Samarcanda
Federación de Asia Central
23.50 horas
Zovastina llamó con suavidad a una puerta lacada de color blanco. Abrió una mujer elegante y bien arreglada que debía de rondar los sesenta, el entrecano cabello negro apagado. Como de costumbre, Zovastina no esperó a que la invitara a pasar.
—¿Está despierta?
La mujer asintió, y Zovastina enfiló el pasillo.
La casa dominaba un terreno arbolado de las afueras de la ciudad, al este, más allá de la sucesión de edificios bajos y vistosas mezquitas, en una zona donde se habían levantado muchas de las viviendas más recientes, el accidentado suelo un día repleto de torres vigía de la era soviética. La prosperidad de la Federación había propiciado la aparición de una clase media y alta, y quienes disponían de medios habían empezado a alardear de ellos. Esa casa, construida hacía una década, era de Zovastina, aunque nunca había vivido en ella. Había preferido regalársela a su amante.
Inspeccionó el lujoso interior. Una consola Luis XV profusamente labrada exhibía una colección de figuritas de porcelana blanca que le había regalado el presidente francés. En la habitación contigua, el artesonado del techo ponía la nota de distinción, el piso entarimado protegido por una alfombra ucraniana. Otro regalo. Un espejo alemán presidía un extremo de la larga estancia y cortinas de tafetán adornaban tres imponentes ventanas.
Cada vez que recorría ese pasillo revestido de mármol su mente retrocedía seis años, a una tarde en que se aproximó a la misma puerta cerrada. En el dormitorio encontró a Karyn desnuda, sobre ella un hombre de torso estrecho, cabello rizado y brazos musculosos. Aún podía oír sus gemidos, su voraz exploración mutua sorprendentemente excitante. Permaneció allí plantada un minuto entero, mirando, hasta que se separaron.
—Irma —dijo con calma Karyn—. Éste es Michele.
Karyn se bajó de la cama y se echó hacia atrás el largo cabello ondulado, dejando a la vista unos pechos que Irma había disfrutado numerosas veces. Enjuta como un chacal, cada centímetro de la perfecta piel de Karyn brillaba con el color de la canela. Unos labios finos que dibujaban una curva desdeñosa, una nariz respingona de delicados orificios, las mejillas como la porcelana. Zovastina se olía que su amante la engañaba, pero presenciar el acto directamente era harina de otro costal.
—Tienes suerte de que no te haga matar.
Karyn ni se inmutó.
—Míralo. A él le importa cómo me siento, da sin pedir nada. Tú sólo tomas. Es lo único que sabes hacer: dictar órdenes y esperar que sean obedecidas.
—No recuerdo haber oído ninguna queja tuya.
—Ser tu puta cuesta caro. He renunciado a cosas más preciosas que el dinero.
La mirada de Zovastina se dirigió sin querer al desnudo Michele.
—Te gusta, ¿eh? —dijo Karyn.
Ella no respondió. Se limitó a ordenar:
—Te quiero fuera de aquí antes de esta noche.
Karyn se acercó, precedida por el dulce aroma de un perfume caro.
—¿De verdad quieres que me vaya? —Su mano se posó en el muslo de Zovastina—. ¿No te gustaría quitarte la ropa y unirte a nosotros?
Ella abofeteó a su amante con el dorso de la mano. No era la primera vez, aunque sí la primera con ira. Un hilo de sangre manó del labio de Karyn, que le lanzó una mirada rebosante de odio.
—Fuera. Antes de esta noche, o te prometo que no verás la mañana.
Hacía seis años. Mucho tiempo.
O al menos eso le parecía.
Giró el pomo y entró.
El dormitorio conservaba un exquisito mobiliario francés provinciano. Una chimenea de bronce y mármol custodiada por una pareja de leones de pórfido egipcio decoraba una de las paredes. Junto a la cama con dosel, aparentemente fuera de lugar, se hallaba el respirador, al otro lado la botella de oxígeno y una bolsa suspendida de un soporte de acero inoxidable, sus transparentes tubos culebreando hasta uno de los brazos de la enferma.
Karyn estaba recostada sobre unas almohadas en el centro de una gran cama, una colcha de seda en tono coral por la cintura. Su piel era color ceniza parda, la pátina como papel encerado. La otrora cabellera rubia era una maraña despeinada, rala como la neblina. Sus ojos, que solían brillar con un intenso azul, ahora miraban desde unas hundidas cuencas cual criaturas escondidas en cuevas. Las angulosas mejillas se habían esfumado, sustituidas por una escualidez cadavérica que había tornado su nariz chata en aguileña. Un camisón de encaje cubría su descarnado cuerpo como una bandera que colgara lacia de un asta.
—¿Qué quieres esta noche? —musitó Karyn, la voz quebradiza y forzada. Los tubos de la nariz liberaban oxígeno con cada respiración—. ¿Has venido a comprobar si me había muerto?
Irina se acercó a la cama. El olor de la estancia se intensificó; una nauseabunda mezcla de desinfectante, enfermedad y deterioro.
—¿No tienes nada que decir? —dijo la enferma a duras penas.
Zovastina miró a la mujer con fijeza. Cosa rara en ella, su relación había sido bastante impulsiva. Después de entrar a trabajar para ella, Karyn fue su secretaria personal y finalmente su concubina. Habían estado cinco años juntas y otros cinco separadas, hasta el año anterior, cuando Karyn regresó a Samarcanda de improviso, enferma.
—La verdad es que he venido a ver cómo estabas.
—No, Irina. Has venido a ver cuándo voy a morir.
