VEINTISIETE

Amsterdam

21.20 horas

Stephanie ya había visto una cárcel danesa por dentro el verano anterior, cuando ella y Malone fueron detenidos. Ahora visitaba una celda holandesa. No eran muy diferentes. Había tenido la prudencia de mantener la boca cerrada cuando la policía había irrumpido en el puente y había visto al hombre muerto. Los dos agentes del servicio secreto habían logrado escapar, y ella esperaba que el del agua hubiese recuperado el medallón. No obstante, sus sospechas se veían confirmadas: Cassiopeia y Thorvaldsen andaban metidos de lleno en algo, y no precisamente en el coleccionismo de monedas antiguas.

La puerta de la celda se abrió y apareció un hombre delgado de unos sesenta y pocos años, rostro alargado y anguloso y abundante cabello plateado: Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional del presidente. El sustituto del difunto Larry Daley. Y menudo cambio. A Davis habían ido a buscarlo al Estado, un hombre de carrera que tenía dos doctorados —uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales—, además de excelentes dotes organizativas y una capacidad diplomática innata. Cultivaba un estilo cortés y campechano, similar al del propio presidente Daniels, que la gente tendía a subestimar. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes ministerios. Ahora trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la Administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.

—Estaba cenando con el presidente, en La Haya. Qué lugar, por cierto. Disfrutaba de la velada. La comida era excelente, y eso que a mí me da bastante igual la gastronomía. Me han pasado una nota que decía dónde estabas y me he dicho: ha de haber una explicación lógica al hecho de que la policía holandesa haya detenido a Stephanie Nelle al encontrarla con una arma junto a un cadáver en medio de la lluvia.

Ella fue a decir algo pero él alzó una mano para impedírselo.

—Todavía falta lo mejor.

Ella permaneció sentada en silencio, con la ropa mojada.

—Mientras decidía cómo dejarte aquí, ya que estaba bastante seguro de que no quería conocer los motivos que te habían traído a Amsterdam, el presidente me ha llevado aparte y me ha pedido que viniera. Al parecer, también se han visto implicados dos agentes del servicio secreto, sólo que a ellos no los han detenido. Uno estaba empapado por haberse arrojado a un canal para recuperar esto.

Stephanie agarró lo que él le tiró y volvió a ver el medallón del elefante, dentro de su funda de plástico.

—El presidente ha intercedido en tu favor ante los holandeses. Puedes irte.

Ella se puso en pie.

—Antes de marcharnos tengo que saber qué hay de esos hombres muertos.

—Dado que sabía que dirías eso, he averiguado que ambos tenían pasaporte de la Federación de Asia Central. Lo comprobamos. Pertenecían al equipo de seguridad personal de la ministra Irina Zovastina.

Stephanie captó algo en los ojos del asesor; Davis era mucho más transparente que Daley.

—Veo que no te sorprende.

—A estas alturas son pocas las cosas que me sorprenden. —Su voz se había tornado un susurro—. Tenemos un problema, Stephanie, y ahora, por suerte o por desgracia, lo mires como lo mires, formas parte de él.

Siguió a Davis hasta la suite del hotel. El presidente Danny Daniels estaba despatarrado en un sofá, envuelto en un albornoz, los pies descalzos encima de una mesa dorada con el sobre de cristal. Era un hombre larguirucho, con una densa mata de cabello rubio, un vozarrón y una forma de ser encantadora. Aunque Stephanie había trabajado para él durante cinco años, sólo había llegado a conocerlo de verdad el pasado otoño, cuando la traición rondaba la desaparecida biblioteca de Alejandría. Por aquel entonces él la despidió para después readmitirla. Daniels tenía una copa de algo en una mano y un mando a distancia en la otra.

—En esta condenada televisión no hay una sola cosa que no esté subtitulada o en un idioma que no entienda. Y ya no soporto la BBC News ni la CNN internacional. Dan lo mismo una y otra vez. —Daniels ennegreció la pantalla y tiró el mando de cualquier manera.

Bebió un sorbo de la copa y le dijo a Stephanie: —Tengo entendido que has pasado otra noche de suicidio profesional.

A ella no se le escapó el brillo de sus ojos.

—Parece ser mi manera de medrar.

Él le indicó que tomara asiento; Davis permaneció en pie, a un lado.

—Tengo más malas noticias —anunció Daniels—. Tu agente en Venecia ha desaparecido. Llevamos doce horas sin saber nada de ella. Los vecinos del edificio en el que estaba apostada denunciaron un alboroto a primera hora de la mañana. Cuatro hombres. Una puerta destrozada. Como es natural, ahora nadie vio nada oficialmente. Típico de los italianos. —Levantó un brazo con nerviosismo—. Por el amor de Dios, que no me metan en líos. —El presidente hizo una pausa, el rostro ensombrecido—. Todo este asunto me da mala espina.

