscita una pregunta: ¿cómo y por qué consiguió comprarla y reflotarla?

—¿Ha oído hablar de la oferta pública? La gente invirtió.

—No exactamente. Fue usted quien aportó la mayor inyección de capital inicial. Unos cuarenta millones de dólares, según nuestros cálculos. Ahorró usted bastante trabajando para un gobierno corrupto.

—Los iraquíes eran generosos. También contaban con un excelente seguro médico y un estupendo plan de pensiones.

—Muchos de ustedes sacaron tajada. Por aquel entonces efectuamos un seguimiento de un montón de microbiólogos clave. Incluido usted.

Él pareció captar la aspereza en su voz.

—¿Qué sentido tiene esta visita?

—Usted es un hombre de negocios; según los informes, un empresario excelente. Sin embargo, su empresa ha contraído demasiadas obligaciones. Amortizar sus deudas está agotando los recursos que posee, y sin embargo usted sigue adelante.

Edwin Davis la había informado bien.

—¿Acaso Daniels quiere invertir? ¿Qué le quedan, tres años de mandato? Dígale que podría conseguirle un puesto en el consejo de administración.

Ella se metió la mano en el bolsillo y le lanzó el medallón del elefante en su funda. Vincenti lo atrapó con asombrosa rapidez.

—¿Sabe qué es esto?

Él escrutó el decadracma.

—Parece un hombre luchando contra un elefante. Y otro hombre en pie, con una lanza. Me temo que la historia no es mi punto fuerte.

—Su especialidad son los gérmenes.

Él la miró con convicción.

—Cuando los inspectores de armamento de la ONU lo interrogaron, después de la primera guerra del Golfo, acerca del programa de armas biológicas de Iraq, usted les dijo que no se había desarrollado nada. Mucha investigación, pero la empresa entera adolecía de una falta de fondos y una mala gestión.

—Todas esas toxinas que mencionó son voluminosas, difíciles de almacenar, engorrosas y casi imposibles de controlar. No eran armas prácticas. Yo tenía razón.

—Los tipos listos como usted pueden salvar esos problemas.

—No soy tan bueno.

—Eso mismo dije yo, pero otros no opinan lo mismo.

—Debería hacerles caso.

Ella pasó por alto el desafío.

—A los tres años de dejar Iraq, Philogen Pharmaceutique estaba en funcionamiento y usted formaba parte de la Liga Veneciana. —Esperó a ver si sus palabras provocaban alguna reacción en él—. Ser miembro de la Liga tiene un precio, y bastante caro, según tengo entendido.

—No creo que sea ilegal que hombres y mujeres disfruten de su mutua compañía.

—Ustedes no son precisamente el Rotary Club.

—Tenemos una finalidad, contamos con miembros prominentes y estamos consagrados a nuestra misión. Como cualquier club social.

—Todavía no ha respondido a mi pregunta —señaló ella—. ¿Ha visto alguna vez estas monedas?

Vincenti se la devolvió.

—No.

Stephanie intentó leerle el pensamiento a aquel hombre corpulento cuyo rostro era tan engañoso como su voz. Por lo que le habían contado, era un virólogo mediocre con una formación normal y corriente y un don para los negocios. Sin embargo, quizá también fuera el responsable de la muerte de Naomi Johns.

Era hora de averiguarlo.

—No es usted ni la mitad de listo de lo que se cree.

Vincenti se retiró un mechón rebelde del ralo cabello.

—Esto se está volviendo tedioso.

—Si ella está muerta, usted también lo está.

Lo observó nuevamente en busca de una reacción, y él pareció sopesar la conveniencia de contar una verdad mínima frente a una mentira que ella no toleraría.

—¿Ha terminado? —preguntó, todavía con un cálido velo de cortesía.

Ella se levantó.

