El helicóptero ni siquiera paró los motores. Se limitó a rozar con los patines el hielo de la pista de hockey, y en cuanto se abrió la portezuela, a Slater, Kozak y el sargento Groves prácticamente los expulsaron de la cabina, junto con sus mochilas y sus pertrechos. El GPR del profesor lo sacaron rodando del compartimento de carga, y al cabo de un instante las hélices, que no habían dejado de girar, volvieron a levantar el helicóptero en el cielo nocturno. Slater lo vio volver hacia la desolación de la isla de Saint Peter con una sensación de profundo pesar —nada en su vida le había salido nunca tan rematadamente mal—, mezclada con un indudable alivio.
Aquello ya no era problema suyo.
La sesión de informe sobre la operación a la que, según el programa, tenía que someterse a aquella mañana se había cancelado debido al incendio, y el coronel Waggoner sólo le había hecho una pregunta.
—¿El fuego fue intencionado, o fortuito, doctor Slater?
—Fortuito —contestó Frank.
¿De qué servía negarlo?
El coronel, que estaba ocupadísimo ya, le dijo que se quedara sus anotaciones y documentos, y que presentara un informe completo desde Port Orlov…
—… o desde cualquier otro sitio adonde vaya. Personalmente, no quiero volver a ponerle los ojos encima, y créame cuando le digo que en los despachos del AFIP en Washington son de la misma opinión.
En realidad, en eso estaba en lo cierto. Frank había hecho una última llamada a la doctora Levinson, quien escuchó con frialdad mientras él le ofrecía el relato, corregido y revisado, de lo que había sucedido en el lugar de la misión —suprimiendo cualquier mención de las joyas o, Dios nos libre, de su dueña—, y cuando se detuvo para respirar, Levinson le había comunicado que Rebekah Vane también había sucumbido a la gripe española mientras la atendían en el centro de contención de riesgos biológicos de Juneau.
—Creía que estaba estabilizada —masculló Slater.
—Yo también —respondió la doctora Levinson—. Los dos nos equivocamos.
Slater oyó la decepción, e incluso el rechazo que desprendía su voz.
—¿Ha habido algún otro quebrantamiento —preguntó, temiendo la respuesta— o más víctimas?
—Hasta ahora no. Creemos que llegamos a tiempo de establecer una zona de cuarentena satisfactoria. —Hubo un breve silencio en la línea—. Ni que decir tiene que su informe se clasificará como alto secreto. Usted y el resto de los miembros de su equipo se encuentran bajo riguroso embargo informativo.
—Comprendido.
—¿De veras, doctor Slater? Porque en esta misión no parece haberse comprendido nada más.
Frank encajó el golpe. Se lo merecía.
—Espero su informe dentro de una semana. Ah —añadió ella, en tono glacial, antes de colgar bruscamente—, y no espere referencias.
Si la situación no hubiera sido tan dolorosa, Slater tal vez se hubiera echado a reír. Dados los planes que tenía ahora, dudaba de que las necesitara.
—Entonces, ¿qué me dice? —le preguntó Groves—. ¿Dejamos las cosas en el centro cívico y vamos al pueblo a por manduca?
Slater hizo un gesto afirmativo y los tres, con aire cansado, salieron en tropel del hielo.
En el centro cívico encontraron a Geordie, que permanecía en el puesto él solo.
—Sí, ya me figuré que ese helicóptero a lo mejor los traía a ustedes de vuelta —dijo—. Pero si buscan a la alcaldesa, ya está en el festejo.
—¿Qué festejo? —preguntó Kozak.
Hasta Slater había olvidado que estaba programado para esta noche.
—La nueva inauguración del tótem —respondió Geordie, como si fuera una noticia de carácter mundial—. ¿Se acuerdan de lo torcido que estaba? Pues alguna gente del pueblo, y algunas tiendas, se han juntado para arreglarlo otra vez.
