Copenhague
Malone observó que las llamas que descendían por la escalera se detenían a las tres cuartas partes del camino y no daban muestras de querer avanzar más. Se situó ante una de las ventanas y buscó algo con lo que romper el cristal. Las únicas sillas que vio se hallaban demasiado cerca del fuego. El segundo mecanismo seguía paseándose por el primer piso, despidiendo rociadas. Malone no se decidía a moverse. Quitarse la ropa era una opción, pero el cabello y la piel también apestaban a aquella sustancia química.
Tres golpes en el cristal lo asustaron.
Se volvió y, a menos de medio metro, descubrió un rostro familiar: Cassiopeia Vitt.
¿Qué estaba haciendo allí? Sin duda los ojos de Malone reflejaron sorpresa, pero fue directo al grano y chilló:
—¡Tengo que salir de aquí!
Ella le señaló la puerta y Malone entrelazó los dedos para indicarle que estaba cerrada.
Cassiopeia le dio a entender que se apartara.
Al hacerlo, unas chispas saltaron de la parte inferior del impaciente artilugio. Malone fue hacia él y lo puso boca arriba de una patada. Debajo vio ruedas y un dispositivo mecánico.
Oyó un ruido sordo, y luego otro, y adivinó lo que hacía Cassiopeia: dispararle a la ventana.
Entonces vio algo que antes había pasado por alto: sobre las vitrinas del museo había bolsas de plástico selladas llenas de un líquido transparente.
La ventana se resquebrajó.
No tenía elección: a riesgo de acercarse demasiado a las llamas, agarró una de las sillas que había visto antes y la arrojó contra el cristal. La ventana se hizo pedazos mientras la silla se estrellaba contra la calle al otro lado.
El mecanismo andante se enderezó.
Una de las chispas prendió y unas llamas azules comenzaron a devorar la primera planta, avanzando en todas direcciones, avanzando hacia él.
Malone echó a correr, saltó por la ventana y aterrizó de pie.
Cassiopeia se hallaba a un metro de distancia.
Malone había notado el cambio de presión cuando la ventana se hizo añicos. Sabía algunas cosas sobre los incendios: en ese mismo instante las llamas estaban recibiendo una recarga de oxígeno. Las diferencias de presión también se dejaban sentir. Los bomberos lo llamaban combustión súbita generalizada.
Y esas bolsas de plástico sobre las vitrinas…
Sabía lo que contenían.
Cogió a Cassiopeia de la mano y cruzó la calle a la carrera.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Es hora de darnos un baño.
Saltaron desde el antepecho de ladrillo justo cuando una bola de fuego salía despedida del museo.