Samarcanda
2.50 horas
Zovastina sonrió al nuncio apostólico, un hombre atractivo de cabello color caoba veteado de gris y unos ojos profundamente inquisitivos. Estadounidense: monseñor Colin Michener. Formaba parte del nuevo Vaticano organizado por el primer papa africano en siglos. El nuncio había acudido en otras dos ocasiones para preguntar si la Federación permitiría la presencia católica, pero ella había rechazado ambas tentativas. Aunque allí el islam era la religión predominante, los nómadas, que poblaban Asia Central desde tiempos inmemoriales, siempre habían situado su ley por delante incluso de la shari. islámica. El aislamiento geográfico engendraba independencia social, hasta de Dios, así que ella dudaba de que los católicos fuesen bienvenidos siquiera. Sin embargo, quería algo de aquel emisario, y había llegado la hora de negociar.
—No es usted una persona nocturna, ¿verdad? —preguntó Zovastina, a quien no se le pasó por alto la cara de cansancio que Michener sólo intentaba disimular mínimamente.
—¿No suele reservarse esta hora para el descanso?
—No nos conviene a ninguno de los dos que nos vean juntos a plena luz del día. Su Iglesia no goza de mucha popularidad aquí.
—Algo que nos gustaría cambiar.
Ella se encogió de hombros.
—Le estarían pidiendo a la gente que abandonara cosas que valora desde hace siglos. Ni siquiera los musulmanes, con toda su disciplina y sus preceptos morales, lo han conseguido. Se darán cuenta de que aquí resultan mucho más atractivos los usos organizativos y políticos de la religión que los beneficios espirituales.
—El Santo Padre no pretende cambiar la Federación; sólo pide que a nuestra Iglesia se le conceda la libertad de llamar a quienes quieran practicar nuestra fe.
Zovastina sonrió.
—¿Ha visitado alguno de nuestros lugares santos?
Él negó con la cabeza.
—Pues hágalo y verá algunas cosas interesantes: los hombres besan y frotan los objetos venerados, y se pasean entre ellos; las mujeres se arrastran bajo piedras sagradas para aumentar su fertilidad. Y no olvide los árboles de los deseos y los palos mongoles con borlas de crin de las tumbas. Los amuletos y los dijes son muy populares. La gente deposita su fe en cosas que nada tienen que ver con su Dios cristiano.
—Existe un creciente número de católicos, baptistas, luteranos e incluso algunos budistas entre esas gentes. Por lo visto, hay quienes desean abrazar un credo diferente. ¿Acaso no tienen derecho a disfrutar de ese privilegio?
Otra de las razones por las cuales Zovastina había decidido recibir al representante era el Partido del Renacimiento Islámico. Aunque había sido declarado ilegal hacía años, ganaba terreno calladamente, sobre todo en el valle de Fergana del antiguo Uzbekistán. Ella había infectado encubiertamente a los principales agitadores y creía haber acabado con sus líderes, pero el partido se negaba a desaparecer. Permitir una mayor rivalidad religiosa, en particular viniendo de una organización como la católica, obligaría a los musulmanes a concentrar su ira en un enemigo más amenazador aún que ella. De manera que dijo:
—He decidido permitir que la Iglesia entre en la Federación.
—Me alegra oírlo.
—Con condiciones.
El agradable rostro del sacerdote perdió la alegría.
—No es para tanto —añadió ella—. A decir verdad, sólo pido una cosa. Mañana por la noche, en Venecia, abrirán la tumba de san Marcos en la basílica.
La perplejidad asomó a los ojos del nuncio.
—Sin duda conoce la historia de san Marcos y cómo acabó enterrado en Venecia, ¿no es así?
Michener asintió.
—Tengo un amigo que trabaja en la basílica. Él y yo hemos hablado al respecto.
