DOS

Venecia, Italia

Domingo, 19 de abril

0.15 horas

Enrico Vincenti miró fijamente al acusado y preguntó:

—¿Tiene algo que decir a este Consejo?

Al de Florencia no pareció afectarle la pregunta.

—¿Qué le parece esto: por qué no se callan, usted y su Liga?

Vincenti sentía curiosidad.

—Por lo visto, cree usted que se nos puede tomar a la ligera.

—Mire, gordinflón, tengo amigos. —A decir verdad, el florentino parecía orgulloso de ello—. Muchos.

—Sus amigos no nos interesan, pero su traición… Eso ya es otra cosa —dejó claro Vincenti.

El florentino se había vestido para la ocasión: lucía un caro traje de Zanetti, camisa de Charvet, corbata de Prada y, cómo no, zapatos de Gucci. Vincenti se dio cuenta de que el conjunto costaba más de lo que la mayoría de la gente ganaba en un año.

—Le propongo algo —empezó el florentino—: Me iré y olvidaremos todo este asunto…, sea lo que fuere…, y ustedes podrán volver a hacer lo que quiera que hagan.

Ninguna de las nueve personas que había sentadas junto a Vincenti dijo una palabra. Él los había prevenido contra la arrogancia. Habían contratado al florentino para desempeñar un cometido en Asia Central, un trabajo que el Consejo juzgaba de vital importancia. Por desgracia, él había decidido jugar sucio para satisfacer su avaricia, pero, afortunadamente, el engaño fue descubierto y se adoptaron las medidas oportunas.

—¿De verdad cree que sus socios lo apoyarán? —inquirió Vincenti.

—No es usted tan ingenuo, ¿no, gordinflón? Ellos fueron quienes me dijeron que lo hiciera.

El otro volvió a pasar por alto la alusión a su corpulencia.

—No es eso lo que han dicho.

Esos socios eran una banda internacional que había sido útil numerosas veces al Consejo. El florentino era un sicario, y el Consejo había hecho la vista gorda con respecto al engaño de la banda con el objeto de dar una lección al mentiroso que tenían delante, con lo cual también darían una lección a la propia banda. Y así había sido: ésta ya había renunciado a los honorarios que se debían y le había devuelto al Consejo un cuantioso depósito. A diferencia del florentino, los socios entendían a la perfección con quiénes estaban tratando.

—¿Qué sabe usted de nosotros? —preguntó Vincenti.

El florentino se encogió de hombros.

—Que son un puñado de ricos a los que les gusta jugar.

La bravata divirtió a Vincenti. Tras el florentino había cuatro hombres armados, lo cual explicaba por qué el ingrato se creía a salvo: como condición a su comparecencia había insistido en que fueran.

—Hace setecientos años, el Consejo de los Diez controlaba Venecia —explicó Vincenti—. Se suponía que eran hombres demasiado maduros para dejarse influir por las pasiones o las tentaciones, y a ellos les fue encomendado mantener la seguridad pública y aplastar la oposición política. Y eso fue precisamente lo que hicieron durante siglos. Tomaban testimonio en secreto, pronunciaban sentencias y llevaban a cabo ejecuciones, todo en nombre del Estado veneciano.

—¿Cree que me interesa esta lección de historia?

Vincenti juntó las manos sobre el regazo.

—Pues debería interesarle.

—Este caserón es deprimente. ¿Es suyo?

Cierto, la villa carecía del encanto de una casa vivida, pero zares, emperadores, archiduques y monarcas habían permanecido bajo su techo. Hasta Napoleón había ocupado uno de los dormitorios. De manera que Vincenti dijo con orgullo:

—Nuestro.

—Necesita un interiorista. ¿Hemos acabado?

—Me gustaría terminar lo que le estaba explicando.

El florentino gesticuló con las manos.

—Adelante. Me gustaría irme a dormir.

—Nosotros también somos un Consejo de Diez. Al igual que el original, contratamos a inquisidores para hacer cumplir nuestras decisiones. —Hizo un gesto y tres hombres avanzaron desde el fondo del salón—. Al igual que los originales, nuestro poder es absoluto.

—Ustedes no son el gobierno.

—No. Somos algo muy diferente.

Con todo, el florentino no parecía inmutarse.

—He venido aquí en mitad de la noche porque mis socios me lo ordenaron, no porque esté impresionado. Me traje a estos cuatro para que me protejan, así que es posible que a sus inquisidores les cueste hacer cumplir nada.

Vincenti se levantó de la silla.

—Creo que es preciso aclarar algo. Se lo contrató para que cumpliera un encargo, encargo que usted cambió a su conveniencia.

—A menos que pretendan salir de aquí en una caja, les sugiero que nos olvidemos de esto.

La paciencia de Vincenti se agotó. Le desagradaba sobremanera esa parte de sus deberes oficiales. A un gesto suyo, los cuatro hombres que habían acompañado al florentino agarraron al idiota.

El engreimiento se tornó estupor.

El florentino fue desarmado mientras tres de los hombres lo contenían. Un inquisidor se aproximó y, con un rollo de gruesa cinta, ató los inquietos brazos del acusado a la espalda, las piernas y las rodillas juntas, y le envolvió el rostro, sellando su boca. A continuación los tres hombres lo soltaron y el fornido cuerpo del florentino golpeó la alfombra.

—Este Consejo lo considera culpable de traición a nuestra Liga —anunció Vincenti.

Otro gesto y una puerta de dos hojas se abrió: alguien entró empujando un ataúd de rica madera lacada con la tapa abierta. Los ojos del florentino se desorbitaron cuando pareció comprender cuál sería su suerte.

Vincenti se acercó a él.

—Hace quinientos años, los traidores al Estado eran encerrados en unas estancias de la parte superior del palacio del Dogo, construidas en madera y plomo, expuestas a los elementos: se las conocía como los ataúdes. —Hizo una pausa para que sus palabras hiciesen mella—. Unos sitios horribles. La mayoría de los que entraban morían. Usted cogió nuestro dinero mientras intentaba ganar más por su cuenta. —Meneó la cabeza—. No puede ser. Y, por cierto, sus socios decidieron qué usted sería el precio que pagarían para seguir en paz con nosotros.

El florentino comenzó a forcejear con renovado brío, sus protestas ahogadas por la cinta que le tapaba la boca. Uno de los inquisidores acompañó fuera de la sala a los cuatro hombres que habían acudido con el florentino: su trabajo había concluido. Los otros dos inquisidores levantaron al rebelde y lo metieron en el ataúd.

Vincenti miró la caja y leyó con exactitud lo que decían los ojos del florentino: claro que había traicionado al Consejo, pero sólo había hecho lo que Vincenti, no sus socios, le había ordenado hacer. Era Vincenti quien había cambiado el encargo, y el florentino sólo se había presentado ante el Consejo porque Vincenti le había asegurado en privado que no se preocupara. No era más que una farsa. «No pasa nada, tú sígueme el juego. Todo habrá acabado en menos de una hora».

—¿Gordinflón? —inquirió Vincenti—. Arrivederci.

Y cerró de golpe la tapa.