QUINCE

Samarcanda

12.20 horas

Tras observar los impacientes rostros de los estudiantes, Zovastina preguntó:

—¿Cuántos de vosotros habéis leído a Homero?

Sólo se alzaron un puñado de manos.

—Al igual que vosotros, la primera vez que leí su épica estaba en la universidad.

Había acudido al Centro de Enseñanza Superior del Pueblo en una de sus numerosas apariciones semanales. Intentaba programar al menos cinco ocasiones para que la prensa y las gentes la vieran y la oyeran. Antaño un instituto ruso sin apenas fondos, en la actualidad el centro era un lugar digno destinado a la enseñanza académica. Se había ocupado de ello porque los griegos tenían razón: un Estado analfabeto acaba por no ser un Estado.

Leyó un párrafo del ejemplar de la Ilíad. que tenía abierto delante:

—«La piel del cobarde se muda y se pone de todos los colores y su corazón no se le contiene en el pecho quieto y sin temblor, sino que él se agacha aquí y allá, sentándose sobre sus talones, y el corazón le palpita fuertemente en el pecho, pensando en las diosas de la muerte, y es un crujir de dientes. En cambio, no se muda la piel del valiente ni se turba demasiado, una vez que se ha apostado ya en emboscada, y sólo desea verse metido cuanto antes en la penosa refriega». Los estudiantes parecieron disfrutar el recitado.

—Las palabras de Homero, hace más de dos mil ochocientos años, todavía tienen sentido.

Cámaras y micrófonos apuntaban hacia ella desde el fondo del aula. Estar allí la hizo retroceder veintiocho años en el tiempo. Al norte de Kazajistán, a otra clase.

Y a su profesor.

No hay nada malo en llorar —le dijo Sergei.

Las palabras la habían conmovido, más de lo que creía posible. Miraba con fijeza al ucraniano, poseedor de una visión única del mundo.

Sólo tienes diecinueve años —añadió—. Recuerdo la primera vez que leí a Homero. También me afectó.

Aquiles es un alma tan atormentada.

Todos somos almas atormentadas, Irina.

Le gustaba que él pronunciase su nombre. Él sabía cosas que ella ignoraba, comprendía cosas que ella todavía no había vivido. Y ella quería conocer esas cosas.

No llegué a conocer a mi madre ni a mi padre. Ni a nadie de mi familia.

No son importantes.

Ella se mostró sorprendida.

—¿Cómo puede decir eso.

Él le señaló el libro.

El destino del hombre es sufrir y morir. Lo que ha desaparecido carece de importancia.

Ella se había preguntado durante años por qué parecía condenada a vivir en soledad. Tenía pocos amigos, ninguna relación; para ella la vida era un eterno desafío de deseos y carencias. Igual que Aquiles.

Irina, un día conocerás la dicha del desafío. La vida es un reto tras otro, una batalla tras otra. Siempre, como Aquiles, en pos de la excelencia.

Y, ¿qué hay del fracaso.

Él se encogió de hombros.

Es la consecuencia de no haber triunfado. Recuerda lo que dijo Homero: «Son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no el hombre las circunstancias». A ella se le pasó por la cabeza otro verso del poema.

«Constantemente, por voluntad de unos y otros, estamos sufriendo los dioses los más terribles males por complacer a los hombres». Su profesor asintió.

No lo olvides nunca.

—Menuda historia —le dijo a la clase—. La Ilíada. Una guerra que se prolongó durante nueve largos años. Luego, en el décimo, una disputa hizo que Aquiles abandonara la lucha. Un héroe griego henchido de orgullo, un guerrero cuya humanidad nacía de su gran pasión, invulnerable salvo en los talones.

Zovastina vio sonrisas en algunos rostros.

—Todo el mundo tiene un punto débil —afirmó.

—¿Cuál es el suyo, ministra? —quiso saber uno de los estudiantes.