—Y entonces, ¿cómo es que no está usted allí? —preguntó Groves.
Geordie echó un vistazo al reloj de la pared.
—El Ayuntamiento permanece abierto oficialmente hasta las seis de la tarde. Todavía me queda casi media hora.
Los tres recién llegados compartieron una risa sofocada, y Frank dijo:
—Admiro su ética laboral pero, si todo el mundo está en la fiesta, ¿quién va a venir?
Durante un breve instante Geordie se lo pensó, y luego, al tiempo que cogía su chaquetón de una silla, contestó:
—Vamos, ¡esto no hay que perdérselo!
Por el camino pasaron por delante de The Arctic Circle Gun Shoppe; se detuvieron un momento a mirar el callejón, y Slater vio la antigua caravana de Harley Vane. Ni rastro de luz violeta brillaba a través de las persianas ya, y un cartel de SE ALQUILA colgaba con aire melancólico del picaporte de la puerta. Cuántos problemas habían aparecido en las redes de Harley Vane aquella noche, pensó, y cuántas vidas, incluida la del propio Harley, se habían perdido en consecuencia.
Front Street estaba iluminada de proa a popa, y el Yardarm estaba haciendo un negocio tremendo. Aunque el tótem estaba envuelto en una vela de lona antes de la inauguración, sí que parecía estar recto.
—Ojalá me hubieran dejado hacer un estudio del suelo primero —dijo Kozak entre dientes, mientras Groves se desviaba rumbo al concurrido bar—. Si no se hace bien, volverá a inclinarse.
Un camión de plataforma estaba aparcado entre el poste y los muelles del puerto, y por dos enormes altavoces colocados en la plataforma de carga sonaban a todo trapo los Black Eyed Peas. Alrededor de un centenar de personas pululaba por allí, frotándose las manos junto a llameantes bidones, soplándose cervezas en latas heladas o sidra en tazones humeantes, riendo y hablándose a gritos por encima de la música. Unos cuantos bailaban para no enfriarse.
Tras levantar la orejera de un lado del gorro de Geordie, Slater se inclinó hacia él y preguntó:
—¿Dónde está Nika?
Geordie dio media vuelta, señalando la caseta del capitán de puerto.
Frank la vio detrás de una de las ventanas iluminadas, con la cabeza agachada, leyendo algo. Se acercó a la caseta y se detuvo. Las paredes estaban cubiertas de cartas de navegación y folletos; del techo colgaban redes y cañas de pescar.
Nika, que tomaba notas en el margen de una arrugada hoja de papel, no lo vio ante la ventana. Por un momento Slater se limitó a saborear aquella oportunidad de observarla sin que ella lo supiera. La última vez que la había visto la sacaban en silla de ruedas hasta la ambulancia que la llevaría de vuelta a Port Orlov, y aunque ya no estaba tan desmejorada como entonces, seguía pareciendo más pálida que de costumbre. Tenía el negro cabello recogido en dos trenzas, y, acaso en honor a la ocasión, se las había entrelazado con cintas y adornado con cuentas de vivos colores. Tenía un aspecto, pensó, tan natural, y estaba tan naturalmente bella, como una de sus antepasadas.
Y entonces Nika alzó la mirada, como si notara que él estaba allí. Miró fijamente la oscuridad y levantó una mano, y Slater dio la vuelta hacia la puerta.
Para cuando la abrió, ella ya estaba entre sus brazos. Frank cerró la puerta con el pie, y se limitaron a quedarse allí, abrazados, sin decir nada. Y si Slater aún hubiera tenido dudas, si tuviera algún resto de reserva sobre la decisión que ya había tomado, aunque todavía no se la hubiera contado a Nika, se desvanecieron al calor de aquel abrazo.
Antes de que él pensara en las palabras apropiadas, Nika, con la cara aún apoyada en su pecho, dijo:
—Estaba trabajando en lo que voy a decir.