Stephanie había prestado a Naomi Johns a la Casa Blanca, que necesitaba vigilar sobre el terreno a un personaje de interés: Enrico Vincenti, un financiero internacional vinculado a una organización llamada Liga Veneciana. Ella conocía el grupo, otro de los innumerables cárteles del mundo. Naomi había trabajado muchos años para Stephanie y había sido la agente que investigó a Larry Daley. Había dejado Billet el año anterior, pero después había vuelto, lo que alegró a Stephanie. Naomi era buena. La misión de reconocimiento no debería haber entrañado mucho riesgo: tan sólo un control de idas y venidas. Stephanie incluso le había dicho que se tomara unos días libres en Italia cuando terminara.

Ahora quizá estuviera muerta.

—Cuando se la presté, los suyos dijeron que sólo se trataba de recoger información.

Ninguno de los dos respondió, y su mirada se posó ora en un hombre, ora en el otro.

—¿Dónde está el medallón? —inquirió Daniels.

Ella se lo entregó.

—¿No vas a hablarme de esto?

Stephanie se sentía sucia. Quería darse una ducha y dormir, pero se dio cuenta de que no iba a poder ser. Le molestaba que la interrogaran, pero él era el presidente de Estados Unidos y le había salvado el pellejo, de modo que le contó lo de Cassiopeia, Thorvaldsen y el favor. El presidente escuchó con inusitada atención y dijo:

—Cuéntaselo, Edwin.

—¿Qué sabes de la ministra Zovastina?

—Lo bastante para asegurar que no es amiga nuestra.

Su agotado cerebro rescató la historia oficial de Zovastina: nacida en el seno de una familia de clase trabajadora en el norte de Kazajistán, su padre murió luchando contra los nazis del lado de Stalin; luego, justo después de la guerra, un terremoto acabó con su madre y con todos sus parientes cercanos. Creció en un orfanato hasta que una prima lejana de su madre la acogió. Se licenció en Economía por el Instituto de Leningrado, ingresó en el partido comunista a los veinte años y llegó a ser presidenta del Comité de Representantes de los Trabajadores local. Después se hizo un hueco en el Comité Central de Kazajistán y no tardó en ser soviet suprema. Primero introdujo reformas agrarias y económicas y luego comenzó a criticar a Moscú. Tras la independencia de Rusia, ella fue uno de los seis miembros del partido candidatos a la presidencia de Kazajistán. Cuando los dos que encabezaban los sondeos no lograron hacerse con la mayoría, según la Constitución nacional fueron inhabilitados para participar en la segunda vuelta, que ganó ella.

—Hace mucho tiempo aprendí que, si tienes que decirle a alguien que eres su amigo, la relación atraviesa por graves problemas —afirmó Daniels—. Esa mujer cree que somos un puñado de idiotas. No queremos amigos como ella.

—Pero así y todo tiene que besarle el culo.

Daniels bebió otro sorbo.

—Por desgracia.

—La Federación de Asia Central no es algo que pueda tomarse a la ligera —apuntó Davis—. Una tierra de gentes fuertes y muchos recuerdos. Veintiocho millones de personas que pueden ser llamadas a filas, veintidós millones de ellas listas y aptas para el servicio; alrededor de un millón y medio de nuevos reclutas todos los años. Constituye una fuerza de combate importante. En la actualidad, la Federación destina anualmente mil doscientos millones de dólares a defensa, eso sin contar lo que invertimos nosotros, que es el doble.

—Y lo gracioso del tema es que la gente la adora —continuó Daniels—. El nivel de vida ha mejorado una barbaridad. Antes, un 64 por ciento vivía en la pobreza, mientras que ahora la cantidad es inferior al 15 por ciento. Equiparable a nosotros. Invierte en todas partes: hidroeléctricas, algodón, oro. Tiene montones de excedentes. Esa Federación ocupa una posición geoeconómica excelente: Rusia, China, la India…, y ella en medio. Nuestra dama, además, es lista. Está sentada sobre una de las mayores reservas de petróleo y gas natural del mundo, que en su día controlaban por completo los rusos. Aún los fastidia lo de la independencia, así que ella hizo un trato y les vende petróleo y gas por debajo del precio de mercado, quitándose de encima a Moscú.

Stephanie estaba impresionada con el dominio que Daniels tenía de la región.

—Luego —prosiguió éste—, hace unos años, arrendó a Rusia a largo plazo el cosmódromo de Baikonur. El centro espacial ruso se encuentra en medio del antiguo Kazajistán. Más de quince mil quinientos kilómetros cuadrados para uso exclusivo de Rusia hasta 2050. A cambio, claro está, a ella le fue cancelada parte de su deuda. A continuación les pasó la mano por el lomo a los chinos poniendo fin a una disputa fronteriza centenaria. No está mal para una economista que se crió en un orfanato.

