TREINTA

Hamburgo, Alemania

1.15 horas

Viktor estaba sentado en el bar del hotel; Rafael, arriba, durmiendo. Se habían dirigido hacia el sur de Copenhague y habían atravesado Dinamarca para llegar al norte de Alemania. Hamburgo era el punto de encuentro fijado con los dos miembros del Batallón Sagrado enviados a Amsterdam para recuperar el sexto medallón. Debían llegar a lo largo de esa misma noche. Rafael y él se habían encargado de los otros robos, pero el plazo se acercaba, y Zovastina había ordenado la intervención de un segundo equipo.

Bebía una cerveza y disfrutaba del silencio. Pocas personas ocupaban los tenuemente iluminados reservados.

A Zovastina le sentaba bien la tensión; le gustaba tener a la gente en vilo. Los cumplidos eran escasos y las críticas habituales. El personal del palacio, el Batallón Sagrado, sus ministros: nadie quería decepcionarla. Sin embargo, él había oído habladurías a sus espaldas. Qué interesante que una mujer tan acostumbrada al poder pudiese ser tan ajena al resentimiento que éste engendraba. La lealtad superficial era una ilusión peligrosa. Rafael tenía razón: estaba a punto de ocurrir algo. Como persona al mando del Batallón Sagrado, había acompañado muchas veces a Zovastina al laboratorio de las montañas, al este de Samarcanda: situado en su lado de la frontera china, con personal suyo, donde ella guardaba sus gérmenes. Viktor había visto a los sujetos de los ensayos, salidos de prisiones, y las horribles muertes. También había vigilado las puertas de las salas de conferencias mientras ella conspiraba con sus generales. La Federación poseía un ejército imponente, una fuerza aérea aceptable y una cantidad limitada de misiles de corto alcance; la mayor parte suministrado y financiado por Occidente con fines defensivos, ya que Irán, China y Afganistán limitaban con la Federación.

Él no se lo había dicho a Rafael, pero sabía lo que planeaba Zovastina. La había oído hablar del caos que reinaba en Afganistán, donde los talibanes todavía se aferraban al fugaz poder; de Irán, cuyo radical presidente siempre estaba lanzando amenazas, y de Pakistán, un lugar que exportaba violencia haciendo la vista gorda.

Esas naciones eran su objetivo inicial.

Y morirían millones de personas.

Una vibración en el bolsillo lo sobresaltó. Sacó el teléfono móvil, consultó la pantalla y descolgó al tiempo que en el estómago se le formaba un nudo familiar.

—Viktor —dijo Zovastina—. Menos mal que he dado contigo. Tenemos un problema.

Él escuchó mientras la ministra le relataba un incidente acaecido en Amsterdam, donde habían matado a dos miembros del Batallón Sagrado cuando intentaban hacerse con uno de los medallones.

—Los norteamericanos han abierto una investigación oficial: quieren saber por qué los míos les disparaban a agentes del servicio secreto, lo cual es una buena pregunta.

A él le entraron ganas de responder que probablemente porque les aterrara decepcionarla, de manera que la imprudencia se había impuesto al buen juicio. Sin embargo, no era tan estúpido, así que se limitó a observar:

—Habría preferido ocuparme del asunto yo mismo.

—Muy bien, Viktor. Esta noche te doy la razón: tú te oponías a que interviniera un segundo equipo y yo no te hice caso.

Sin embargo, él sabía que no era conveniente agradecer dicha concesión. Ya era bastante increíble que Zovastina la hiciera.

—Pero usted quiere saber por qué estaban allí los norteamericanos, ¿no, ministra?

—Pues sí, la verdad.

—Tal vez nos hayan descubierto.

—Dudo que les importe lo que hacemos. Me preocupan más nuestros amigos de la Liga Veneciana. Sobre todo, el gordo.

—Con todo, los estadounidenses se encontraban allí —comentó él.

—Tal vez por casualidad.

—¿Ellos qué dicen?

—Sus representantes se han negado a dar detalles.

—Ministra, ¿por fin sabemos qué es lo que perseguimos? —inquirió él, bajando la voz.

—Me he estado ocupando. Ha sido lento, pero ahora sé que la clave para descifrar el enigma de Ptolomeo reside en hallar el cuerpo que un día ocupó el Soma en Alejandría. Estoy convencida de que lo que buscamos son los restos de san Marcos, en la basílica de San Marcos de Venecia.

Eso era una novedad.

—Por eso me voy a Venecia. Mañana por la noche.

Todavía más impactante.

—¿Es prudente?

—Es necesario. Te quiero conmigo en la basílica. Tendrás que conseguir el otro medallón y estar en la iglesia antes de la una de la madrugada.

Él sabía cuál era la respuesta adecuada.

—Sí, ministra.

—Todavía no me has dicho si tenemos el de Dinamarca.

—Lo tenemos.

—Habrá que prescindir del de Holanda.

Él notó que Zovastina no estaba enfadada. Cosa extraña, teniendo en cuenta el fracaso.

—Viktor, ordené que el medallón veneciano fuese el último por un motivo.

Y ahora él conocía el motivo: la basílica y el cuerpo de san Marcos. Sin embargo, aún le preocupaban los norteamericanos. Por suerte, había controlado la situación en Dinamarca. Los tres problemas que habían tratado de vencerlo estaban muertos, y Zovastina no tenía por qué enterarse.

—Llevo planeando esto desde hace algún tiempo —decía ella—. En Venecia tendrás provisiones, así que no vayas en coche, sino en avión. Éste es el sitio. —Le facilitó la dirección de un almacén y el código de acceso de una cerradura electrónica—. Lo que ocurrió en Amsterdam carece de importancia. Lo que ocurra en Venecia… será vital. Quiero ese último medallón.