—¿Sobre el tótem?
—No puedo olvidarme de nombrar a ninguno de los donantes que han ayudado a recaudar el dinero o a hacer el trabajo.
Era como si tuvieran el corazón tan lleno de cosas más importantes que sólo pudieran abordar un asunto más inmediato y trivial.
—Estoy seguro de que lo harás bien —respondió Frank.
—Hablar en público no es mi ocupación preferida.
—Tendrás un exitazo.
La abrazó más fuerte para darle ánimos, y luego se separaron lo suficiente como para que Slater clavara la mirada en los oscuros estanques de sus ojos. Era una imagen de la que sabía que no se cansaría nunca.
—He estado pensando —dijo, con voz entrecortada.
Y ya se arrepentía de no haber encontrado mejor comienzo.
—¿En qué?
—En lo que voy a hacer ahora que ya no trabajo para el AFIP. Pensaba que…
De pronto sonó un porrazo en la puerta y una bola de nieve golpeó la ventana mientras una pandilla de adolescentes, que hacían el tonto fuera, voceaba:
—¡Búsquese una habitación, alcaldesa!
Y:
—Pero ¿cuándo vamos a ver el tótem?
Riendo azorada, Nika se apartó. Tras echar un vistazo al reloj, les contestó gritando:
—Todavía no es la hora. Oficialmente se ha fijado a las seis de la tarde.
—¡Pues a mí me ha parecido que era una hora estupenda! —berreó uno de ellos frente a la ventana.
Los otros soltaron una risotada mientras se dispersaban en la noche.
Slater intentó reagrupar sus fuerzas, pero Nika había vuelto a la mesa donde había dejado el discurso y estaba echándole un último vistazo. Tras añadir un último apunte —el almacén de madera y aserradero de Growdon—, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del abrigo.
—Huy, casi se me olvidaba que traía esto —dijo, sacando una bolsa acolchada de plástico opaco con una etiqueta que decía Centro Regional de Salud de Nome—. El celador me lo dio al salir.
Slater cogió la bolsa y le abrió la cremallera.
—La encontré en el puente y me la devolvieron junto con mis demás efectos personales.
Slater apenas daba crédito a lo que estaba viendo. Una cruz ortodoxa rusa, hecha de plata e incrustada de esmeraldas.
—Debía de ser de Charlie, o a lo mejor pertenecía a su esposa.
Pero Slater sabía la verdad.
—Aunque ahora Charlie ha muerto —añadió Nika—. Y Harley también.
Frank sabía que estaba anunciado un funeral por los chicos de Vane para el domingo siguiente, pero se preguntó cuántas personas acudirían.
—Creo que deberíamos dársela a su mujer —sugirió Nika.
—Rebekah no ha sobrevivido tampoco —contestó Slater—. Murió de la gripe en el centro de tratamiento de Juneau.
Nika no lo sabía, y la noticia la dejó aturdida por un instante.
—¿Qué va a ser de Bathsheba?
—Lo último que he oído es que va a volver a su antiguo culto de Nueva Inglaterra. Por lo visto allí todavía se aprecia mucho a la oveja perdida.
Nika asintió con expresión de alivio. Luego, mientras observaba atentamente la cruz de nuevo, dijo:
—Y entonces, ¿qué hacemos con esto? Parece valiosísima.
Slater pensó que era una tremenda infracción de los protocolos médicos el que hubieran devuelto la cruz —en circunstancias normales la habría armado por ello—, aunque en este caso particular era un don del cielo. El peor error que podría cometer sería dar a conocer su existencia, o entregársela a cualquier otra persona, nunca más. Al volverla vio que había una inscripción al dorso, en ruso, por supuesto, y mientras se preguntaba qué pondría, se metió la cruz en el bolsillo de la parka y dijo:
—Ya me encargo yo.
