ONCE

Copenhague

—¿Cómo que «no exactamente»? —le preguntó Malone a Thorvaldsen.

—Encargué un medallón falso. Es bastante fácil, por cierto. En el mercado hay numerosas falsificaciones.

—Y ¿por qué lo hiciste?

—Cotton —dijo Cassiopeia—, esos medallones son importantes.

—Vaya, si no me lo dices, ni me entero. Lo que no he oído es en qué sentido y por qué.

—¿Qué sabes de Alejandro Magno después de su muerte? —le preguntó Thorvaldsen—. ¿Qué fue de su cuerpo?

Malone había leído algo al respecto.

—Algunas cosas.

—Dudo que sepas lo que sabemos nosotros —aseveró Cassiopeia. Se puso en pie junto a una de las estanterías—. El pasado otoño me llamó un amigo que trabajaba en el Museo de Cultura de Samarcanda. Había descubierto algo que tal vez yo quisiera ver, un manuscrito antiguo.

—¿De cuándo?

—Del siglo I o II d. J. C. ¿Has oído hablar de la fluorescencia de rayos X?

Él negó con la cabeza.

—Es un procedimiento relativamente nuevo —aclaró Thorvaldsen—. Durante los primeros años de la Edad Media, el pergamino era tan escaso que los monjes desarrollaron una técnica de reciclaje mediante la cual rascaban la tinta original y a continuación utilizaban de nuevo la piel para devocionarios. Con la fluorescencia, los rayos X que genera un acelerador de partículas son bombardeados sobre el pergamino reciclado. Por suerte la tinta que se empleaba hace siglos contenía un montón de hierro. Cuando los rayos X entran en contacto con esa tinta, las moléculas ocultas en el pergamino resplandecen y las imágenes pueden grabarse. La verdad es que es extraordinario. Como un fax del pasado. Las palabras que fueron borradas antaño, sobre las que se escribió con otra tinta, reaparecen a partir de su mapa molecular.

—Cotton, lo que sabemos de primera mano de Alejandro se limita a los escritos de cuatro hombres que vivieron casi quinientos años después que él —dijo Cassiopeia—. Las Efemérides reales. el supuesto diario de Alejandro, presuntamente contemporáneo, no sirve para nada: el vencedor reescribiendo la historia. La Vida de Alejandro Magno. que muchos citan como autoridad, es pura ficción y tiene poco que ver con la realidad. Los otros dos, sin embargo, fueron escritos por Arriano y Plutarco, ambos afamados cronistas.

—He leído la Vida de Alejandro Magno. es una historia muy buena.

—Pero no es más que eso. Alejandro es como Arturo, un hombre cuya vida real ha sido sustituida por una leyenda romántica. En la actualidad se lo considera un gran conquistador benevolente, una suerte de estadista, pero lo cierto es que asesinó a un número de personas sin precedentes y esquilmó los recursos de las tierras de las que se apropió. Mató a amigos debido a su paranoia y condujo a la mayoría de sus tropas a una muerte prematura. Era un jugador que echó a suertes su vida y la vida de quienes lo rodeaban. No hay nada mágico en él.

—No estoy de acuerdo —dijo Malone—. Era un gran comandante militar, la primera persona que unió el mundo. Sus conquistas eran sangrientas y brutales porque así es la guerra. Es cierto que estaba empeñado en hacer conquistas, pero su mundo parecía dispuesto a ser conquistado. Era astuto desde el punto de vista político, un griego que acabó siendo persa. Por lo que he leído, le interesaba más bien poco el nacionalismo estrecho de miras, lo cual no es criticable. Cuando murió, sus generales, los Compañeros, se repartieron el imperio, lo que garantizaba el dominio de la cultura griega durante siglos. Y así fue. El período helenístico cambió por completo la civilización occidental. Y todo eso empezó con él.

Vio que Cassiopeia disentía.

—Ese legado era lo que se discutía en el antiguo manuscrito —dijo—. Lo que de verdad ocurrió tras la muerte de Alejandro.

—Sabemos lo que ocurrió —aseguró Malone—. Su imperio fue víctima de sus generales, que jugaron a apoderarse de su cuerpo. Hay montones de relatos contradictorios según los cuales cada uno de ellos trató de apropiarse del cadáver durante el cortejo fúnebre. Todos querían el cuerpo como símbolo de poder. Por eso fue momificado. Los griegos quemaban a sus muertos, pero no así a Alejandro. Era preciso que su cuerpo perdurara.

—El manuscrito se ocupa del período de tiempo que media entre el fallecimiento de Alejandro en Babilonia y el traslado de su cuerpo al oeste —explicó Cassiopeia—. Transcurrió un año; un año que es de vital importancia para los medallones.

Un leve sonido rompió el silencio de la habitación.

Malone vio que Henrik se sacaba un teléfono móvil del bolsillo y respondía. Cosa rara. Thorvaldsen odiaba esos chismes y, en particular, odiaba a quienes hablaban por ellos delante de él.

Malone miró a Cassiopeia y le preguntó:

—¿Es importante?

Su expresión seguía siendo hosca.

—Es lo que estábamos esperando.

—¿Por qué estás tan alegre?

—Puede que no lo creas, Cotton, pero también yo tengo sentimientos.

A él le sorprendió el cáustico comentario. Cuando Cassiopeia estuvo en Copenhague por Navidad habían disfrutado de unas cuantas veladas agradables en Christiangade, la mansión que Thorvaldsen poseía en la costa, al norte de la ciudad. Él incluso le había hecho un regalo, una preciosa edición del siglo XVII sobre ingeniería medieval. El proyecto de reconstrucción del que Cassiopeia se ocupaba en Francia, levantar piedra a piedra un castillo con herramientas y materias primas de hacía setecientos años, continuaba avanzando. Incluso habían convenido en que, en primavera, él iría a visitarla.

Thorvaldsen puso fin a la llamada.

—Era el ladrón del museo.

—Y ¿cómo es que te ha llamado? —quiso saber Malone.

—Mandé grabar este número de teléfono en el medallón. Quería dejar bien claro que nos mantenemos a la espera. Le he dicho que si quiere el decadracma original tendrá que comprarlo.

—Sabiendo eso es probable que decida liquidarte.

—Eso esperamos.

—Y ¿cómo pretendes evitar que eso suceda? —inquirió Malone.

Cassiopeia dio un paso adelante, el rostro rígido.

—Ahí es donde entras tú.