Dinamarca
Malone escrutó al hombre que acababa de llegar, solo, conduciendo un Audi con una viva pegatina en el parabrisas que indicaba que el vehículo era de alquiler. El tipo era bajo y fornido, con una mata de pelo despeinado, ropas amplias y unos hombros y unos brazos que apuntaban a que estaba acostumbrado al trabajo duro. Debía de rondar la cuarentena y sus rasgos sugerían una influencia eslava: nariz ancha, ojos hundidos.
El hombre subió al porche delantero y anunció:
—No voy armado, pero, si quiere, puede comprobarlo.
Malone lo apuntaba con su arma.
—Da gusto tratar con profesionales.
—Usted es el del museo.
—Y usted el que me dejó dentro.
—No fui yo, pero di mi aprobación.
—Cuánta sinceridad para ser un hombre que tiene un arma apuntándolo.
—Las armas me dan igual.
Malone lo creyó.
—No veo el dinero.
—Yo no he visto el medallón.
Se hizo a un lado y dejó entrar al hombre.
—¿Cómo se llama?
Su invitado se detuvo en el umbral y lo miró con dureza.
—Viktor.
Cassiopeia, que observaba desde los árboles, vio que Malone y el del coche entraban en la casa. Que hubiese acudido solo o no, no supondría ningún problema.
La representación estaba a punto de empezar.
Y Cassiopeia esperaba, por el bien de Malone, que ella y Thorvaldsen hubieran calculado bien.
Malone se apartó mientras Thorvaldsen y el tal Viktor hablaban. Seguía alerta, vigilando con la intensidad de quien había pasado una docena de años siendo agente del gobierno. También él se había enfrentado a menudo a un adversario desconocido con su sola inteligencia y sabiduría, rezando para que nada fuese mal y él pudiera salir de una pieza.
—Ha estado robando estos medallones por todo el continente —aseveró Thorvaldsen—. ¿Por qué? No tienen mucho valor.
—Eso no lo sé. Usted quiere cincuenta mil euros por el suyo, que es cinco veces más de lo que vale.
—Y, por increíble que parezca, usted está dispuesto a pagar, lo que significa que lo suyo no es el coleccionismo. ¿Para quién trabaja?
—Para mí.
Thorvaldsen soltó una risita.
—Sentido del humor. Me gusta. Percibo un acento de Europa del Este en su inglés. ¿La antigua Yugoslavia? ¿Croacia?
Viktor guardaba silencio, y Malone reparó en que el visitante no había tocado una sola cosa de la casa.
—Supongo que no va a contestar a esa pregunta —prosiguió Thorvaldsen—. ¿Cómo quiere que cerremos el trato?
—Me gustaría examinar el medallón. Si me satisface, tendré el dinero listo mañana. Hoy es imposible, es domingo.
—Depende de dónde esté su banco —puntualizó Malone.
—El mío está cerrado.
Y la mirada vacía de Viktor le dijo que no añadiría más.
—¿Cómo supo lo del fuego griego? —le preguntó Thorvaldsen.
—Está usted bien informado.
—Tengo un museo grecorromano.
A Malone se le erizó el vello de la nuca. La gente como Viktor, que no parecía muy parlanchina, sólo hacía concesiones cuando sabía que su interlocutor no viviría lo bastante para repetirlas.
—Sé que va tras los medallones de los elefantes —afirmó Thorvaldsen—, y los tiene todos salvo el mío y otros tres. Me atrevería a decir que es usted un sicario, no tiene ni la menor de idea de por qué son tan importantes y además le da igual. Un fiel servidor.
—Y, ¿quién es usted? Sin duda no es sólo el propietario de un museo grecorromano.
—Se equivoca: el museo es mío, y quiero que me paguen los destrozos. Por eso el precio es tan alto.
Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico transparente, que le lanzó a Viktor. Éste la atrapó con ambas manos. Malone vio que su invitado depositaba el medallón en la palma de la mano. Era del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, color peltre, con símbolos grabados en ambas caras. Viktor sacó del bolsillo una lupa de joyero.