—Venga, alcaldesa… ¡que nos pelamos de frío aquí fuera! —gritó uno de los adolescentes desde el embarcadero.
Nika dijo:
—A lo mejor deberíamos quitarnos esto de encima.
Slater abrió la puerta y fueron hacia el jaleo que había montado alrededor del tótem, aún tapado y dentro de su destrozada vela.
Tras llamar a un par de festejadores, Nika les pidió que les dieran la vuelta a sus camiones y coches y enfocaran con los faros el poste. Después se subió a la plataforma del camión, desconectó los altavoces de los largos cables eléctricos que colgaban y en lugar de eso enchufó un micrófono. La música se cortó bruscamente, y la multitud se quedó callada mientras los vehículos dirigían las luces hacia el poste. Sólo se oía el crepitar del fuego en los bidones y el susurro del viento, el incesante viento, soplando desde el mar. La noche estaba despejada.
De pie en la plataforma, micrófono en mano, Nika les dio la bienvenida a todos, primero en inglés y luego en la lengua nativa de los inuit. Se vio mucho cabeceo satisfecho en el público, en particular entre los de más edad, al oír que se hablaba su casi olvidado idioma. A Slater no le costó entender cómo esta joven llena de vitalidad también se había convertido en la anciana de la tribu.
—Antes de referirme al motivo por el que todos estamos aquí esta noche, quiero aprovechar esta oportunidad para responder unas cuantas preguntas importantes que han estado llegando al centro cívico todo el día —dijo.
—Sí, ¿qué se quemó anoche? —gritó un chaval vestido con una parka de plumón—. He oído que fue Saint Peter. Todavía huelo el humo.
—Sí, hubo un incendio en la vieja colonia, aunque se me ha comunicado —respondió Nika, y señaló con un movimiento de cabeza a Slater, que se encontraba cerca del camión— que se ha sofocado por completo y que la Guardia Costera vigilará la isla a partir de ahora.
—Pero ésa sigue siendo nuestra tierra —intervino un inuit mayor en tono de queja—. Es nuestra, por tratado.
—Que se la queden —le contestó otro—. Ese condenado lugar lleva maldito cien años.
Nika alzó una mano y dijo:
—Sigue siendo nuestra. Pero, de momento, el acceso está prohibido.
Slater sabía que la isla seguiría así, convertida en un lugar de acceso absolutamente prohibido, para siempre.
—¿Y qué ha pasado con esa cuarentena? —preguntó un tipo blanco que llevaba un gorro de los Green Bay Packers—. Eso son chorradas, que el Gobierno me diga adónde puedo y adónde no puedo ir. No pude llegar a mi choza de pescar en el hielo.
Hubo muchos murmullos y cabezas que asentían, y Slater oyó que dos o tres personas decían algo sobre conjuras.
—Eso fue una medida de emergencia —respondió Nika, y a continuación habló despacio, siguiendo el guion que ella y Slater habían ensayado en Nome—. Ahora ya puedo deciros que existió la remota posibilidad de que una enfermedad contagiosa llegara a Port Orlov, y, por si acaso, tuvimos que acordonar la zona más próxima. Sin embargo ya no hay ningún peligro. Ninguno en absoluto.
—¿Y qué les ha pasado de verdad a los Vane? —preguntó el seguidor de los Packers—. Charlie Vane aún me debe cien pavos por una quitanieves.
—Como dije en el boletín informativo de la comunidad —explicó Nika con paciencia—, Charlie y Harley Vane murieron en un accidente de coche en el puente del río Heron. Pensamos celebrar una misa de difuntos el domingo que viene.
—Eso no me devolverá mis cien pavos.
Nika, prudentemente, dejó pasar el comentario, y justo cuando Slater creía que todo aquel acontecimiento iba a convertirse en una gresca, ella le pidió a todo el mundo que se agrupara alrededor del pie del tótem para la inauguración.