Ella conocía la historia: Marcos, uno de los doce discípulos de Cristo, ordenado obispo de Alejandría por Pedro, fue martirizado por los paganos de la ciudad en el 67 d. J. C. Cuando intentaron que: mar su cuerpo, una tormenta apagó las llamas y dio tiempo a los cristianos para que se lo llevaran. Marcos fue momificado y sepultado en secreto hasta el siglo IV. Después de que los cristianos ocuparan Alejandría se construyó un elaborado sepulcro, un lugar que acabó siendo tan sagrado que los nuevos patriarcas de Alejandría eran investidos con su dignidad sobre la tumba de Marcos. El sepulcro logró sobrevivir a la llegada del islam y a las invasiones persa y árabe del siglo vil.
Pero en el 828 un grupo de mercaderes venecianos robó el cuerpo.
Venecia quería un símbolo de su independencia política y teológica. Roma tenía a Pedro, y Venecia tendría a Marcos. Al mismo tiempo, el clero alejandrino estaba muy preocupado por las reliquias sagradas de la ciudad. El gobierno islámico se había vuelto cada vez más hostil, y sepulcros e iglesias estaban siendo arrasados, de manera que, con ayuda de los guardianes de la tumba, el cuerpo de san Marcos desapareció.
A Zovastina le encantaban los detalles.
Para ocultar el robo se sirvieron del cuerpo de san Claudio, enterrado al lado. El olor de los fluidos embalsamadores era tan fuerte que, con el objeto de disuadir a las autoridades de examinar la carga del barco que iba a zarpar, colocaron sobre el cuerpo capas de hojas de col y cerdo. Y funcionó: los inspectores musulmanes huyeron horrorizados al ver el cerdo. A continuación, el cuerpo fue envuelto en lienzo e izado a un peñol. Supuestamente, en el camino de vuelta a Italia, una visita del fantasma de san Marcos evitó que el barco zozobrara durante una tormenta.
—El 31 de enero del 828 se hizo entrega de Marcos al dogo de Venecia —explicó ella—. El dogo depositó los sagrados restos en el palacio, pero éstos desaparecieron, para volver a aparecer en 1094, cuando la recién terminada basílica de San Marcos fue consagrada formalmente. Entonces los restos pasaron a ocupar una cripta de la iglesia, pero en el siglo XIX volvieron arriba, bajo el altar mayor, donde se hallan en la actualidad. En esa historia hay un montón de lagunas, ¿no cree?
—Suele ocurrir con las reliquias.
—Durante cuatrocientos años en Alejandría y luego casi trescientos en Venecia no hubo forma de dar con el cuerpo de san Marcos.
El nuncio se encogió de hombros.
—Cuestión de fe, ministra.
—A Alejandría siempre le molestó el robo —comentó ella—. Sobre todo porque Venecia ha venerado ese acto durante siglos, como si los ladrones cumplieran una misión sagrada. Por favor, ambos sabemos que fue una maniobra puramente política. Los venecianos robaban en todo el mundo. Eran expoliadores a gran escala, tomaban cuanto podían y lo utilizaban en beneficio propio. San Marcos tal vez fue su robo más productivo. A día de hoy la ciudad entera gira a su alrededor.
—Entonces, ¿por qué van a abrir la tumba?
—Obispos y nobles de las Iglesias copta y etíope quieren que vuelva san Marcos. En 1968 su papa, Pablo VI, le entregó al patriarca de Alejandría unas cuantas reliquias para calmarlos, pero eran del Vaticano, no de Venecia, y no funcionó. Quieren que les sea devuelto el cuerpo, y llevan tiempo hablando de ello con Roma.
—Fui secretario de Clemente XV, estoy al tanto de esas conversaciones.
Ella sospechaba desde hacía mucho que aquel hombre era más que un nuncio. Al parecer, el nuevo pontífice escogía a sus representantes cuidadosamente.