—¿Tenemos algún problema con Zovastina? —quiso saber Stephanie. Nuevamente, ninguno de ellos contestó, de manera que cambió de tercio—. ¿Qué tiene esto que ver con Enrico Vincenti?

—A Zovastina y Vincenti los une la Liga Veneciana —explicó Daniels—. Los dos son miembros. Cuatrocientos y pico en total, montones de dinero, tiempo y ambición, pero a la Liga no le interesa cambiar el mundo, sino sólo que la dejen en paz. Detestan el gobierno, las leyes restrictivas, los aranceles, los impuestos, a mí, cualquier cosa que los mantenga a raya. Están presentes en montones de países…

Stephanie vio que Daniels le había leído el pensamiento, pues éste meneó la cabeza y dijo:

—No aquí. No como la última vez. Lo hemos comprobado: nada. La Federación de Asia Central es su principal preocupación.

—Todos los Stans presentaban una fuerte deuda exterior debido a la dominación soviética y los conatos de independencia —señaló Davis—. Zovastina se las ha ingeniado para renegociar esos compromisos con los distintos gobiernos acreedores y una gran parte de la deuda ha sido condonada. Sin embargo, una nueva inyección de capital le iría bien. Nada frena más el progreso que una deuda a largo plazo. —Se detuvo—. Hay tres mil seiscientos millones de dólares en cuentas de diversos bancos del mundo entero cuyo rastro nos lleva hasta miembros de la Liga Veneciana.

—La apuesta inicial de una partida de póquer de altura —apuntó Daniels.

Ella comprendió la trascendencia de aquello, pues los presidentes no eran proclives a hacer sonar las alarmas basándose en sospechas fútiles.

—Que está a punto de acabar, ¿no es así?

Daniels asintió.

—Por el momento, grandes corporaciones constituidas al amparo de la legislación de la Federación de Asia Central han adquirido o absorbido casi ochenta empresas de todo el mundo: farmacéuticas, informáticas, fabricantes de automóviles y camiones y telecomunicaciones son sólo algunos de los sectores. No te lo pierdas: incluso se han hecho con el mayor productor mundial de bolsitas de té Goldman Sachs ha pronosticado que, de seguir esto así, la Federación bien podría convertirse en la tercera o la cuarta potencia económica del mundo, por detrás de nosotros, China y la India.

—Es alarmante —confirmó Davis—, sobre todo porque está ocurriendo a la chita callando. Por regla general, a las sociedades anónimas les gusta anunciar sus adquisiciones, pero no en este caso: todo se mantiene en secreto.

Daniels hizo un gesto con un brazo.

—Zovastina necesita un flujo de capital constante para mantener en funcionamiento el engranaje de su gobierno. Nosotros tenemos impuestos; ella, la Liga. La Federación es rica en algodón, oro, uranio, plata, cobre, plomo, zinc…

—Y opio —añadió ella.

—Zovastina también ha echado una mano a ese respecto —dijo Davis—. Hoy en día la Federación es la tercera potencia mundial en incautaciones de opiáceos. Ha cerrado esa región al tráfico, lo que hace que los europeos la adoren. No se puede hablar mal de ella al otro lado del Atlántico. Claro está que también les pasa a muchos de ellos petróleo y gas baratos.

—¿Son conscientes de que Naomi probablemente haya muerto por todo esto?

La idea le revolvió el estómago. Perder a un agente era lo peor que podía imaginar. Por suerte, rara vez sucedía, pero cuando era así ella siempre tenía que hacer frente a una perturbadora mezcla de ira y paciencia.

—Lo somos —contestó Davis—. Y no quedará impune.

—Ella y Cotton Malone eran amigos, trabajaron juntos numerosas veces en Billet. Formaban un buen equipo. Cuando Malone se entere lo va a sentir.

—Ése es otro de los motivos por los que estás aquí —afirmó el presidente—. Hace unas horas Cotton se vio involucrado en un incendio que se declaró en el Museo Grecorromano de Copenhague. El inmueble era propiedad de Henrik Thorvaldsen, y Cassiopeia Vitt ayudó a escapar a Malone.

—Parece que está al corriente de todo.

—Es parte de mi trabajo, aunque cada vez me gusta menos esa parte. —Daniels agitó el medallón—. En el museo había uno de éstos.

Stephanie recordó lo que le había dicho Klaus Dyhr: «Sólo se conocen ocho».

Davis señaló la moneda con un largo dedo.

—Es un medallón con un elefante, según tengo entendido.

—¿Importante? —preguntó ella.

—Eso parece —replicó Daniels—. Pero necesitamos tu ayuda para averiguar más.