Isla de Vozrozhdeniya
Federación de Asia Central
13.00 horas
Zovastina estaba encantada con la multitud. Su personal le había prometido que asistirían cinco mil personas, pero el secretario que la acompañaba le había dicho durante el vuelo en helicóptero, al noroeste de Samarcanda, que más de veinte mil esperaban su llegada. Una prueba más, aseguró, de su popularidad. Ahora, al ver aquella ruidosa muestra de buena voluntad, perfecta para las cámaras de televisión que apuntaban al estrado, no pudo evitar sentirse satisfecha.
—Mirad a vuestro alrededor, mirad lo que podemos conseguir cuando nuestras mentes y nuestros corazones trabajan al unísono —dijo por el micrófono. Hizo una pausa para llamar la atención y después un amplio gesto—. Kantubek ha renacido.
El gentío, apelotonado como hormigas, la ovacionó con un entusiasmo que ella ya estaba acostumbrada a escuchar.
La isla de Vozrozhdeniya se hallaba en medio del mar de Aral, un paraje remoto que en su día albergó al Grupo de Guerra Microbiológica de la Unión Soviética y que además fue un trágico ejemplo de la explotación de Asia por parte de sus antiguos amos. Allí se desarrollaron y se almacenaron esporas de ántrax y bacilos de la peste. Tras la caída del gobierno comunista, en 1991, el personal del laboratorio abandonó la isla y los contenedores que encerraban las letales esporas, los cuales, durante la década que siguió, empezaron a presentar fugas. El posible desastre biológico se veía agravado por el retroceso del mar de Aral. Alimentado por el gran Arau Darya, el maravilloso lago en su día lo compartían Kazajistán y Uzbekistán, pero cuando los soviéticos modificaron el curso del Darya y desviaron su flujo hasta un canal de mil doscientos kilómetros de longitud —el agua se utilizaba para cultivar algodón para las fábricas soviéticas—, el mar interior, antaño uno de los mayores depósitos de agua dulce del mundo, comenzó a desaparecer y fue sustituido por un desierto sin vida.
Sin embargo, ella había cambiado todo eso. El canal ya no estaba, el río había vuelto a su sitio. Casi todos sus homólogos parecían destinados a remedar a sus conquistadores, pero el cerebro de Zovastina no se había visto atrofiado por el vodka. Ella siempre había mantenido la vista fija en el trofeo y había aprendido a tomar el poder y conservarlo.
—Doscientas toneladas de ántrax comunista fueron neutralizadas aquí —anunció a la muchedumbre—. Ese veneno ha desaparecido por completo, y obligamos a los soviéticos a pagar por él.
La multitud manifestó su aprobación a gritos.
—Dejad que os diga algo. Cuando fuimos libres, cuando nos sacudimos el yugo de Moscú, tuvieron la osadía de decir que les debíamos dinero. —Levantó los brazos—. ¿Os imagináis? Expolian nuestro país, aniquilan nuestro mar, envenenan nuestra tierra con sus gérmenes, y ¿nosotros les debemos dinero? —Vio sacudir miles de cabezas—. Eso es exactamente lo que yo dije: no. —Escrutó aquellos rostros que la miraban con fijeza, bañados en la viva luz del mediodía—. Así que obligamos a los soviéticos a pagar para que limpiaran su propia porquería. Y cerramos su canal, que le chupaba la vida a nuestro antiguo mar.
Zovastina nunca usaba el singular, yo, sino siempre el nosotros.
—Estoy segura de que muchos de vosotros, al igual que yo, os acordáis de los tigres, los jabalíes y las aves acuáticas que poblaban el delta del Amu Darya, los millones de peces que habitaban el mar de Aral. Nuestros científicos saben que antes aquí vivían ciento setenta y ocho especies. En la actualidad sólo quedan treinta y ocho. El progreso soviético. —Negó con la cabeza—. Las virtudes del comunismo. —Sonrió—. Unos delincuentes, eso es lo que eran. Unos vulgares delincuentes.
