UNO

Copenhague, Dinamarca

Sábado, 18 de abril, en la actualidad

23.55 horas

El olor hizo que Cotton Malone recobrara el sentido. Fuerte, acre, un tanto sulfúreo. Y algo más: dulzón y nauseabundo. Como la muerte.

Abrió los ojos.

Yacía boca abajo en el suelo, los brazos extendidos, las palmas contra la noble madera, que —reparó en el acto— estaba pegajosa.

¿Qué había ocurrido?

Había asistido a la asamblea de abril de la Sociedad Danesa de Libreros Anticuarios, a unas manzanas al oeste de su librería, cerca del alegre Tivoli. Le gustaban dichas reuniones mensuales, y ésa no había sido una excepción. Unas copas, un puñado de amigos y mucho hablar de libros. Al día siguiente, por la mañana, había quedado con Cassiopeia Vitt. Su llamada el día anterior pidiendo que se vieran lo había sorprendido. No sabía nada de ella desde Navidad, tiempo en que había pasado unos días en Copenhague. Él volvía a casa en bicicleta, disfrutando de la agradable noche primaveral, cuando decidió pasarse por el insólito lugar donde ella lo había citado: el Museo Grecorromano, una vieja costumbre heredada de su antigua profesión. Cassiopeia rara vez hacía nada de forma impulsiva, de modo que no era mala idea adelantarse un tanto a los acontecimientos.

Encontró el inmueble, que daba al canal de Frederiksholms, y reparó en que en el oscuro edificio había una puerta entreabierta, una puerta que por regla general debería estar cerrada y con la alarma activada. Aparcó la bicicleta. Lo menos que podía hacer era cerrar la puerta y llamar a la policía cuando llegara a casa.

Sin embargo, lo último que recordaba era haber agarrado el tirador.

Ahora se hallaba en el interior del museo.

Con la luz que se colaba por las ventanas con doble acristalamiento vio un espacio decorado con el típico estilo danés: una elegante mezcla de acero, madera, cristal y aluminio. Sentía la parte derecha de la cabeza a punto de estallar, y al palparla notó un bulto reciente.

Se sacudió la niebla que envolvía su cerebro y se puso en pie.

Había visitado el museo una vez y su colección de artefactos griegos y romanos no le había impresionado gran cosa. Sólo era una más de las cien o ciento y pico de colecciones privadas que había en Copenhague, de temática tan variada como la población de la ciudad.

Se apoyó en una vitrina de cristal para mantener el equilibrio y volvió a notar los dedos viscosos y malolientes, con el mismo olor repugnante.

Se percató de que tenía la camisa y los pantalones mojados, al igual que el cabello, el rostro y los brazos. Fuera lo que fuese lo que impregnaba el interior del museo también lo bañaba a él.

Fue dando tumbos hasta la entrada principal y probó a abrir la puerta: cerrada. Con un cerrojo de seguridad doble. Necesitaría una llave para abrirlo desde dentro.

Echó un vistazo al lugar: el techo debía de tener unos nueve metros de altura, y una escalera de madera y cromo llevaba a una segunda planta que se desvanecía en la negrura, el primer piso extendiéndose debajo de ella.

Encontró un interruptor: nada. Se acercó como pudo hasta un teléfono que vio en un mostrador: no daba tono.

Un ruido quebró el silencio: un clic y unos silbidos, como unos engranajes en funcionamiento. Provenía de la segunda planta.

Su adiestramiento como agente del Departamento de Justicia le advertía que no se moviera, pero también lo instaba a investigar.

De modo que subió la escalera sin hacer ruido.

El pasamanos cromado estaba húmedo, como también lo estaban cada uno de los peldaños de contrachapado. Quince escalones más arriba, otras vitrinas de cristal y cromo salpicaban el piso de madera. Relieves en mármol y bronces incompletos sobre pedestales acechaban como fantasmas. Un movimiento captó su atención a unos seis metros: un objeto que rodaba por el suelo, de unos sesenta centímetros de ancho y con los lados redondeados, de color claro, pegado al suelo como uno de esos cortacéspedes robotizados que había visto anunciar una vez. Cuando se topaba con un expositor o una estatua, el chisme se detenía, retrocedía y avanzaba en otra dirección. De la parte superior sobresalía una boquilla que, cada pocos segundos, lanzaba una rociada de aerosol.

Se acercó a él.

El movimiento se detuvo, como si el cachivache notara su presencia. La boquilla giró hacia él y una bruma le mojó los pantalones.

¿Qué era aquello?

El aparato pareció perder interés y se adentró en la oscuridad, arrojando más líquido oloroso en su avance. Malone se asomó a la barandilla y divisó otro artilugio aparcado junto a una vitrina en el piso de abajo.

Aquello le daba mala espina.

Tenía que marcharse. El hedor empezaba a revolverle el estómago.

Entonces, el aparato dejó de moverse y él percibió un sonido nuevo.

Hacía dos años, antes de que se divorciara, dejara de trabajar para el gobierno y se mudara de repente a Copenhague, cuando vivía en Atlanta, se había gastado unos cientos de dólares en una barbacoa de acero inoxidable. El utensilio tenía un botón rojo que, al pulsarlo, encendía una llama de gas. Recordaba el sonido que hacía el dispositivo de encendido cada vez que se apretaba el botón.

El mismo clic que estaba oyendo en ese mismo instante.

Saltaron chispas.

El suelo cobró vida, primero de un amarillo intenso, luego anaranjado oscuro, finalmente decidiéndose por un azul claro a medida que las llamas se extendían, devorando la madera. Al mismo tiempo, otras llamas treparon por las paredes. La temperatura subió de prisa, y él levantó un brazo para protegerse el rostro. El techo se unió a la conflagración y, en menos de quince segundos, la segunda planta ardía por completo.

Los aspersores de los detectores de humo se activaron.

Malone bajó parte de la escalera para esperar a que se apagara el fuego.

Pero entonces reparó en algo: el agua avivaba las llamas.

De pronto el cachivache que había desencadenado el desastre se desintegró en un silencioso abrir y cerrar de ojos, las llamas saliendo despedidas en todas las direcciones, como olas en busca de la orilla.

Una bola de fuego subió hasta el techo y pareció ser bien recibida por el agua. El vapor espesó el aire llenándolo no de humo, sino de una sustancia química que lo mareó.

Bajó los peldaños de dos en dos. Otro silbido recorrió la segunda planta, seguido de dos más. El cristal se hizo añicos, algo se estrelló.

Malone echó a correr hacia la parte delantera del edificio.

El otro artilugio, antes inactivo, revivió y comenzó a esquivar las vitrinas del primer piso, vomitando más aerosol al aire abrasador.

Tenía que salir de allí, pero la puerta principal se abría hacia adentro. Bastidor metálico, madera gruesa. No había forma de abrirla de una patada. Vio que el fuego devoraba la escalera, consumiendo cada peldaño, como si el demonio bajara a saludarlo. Hasta el mismísimo cromo era engullido.

Su respiración se volvió trabajosa debido a la bruma química y a un oxígeno que desaparecía rápidamente. Alguien llamaría a los bomberos, no cabía duda, pero a él no le serviría de mucho. Si una chispa tocaba sus empapadas ropas…

El fuego llegó al arranque de la escalera.

A tres metros de distancia de donde él se encontraba.