DIEZ

Venecia

6.30 horas

Vincenti se examinó en el espejo mientras su ayuda de cámara doblegaba la chaqueta y permitía que el traje de Gucci cubriera su corpachón. Un cepillo de pelo de camello hizo desaparecer toda la pelusa de la oscura lana. A continuación se ajustó la corbata y se aseguró de que el pliegue fuese bien pronunciado. El ayudante de cámara le entregó un pañuelo color burdeos, y él dispuso la seda convenientemente en el bolsillo superior.

Sus 136 kilos de peso tenían buen aspecto dentro del traje a medida. El estilista milanés que tenía a su servicio le había aconsejado que los colores oscuros no sólo transmitían autoridad, sino que además desviaban la atención de su estatura. Y eso no era fácil, pues todo en él era grande: mejillas abultadas, frente rugosa, nariz corva. No obstante, le encantaba la comida sustanciosa y hacer dieta le parecía un pecado.

A un gesto suyo, el ayudante de cámara sacó brillo a sus zapatos de cordones de Lorenzo Banfi. Se miró de soslayo por última vez y a continuación consultó el reloj.

—Señor —dijo el ayudante de cámara—, esa mujer ha llamado cuando se estaba usted duchando.

—¿Por la línea privada?

El hombre asintió.

—¿Ha dejado algún número?

El valet se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel. Vincenti se las había arreglado para dormir algo antes y después de la reunión del Consejo. Dormir, a diferencia de ponerse a dieta, no era una pérdida de tiempo. Sabía que lo esperaban y odiaba llegar tarde, pero decidió llamar desde la intimidad de su dormitorio. No tenía sentido anunciarlo todo a los cuatro vientos por un móvil.

El ayudante de cámara salió de la estancia.

Vincenti fue hasta el teléfono de la mesilla y marcó un número internacional. A los tres zumbidos, una voz de mujer respondió y él dijo:

—Ministra, veo que sigues entre los vivos.

—Y me alegra saber que tu información era cierta.

—No te habría importunado con una patraña.

—Sin embargo, todavía no me has dicho cómo supiste que alguien intentaría matarme hoy.

Hacía tres días le había comunicado a Irina Zovastina el plan del florentino.

—La Liga vela por sus miembros y tú, ministra, eres uno de los más importantes.

Ella soltó una risita.

—Qué engreído eres, Enrico.

—¿Ganaste al buzkashi.

—Naturalmente. Dos veces en el círculo. Dejamos el cuerpo del asesino en el campo y lo pisoteamos hasta despedazarlo. Los pájaros y los perros disfrutan de los restos.

Él se estremeció. Ése era el problema con Asia Central: aunque quería entrar a formar parte del siglo XXI a toda costa, su cultura seguía arraigada en el XV. La Liga tendría que hacer todo lo posible por cambiarlo. Aun cuando la empresa fuera como convertir a un carnívoro en vegetariano.

—¿Conoces la Ilíada. —preguntó ella.

Vincenti sabía que tendría que seguirle la corriente.

—Sí.

—«A muchas almas fuertes de héroes arrojó al Hades y a ellos hizo presa de los perros y de las aves todas». Él sonrió.

—¿Te crees Aquiles?

—Hay mucho de admirable en él.

—¿Acaso no era un hombre orgulloso? En exceso, si mal no recuerdo.

—Pero guerrero. Siempre fue un guerrero. Dime, Enrico, ¿qué hay de tu traidor? ¿Se ha resuelto el problema?

—El florentino disfrutará de un bonito entierro al norte de aquí, en la región de los lagos. Le enviaremos flores. —Decidió comprobar si ella estaba de humor—. Tenemos que hablar.

—¿De tu pago por salvarme la vida?

—De tu parte del trato, la que tratamos hace tiempo.

—Estaré lista para reunirme con el Consejo dentro de unos días. Primero debo solucionar unos asuntos.

—Me interesa más que nos reunamos tú y yo.

Ella rió.

—Lo creo. La verdad es que a mí también, pero he de ocuparme de unos asuntos.

—Mi permanencia en el Consejo terminará pronto. Después tendrás que hablar con otros. Y puede que no sean tan complacientes.

Zovastina rompió a reír.

—Me encanta lo de complaciente. Me gusta tratar contigo, Enrico, de veras.

—Tenemos que hablar.

—Pronto. Primero has de zanjar ese otro problema del que hemos hablado, los norteamericanos.

Cierto.

—No te apures, pienso ocuparme hoy mismo.