Ella les había dicho que no fuesen tímidos. Preguntar era bueno.

—¿Por qué me enseña estas cosas? —le preguntó a Sergei.

Conocer tu cultura es entenderla. ¿Te das cuenta de que bien podrías ser descendiente de los griegos.

Ella lo miró con perplejidad.

—¿Cómo es posible.

Hace mucho tiempo, antes de la llegada del islam, cuando Alejandro y los griegos se adueñaron de esta tierra, muchos de sus hombres se quedaron aquí después de que él volviera a casa. Se asentaron en nuestros valles y tomaron por esposas a nuestras mujeres. Algunas de nuestras palabras, nuestra música, nuestras danzas eran suyas.

Ella no había caído en la cuenta.

—Mi afecto por las gentes de esta Federación —fue su respuesta—. Vosotros sois mi debilidad.

Los estudiantes aplaudieron en señal de aprobación, y ella pensó de nuevo en la Ilíada. y en las lecciones que ofrecía: la gloria de la guerra, el triunfo de los valores militares sobre la familia, el honor personal, la venganza, el valor, la transitoriedad de la vida humana.

«No se muda la piel del valiente ni se turba demasiado». ¿Y acaso se había mudado la suya antes, cuando hizo frente al asesino en potencia?

Dices que te interesa la política —comentó Sergei—. Si es así, no olvides nunca a Homero. Nuestros maestros rusos no saben nada del honor. Nuestros antepasados griegos lo sabían todo a ese respecto. No seas como los rusos, Irina. Homero tenía razón: «Fallarle a tu comunidad es el mayor fallo de todos».

—¿Cuántos de vosotros conocéis a Alejandro Magno? —preguntó a los estudiantes.

Se levantaron unas cuantas manos.

—¿Os dais cuenta de que algunos de vosotros podríais ser griegos? —Les contó lo que Sergei le había contado a ella hacía tanto tiempo sobre los griegos que permanecieron en Asia—. El legado de Alejandro forma parte de nuestra historia: valentía, caballerosidad, resistencia. Él unió por vez primera Occidente y Oriente, y su leyenda se extendió por todos los rincones del mundo. Figura en la Biblia, en el Corán. Los ortodoxos griegos lo santificaron, los judíos lo consideran un héroe popular. Existe una versión suya en las sagas germánicas, islandesas y etíopes. Durante siglos se han escrito epopeyas y poemas sobre él. Su historia es la historia de todos nosotros.

Le resultaba fácil entender por qué Alejandro se había sentido tan atraído hacia Homero, por qué había vivido la Ilíada. La única forma de conseguir la inmortalidad era mediante acciones heroicas. Hombres como Enrico Vincenti eran incapaces de entender el honor. Aquiles estaba en lo cierto: «No tienen un espíritu concorde lobos y corderos». Vincenti era un cordero; ella, un lobo.

Y no habría concordia.

Esos encuentros con estudiantes resultaban beneficiosos en numerosos aspectos, uno de los cuales era hacerle recordar el pasado. Hacía dos mil trescientos años, Alejandro Magno había recorrido treinta y dos mil kilómetros y había conquistado el mundo conocido. Creó un idioma común, fomentó la tolerancia religiosa, estimuló la diversidad racial, fundó setenta ciudades, estableció nuevas rutas comerciales y marcó el comienzo de un renacimiento que duró doscientos cincuenta años. Aspiraba a la areté, el ideal de excelencia griego.

Ahora le tocaba a Zovastina hacer gala de ella.

Terminó con la clase y se excusó.

Cuando salía del edificio, uno de sus guardaespaldas le entregó un papel. Ella lo desdobló y leyó el mensaje, un correo electrónico que había llegado hacía media hora e incluía las señas del remitente en clave y una única línea: «VENGA A VERME ANTES DE QUE SE PONGA EL SOL».

Irritante, pero no tenía elección.

—Que dispongan el helicóptero —ordenó.