—En tal caso sabrá que la Iglesia nunca entregaría el cuerpo. Sin embargo, el patriarca de Venecia, con la aprobación de Roma, ha accedido a llegar a un arreglo; tiene que ver con el deseo de su papa africano de reconciliarse con el mundo. Serán devueltas algunas reliquias de la tumba; de ese modo, ambas partes estarán satisfechas. No obstante, éste es un asunto espinoso, sobre todo para los venecianos: su santo perturbado. —Zovastina sacudió la cabeza—. Por eso abrirán la tumba mañana por la noche, en secreto. Retirarán parte de los restos y luego cerrarán el sepulcro. Nadie se enterará hasta que, dentro de unos días, se anuncie el regalo.
—Está muy informada.
—Es un tema que me interesa: el cuerpo que hay en esa tumba no es el de san Marcos.
—Entonces, ¿de quién es?
—Digamos que el cuerpo de Alejandro Magno desapareció de Alejandría en el siglo IV, casi exactamente cuando reapareció el de san Marcos. Marcos pasó a ocupar su propia versión del Soma de Alejandro, que fue objeto de veneración igual que lo había sido el sepulcro de Alejandro seiscientos años antes. Mis expertos han estudiado diversos textos antiguos, unos que el mundo nunca ha visto…
—¿Y cree que el cuerpo que descansa en la basílica de Venecia es el de Alejandro Magno?
—Yo no digo nada, sólo que ahora un análisis del ADN puede determinar la raza. Marcos nació en Libia, de padres árabes; Alejandro era griego. Habrá diferencias evidentes en los cromosomas. También tengo entendido que existen estudios sobre los isótopos del esmalte dental, tomografías y datación por carbono 14 que podrían desvelarnos muchas cosas. Alejandro murió en el 323 a. J. C.; Marcos, en el siglo I d. J. C. Nuevamente se detectarían diferencias científicas en los restos.
—¿Pretende profanar el cuerpo?
—No más de lo que lo harán ustedes. Dígame, ¿qué cortarán?
El norteamericano sopesó las palabras de Zovastina. Antes ella había notado que el nuncio había vuelto a Samarcanda con mucha más autoridad que las otras veces. Había llegado la hora de ver si era así.
—Sólo quiero unos minutos a solas con el sarcófago abierto. Si me llevo algo, nadie se dará cuenta. A cambio, la Iglesia podrá moverse con libertad por la Federación para ver cuántos cristianos abrazan su mensaje. No obstante, la construcción de cualquier edificio deberá contar con la aprobación del gobierno. Es una medida de protección tanto para ustedes como para nosotros. De no tratarse debidamente, levantar una iglesia podría suscitar violencia.
—¿Tiene pensado ir a Venecia en persona?
Ella afirmó con la cabeza.
—Me gustaría hacer una visita discreta, organizada por su Santo Padre. Me han dicho que la Iglesia tiene muchos vínculos con el gobierno italiano.
—¿Es usted consciente de que, en el mejor de los casos, cualquier cosa que encuentre allí será como la Sábana Santa de Turín o las apariciones marianas: cuestión de fe?
Pero ella sabía que allí bien podía haber algo decisivo. ¿Qué escribió Ptolomeo en su acertijo? «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada». —Unos minutos a solas. Es todo cuanto pido.
El nuncio guardaba silencio, y ella esperaba.
—Daré instrucciones al patriarca de Venecia de que le conceda ese tiempo.
Zovastina no se equivocaba: el enviado no había vuelto con las manos vacías.
—Tiene usted mucha autoridad para ser sólo un nuncio.
—Treinta minutos, que darán comienzo a la una de la mañana del miércoles. Informaremos a las autoridades italianas de que asistirá a un acto privado, invitada por la Iglesia.
Ella asintió.
—Dispondré que entre en la catedral por la Porta dei Fiori, en el atrio oeste. A esa hora no habrá mucha gente en la plaza. ¿Irá sola?
Zovastina estaba harta de aquel sacerdote oficioso.
—Si eso importa, tal vez debamos olvidarnos del asunto.
Vio que Michener captaba su irritación.
—Ministra, vaya con quien quiera. El Santo Padre sólo desea hacerla feliz.