Le entraron ganas de decir que eso era lo último que quería, pero pensar en la traición de Michele y Karyn le impedía hacer ninguna concesión emocional. En su lugar, preguntó:
—¿Mereció la pena?
Zovastina sabía que los años de sexo sin protección, yendo de hombre en hombre y de mujer en mujer, asumiendo riesgos, finalmente habían podido más que Karyn. Por el camino alguien le había transmitido el VIH. Sola, asustada y sin blanca, el año anterior Karyn se había tragado el orgullo y había vuelto al único sitio que creía que podría proporcionarle cierto consuelo.
—¿Por eso sigues viniendo? —preguntó ésta—. ¿Para comprobar que me equivoqué?
—Te equivocaste.
—Tu amargura te consumirá.
—Mira quién fue a hablar: alguien consumida literalmente por la suya.
—Ten cuidado, Irina, no sabes cuándo me contagié. Puede que comparta mi miseria.
—Me he hecho las pruebas.
—¿Y qué médico fue lo bastante idiota para hacerlo? —La tos sacudió las palabras de Karyn—. ¿Aún vive para contar lo que sabe?
—No has respondido a mi pregunta. ¿Mereció la pena?
Una sonrisa arrugó el retraído rostro.
—Ya no puedes darme órdenes.
—Has vuelto. Querías ayuda y te la estoy dando.
—Estoy prisionera.
—Puedes irte cuando quieras. —Irina hizo una pausa—. ¿Por qué no dices la verdad?
—Y, ¿cuál es la verdad, Irina? ¿Que eres lesbiana? Tu querido esposo lo sabía, por fuerza. Nunca hablas de él.
—Está muerto.
—Un oportuno accidente de coche. ¿Cuántas veces has jugado esa compasiva baza con los tuyos?
Aquella mujer sabía demasiadas cosas de sus asuntos, lo que la atraía y la repugnaba al mismo tiempo. El sentimiento de la intimidad, de comunión, había formado parte del vínculo que ambas compartieron. Allí era donde, en su día, podía ser de verdad ella misma.
—Sabía dónde se metía cuando accedió a casarse conmigo. Pero era ambicioso, como tú. Le iba la ceremonia, y yo vengo con esa ceremonia.
—Qué difícil debe de ser vivir una mentira.
—Tú lo haces.
Karyn negó con la cabeza.
—No, Irina. Yo sé quién soy. —Las palabras parecieron agotar sus fuerzas, y se detuvo para respirar hondo unas cuantas veces antes de añadir—: ¿Por qué no me matas?
El amargo tono hizo aflorar algo de la Karyn de antes. Matarla era impensable. Salvarla…, ése era el objetivo. El destino le negó a Aquiles la oportunidad de salvar a su Patroclo, y la incompetencia le costó el amor a Alejandro Magno con la muerte de Hefestión. Ella no sucumbiría a esos mismos errores.
—¿De veras crees que alguien merece esto? —Karyn se arrancó el camisón; minúsculos botones perlados salieron despedidos a las sábanas—. Mira mis pechos, Irina.
Mirar era doloroso. Desde que Karyn había vuelto, Irina había estudiado el sida y sabía que la enfermedad afectaba de forma distinta a la gente. Unos sufrían internamente: ceguera, colitis, diarrea crónica, encefalitis, tuberculosis y, lo peor de todo, neumonía. Otros quedaban debilitados por fuera, la piel marcada con las huellas del sarcoma de Kaposi o destrozada por el herpes simple o desfigurada por la demacración, la epidermis inevitablemente pegada a los huesos. Lo de Karyn era mucho más habitual: una combinación de ambos cuadros.
—¿Recuerdas lo hermosa que era? ¿Mi preciosa piel? Tú adorabas mi cuerpo.
Irina lo recordaba, sí.
—Tápate.
—¿No soportas verlo?
Ella no dijo nada.
—Cagas hasta que te duele el culo, Irina. No puedes dormir y siempre tienes un nudo en el estómago. Cada día espero a ver qué nueva infección se producirá dentro de mí. Esto es un infierno.
Ella había matado a la mujer del helicóptero, ordenado eliminar a un sinfín de adversarios políticos, forjado una Federación mediante una campaña encubierta de asesinatos con armas biológicas que se habían cobrado la vida de miles de personas. Ninguna de esas muertes le importaba. Que muriese Karyn, sin embargo, era distinto. Por eso le había permitido quedarse, porque ella le proporcionaba los fármacos necesarios para mantenerla con vida. Les había mentido a los estudiantes: ésa era su debilidad, tal vez la única.
Karyn sonrió débilmente.
—Cada vez que vienes lo veo en tus ojos: te preocupas. —Agarró el brazo de Irina—. Puedes ayudarme, ¿no? Esos gérmenes con los que jugabas hace años…, seguro que aprendiste algo. No quiero morir, Irina.
La ministra se esforzó por mantener la distancia emocional. Tanto Aquiles como Alejandro habían fracasado por no ser capaces de hacerlo.
—Rezaré por ti a los dioses.
Karyn rompió a reír, una risa gutural, bronca, mezclada con el ruido de la saliva que sorprendió e hirió a un tiempo a Zovastina.
Karyn no dejaba de reír, y ella salió de la habitación y corrió hacia la puerta.
Esas visitas eran un error. Cortaría con ellas, ése no era el momento. Estaban a punto de ocurrir demasiadas cosas.
Lo último que oyó antes de salir fue el espeluznante sonido de Karyn atragantándose con su propia saliva.