—Lo cierto es que esto no ha hecho más que empezar. —Sostuvo el medallón en alto—. En el anverso de esta moneda, ocultas entre los pliegues de la capa del guerrero, hay unas letras minúsculas grabadas. Resulta increíble que los antiguos pudiesen hacer algo así; sin embargo, he consultado a expertos y ciertamente podían. Las letras eran como las actuales filigranas: dispositivos de seguridad. Ésta tiene dos: ZH, zeta y eta. ¿Le dicen algo?

—Nada en absoluto.

Pero ella captó un leve destello de interés en sus ojos. ¿O sería de sorpresa? Quizá incluso una levísima impresión.

—Pregunté a estudiosos del griego clásico y me dijeron que ZH significa «vida». Resulta interesante que alguien se tomara las molestias de grabar unas letras diminutas con ese mensaje cuando por aquel entonces sólo podrían leerlas unos pocos, ¿no cree? Antaño prácticamente no se conocían las lupas.

Él se encogió de hombros.

—Me trae sin cuidado.

Vincenti esperó cinco minutos después de que se hubo cerrado la puerta del palazzo. Se sentó en el salón y dejó que el silencio calmara su nerviosismo. Tan sólo el susurro de unas alas enjauladas y el picoteo de sus canarios perturbaban la quietud. El palazz. había pertenecido a un bon viveu. con gustos intelectuales que, siglos atrás, lo había convertido en el céntrico emplazamiento del círculo literario veneciano. Otro de sus propietarios supo sacarle partido al Gran Canal y alojó a los numerosos cortejos fúnebres, utilizando la estancia donde él se hallaba sentado como sala de autopsias y depósito de cadáveres. Más tarde, los contrabandistas hicieron de la casa un mercado para el contrabando, llenando los muros deliberadamente de amenazadoras inscripciones para mantener alejados a los curiosos.

Añoraba esos días.

Stephanie Nelle, empleada del Departamento de Justicia norteamericano, enviada al parecer por el presidente de Estados Unidos, lo había puesto nervioso.

Pero no por nada que los norteamericanos supieran acerca de su pasado —eso pronto sería irrelevante—, y no por lo que hubiera sido de la agente a la que habían encomendado espiarlo —estaba muerta y enterrada, jamás darían con ella—, no. El estómago le dolía por las letras de la moneda.

ZH.

Zeta y eta.

Vida.

—Ya puede pasar —dijo.

Peter O’Conner entró en la estancia tras haber escuchado toda la conversación desde el salón contiguo. Uno de los numerosos gatos de Vincenti también se coló en el salón principal.

—¿Qué opina? —inquirió Vincenti.

—Una mensajera que ha escogido con cuidado sus palabras.

—El medallón que me enseñó es justo lo que busca Zovastina. Encaja con la descripción que leí ayer en la documentación que usted me entregó en el hotel.

No obstante, seguía sin saber por qué eran tan importantes las monedas.

—Hay una novedad: Zovastina va a venir a Venecia. Hoy.

—¿En visita oficial? No tenía conocimiento.

—No. Vendrá y se irá esta misma noche, en un avión privado. Se trata de un acuerdo especial del Vaticano con la aduana italiana. Una fuente llamó para contármelo.

Lo sabía: estaba ocurriendo algo, y Zovastina iba varios pasos por delante de él.

—Hemos de averiguar cuándo llega y adónde va.

—Me he puesto manos a la obra. Estaremos preparados.

Había llegado la hora de que también él se moviera.

—¿Todo listo en Samarcanda?

—No tiene más que dar la orden.

Decidió aprovechar la ausencia del enemigo. No tenía sentido esperar hasta el fin de semana.

—Prepare el jet. Saldremos dentro de una hora. Pero, mientras estemos fuera, asegúrese de que sepamos exactamente qué está haciendo aquí la ministra.

O’Conner asintió.

En cuanto a su verdadero motivo de preocupación, Vincenti dijo:

—Una cosa más: debo enviar un mensaje a Washington, uno que se entienda perfectamente: hay que eliminar a Stephanie Nelle y recuperar el medallón.