El canal había sido un fracaso no sólo desde el punto de vista medioambiental, sino también desde el estructural, con filtraciones e inundaciones a la orden del día. Al igual que los propios soviéticos, que no concedían mucha importancia a la eficacia, el canal perdía más agua de la que suministraba. Cuando el mar de Aral se secó, la isla de Vozrozhdeniya terminó siendo una península unida a la costa, y el miedo de que los mamíferos terrestres y los reptiles pudiesen portar las letales toxinas biológicas aumentó. Ya no era así: la tierra estaba limpia, como declaró un equipo de inspección de Naciones Unidas, que calificó el esfuerzo de «magistral».
Zovastina alzó el puño en el aire.
—Y les dijimos a esos delincuentes soviéticos que, si pudiéramos, los meteríamos a todos en nuestras cárceles.
Más gritos de aprobación.
—Kantubek, la ciudad en la que nos encontramos, aquí, en su plaza principal, ha resurgido de sus cenizas. Los soviéticos la redujeron a escombros, y ahora ciudadanos libres de la Federación vivirán aquí, en paz y armonía, en una isla que también ha renacido. El mar de Aral está volviendo, su nivel de agua aumenta de año en año, y el desierto que un día creó el hombre se torna de nuevo en lecho marino. Esto es un ejemplo de lo que podemos conseguir. Nuestra tierra, nuestra agua. —Titubeó—. Nuestro patrimonio.
El gentío prorrumpió en aplausos y su mirada recorrió los rostros, empapándose de la expectativa que parecía generar su mensaje. Le encantaba estar entre la gente, y ellos la adoraban. Tomar el poder era una cosa; conservarlo, otra muy distinta.
Y ella pretendía conservarlo.
—Conciudadanos, debéis saber que podemos lograr cualquier cosa si nos lo proponemos. ¿Cuántos en el mundo entero aseguraron que no podríamos unirnos? ¿Cuántos afirmaron que nos dividiría una guerra civil? ¿Cuántos dijeron que éramos incapaces de gobernarnos? Hemos celebrado elecciones nacionales en dos ocasiones. Libres y abiertas, con numerosos candidatos. Nadie puede decir que no fueran justas. —Se detuvo—. Tenemos una constitución que garantiza los derechos humanos, además de la libertad personal, política e intelectual.
Estaba disfrutando del momento. La reapertura de la isla de Vozrozhdeniya sin duda era un evento que exigía su presencia. La televisión de la Federación, junto con tres nuevas cadenas independientes cuya licencia ella había concedido a miembros de la Liga Veneciana, difundían su mensaje por el territorio nacional. Los propietarios de esas nuevas cadenas le habían prometido privadamente el control de todo cuanto produjesen, formaba parte de la camaradería que la Liga ofrecía a sus miembros, y a ella le alegraba su presencia allí. Era difícil argüir que controlaba los medios de comunicación cuando, a juzgar por las apariencias, no era así.
Contempló la reconstruida ciudad, sus edificios de ladrillo y piedra erigidos como hacía un siglo. Kantubek volvería a estar habitada. Su ministro del Interior había informado de que diez mil personas habían solicitado concesiones de terreno en la isla, otro indicio de la confianza que la gente depositaba en ella, pues muchos estaban dispuestos a vivir donde tan sólo veinte años atrás nada habría sobrevivido.
—La estabilidad es la base de todo —gritó.
Su eslogan, utilizado reiteradamente a lo largo de los quince últimos años.
—Hoy bautizamos esta isla en el nombre de las gentes de la Federación de Asia Central. Que nuestra unión sea para siempre.
Bajó del estrado mientras la multitud aplaudía.
Tres miembros de su guardia se apresuraron a cerrar filas y la escoltaron hasta el helicóptero, que la esperaba para conducirla hasta el avión que la llevaría al oeste, a Venecia, donde aguardaban las respuestas a tantas preguntas.