—¿Es usted un experto? —quiso saber Malone.
—Sé lo bastante.
—Están los micrograbados —aseguró Thorvaldsen—. Unas letras griegas: ZH. Zeta y eta. Es increíble que aquellos hombres pudieran grabarlas.
Viktor continuaba con su examen.
—¿Satisfecho? —inquirió Malone.
Viktor escudriñó el medallón y, aunque no tenía el microscopio ni la balanza, le parecía auténtico.
A decir verdad, era el mejor hasta el momento.
Había ido desarmado porque quería que esos hombres se creyeran al mando. Lo que hacía falta allí era sutileza, no fuerza. Sin embargo, le preocupaba una cosa: ¿dónde estaba la mujer?
Alzó la vista y dejó caer la lupa en la mano derecha.
—¿Le importa que lo examine más a fondo, junto a la ventana? Necesito más luz.
—Naturalmente que no —concedió Thorvaldsen.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Viktor.
—¿Qué le parece Ptolomeo?
Viktor sonrió.
—Hubo muchos. ¿Cuál es usted?
—El primero, el general más oportunista de Alejandro. A la muerte de éste reclamó Egipto como recompensa. Un tipo listo. Sus herederos lo conservaron durante siglos.
El otro sacudió la cabeza.
—Al final los derrotaron los romanos.
—Igual que mi museo, nada permanece.
Viktor se aproximó al empañado cristal. El del arma montaba guardia junto a la puerta. Él sólo necesitaría un instante. Mientras se ponía de cara a la luz, dándoles la espalda un momento, hizo su jugada.
Cassiopeia vio salir a un hombre de entre los árboles, por el otro extremo de la casa. Era joven, delgado y ágil. Aunque la noche anterior no había visto la cara de ninguno de los dos que incendiaron el museo, reconoció el caminar ligero y los ademanes cautelosos: era uno de los ladrones.
E iba directo al coche de Thorvaldsen.
Concienzudos, había que reconocerlo, pero no necesariamente cuidadosos, teniendo en cuenta que sabían que alguien les llevaba un poco de ventaja.
Vio que hundía una navaja en ambas ruedas traseras y se retiraba.
Malone se percató del cambio: Viktor había dejado caer la lupa en su mano derecha mientras sostenía el medallón con la izquierda. Pero cuando la lupa volvió al ojo de Viktor y éste reanudó el examen, Malone notó que ahora el medallón estaba en la mano derecha, los dedos índice y pulgar de la izquierda doblados, escamoteando la moneda.
No estaba mal. Combinado hábilmente con el acto de dirigirse hacia la ventana para dar con la luz apropiada. Una distracción perfecta.
Su mirada se cruzó con la de Thorvaldsen, pero el danés asintió de prisa, dando a entender que él también lo había visto. Viktor sostenía la moneda en la luz, examinándola con la lupa. Thorvaldsen meneó la cabeza para indicarle que lo dejara estar.
—¿Satisfecho? —volvió a preguntar Malone.
Viktor depositó la lupa de joyero en la mano izquierda y se la metió en el bolsillo junto con el medallón auténtico. A continuación levantó la moneda con la que acababa de dar el cambiazo, sin duda la falsa del museo.
—Es auténtica.
—¿Vale cincuenta mil euros? —inquirió el danés.
Viktor asintió.
—Haré que me envíen el dinero. Díganme dónde.
—Llame mañana al número del medallón, como ha hecho antes, y organizaremos el canje.
—Ahora vuelva a meterla en su caja —recomendó Malone.
Viktor fue hacia la mesa.
—Menudo jueguecito se traen ustedes dos entre manos.
—No es ningún jueguecito —corrigió Thorvaldsen.
—¿Cincuenta mil euros?
—Como le he dicho, acabaron con mi museo.
Malone vio la confianza reflejada en los prudentes ojos de Viktor. Se había metido en algo sin conocer a su enemigo, creyéndose más listo, y eso siempre era peligroso.
Sin embargo, Malone había cometido un error peor: se había ofrecido voluntario confiando únicamente en que sus dos amigos supieran lo que hacían.