—Llevamos demasiado tiempo —dijo— viviendo todos con una vergüenza en el centro de nuestro pueblo. Y como vuestra alcaldesa, asumo mucha de la culpa. Este tótem lo construyeron algunos de nuestros antepasados nativos americanos hace doscientos años y lo legaron a sus descendientes. Es más que un simple recuerdo majestuoso. Representa al pueblo inuit: su historia, sus leyendas y sus espíritus. Pretendía recordarnos nuestro patrimonio y, al mismo tiempo, velar por nosotros en nuestros días.
Dejó que sus palabras calaran en el público antes de proseguir.
—Pero nosotros no hemos velado por él. Hemos permitido que la pintura se destiña. Hemos dejado que la madera se agriete. Hemos dejado que estuviera a punto de caerse.
Los inuit del público parecían estar muy incómodos ante este recordatorio de su negligencia, e incluso los que no eran nativos parecían levemente avergonzados también.
—Es el símbolo de Alaska, y como tal debería tener siempre la cabeza bien alta. Igual que hacen todos los ciudadanos de Alaska, sea cual sea su origen y procedan de donde procedan.
Esta opinión tenía la certeza de recibir una aprobación general, y así fue.
—Y por eso nos reunimos esta noche, todo el pueblo de Port Orlov, para enderezar las cosas… en todos los sentidos.
Consultando el papel que tenía en la mano, Nika leyó la lista de donantes, vecinos y empresas que habían ayudado con dinero, tiempo y esfuerzo a arreglar el tótem. La ferretería había aportado la pintura y el cemento, el almacén de Growdon había trabajado para restaurar la madera y un contratista local había supervisado la construcción de la nueva base. Muchos más habían contribuido con cinco o diez dólares para los gastos. Y el Yardarm proporcionaba bebidas gratis para la fiesta.
—Pero sólo una cerveza por cliente —advirtió Nika, sonriendo.
Sonaron unos cuantos aplausos al terminar con la lista, y cuando Nika le hizo una señal con la cabeza a su sobrino Geordie, éste dio un paso adelante y cogió la cuerda que sujetaba la funda para que no se moviera.
—Y de este modo, sin más y antes de que todos nos muramos de frío, vamos a echar un vistazo a lo que podemos hacer cuando vamos todos a una. Geordie, que comience la fiesta.
Geordie dio un fuerte tirón de la cuerda, pero, para decepción de todos, parecía haber un problema. Tras cambiar de posición y enrollarse la cuerda a la muñeca volvió a tirar, y esta vez la vieja vela se desplegó perfectamente desde lo alto del poste, con un susurro, hasta caer en torno a la base. Las caras recién pintadas de las nutrias y los osos, los zorros y los lobos, relucían a la luz de los arcos voltaicos; ahora sus dientes eran blancos y brillantes, su pelaje, de un cálido marrón o un negro profundo, sus ojos, de un intenso azul metálico.
Al principio se produjo un admirado silencio en la multitud, y luego el seguidor de los Packers lanzó el gorro al aire y gritó el lema del estado de Alaska.
—¡Rumbo al norte hacia el futuro!
Todos rieron y comenzaron a aplaudir, e incluso Slater se sintió partícipe del júbilo general.
Kozak se le acercó furtivamente, con su cerveza gratis en la mano, y dijo:
—De todas formas haré un estudio del suelo antes de irme. Gratis.
Frank se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
—Pero está muy hermoso ahora —reconoció el profesor.
El sargento Groves, que se encontraba a unos cuantos metros, hizo un gesto de aprobación con ambas manos.
Nika puso el micrófono en su sitio, se agachó detrás de los altavoces y conectó el reproductor de cedés.
Pero ya no puso a los Black Eyed Peas.
Ahora era una canción inuit, un rítmico canto, acompañado por un bajo y constante redoble. Un respetuoso silencio llenó la plaza del pueblo, y algunos de los inuit de más edad, instintivamente, bajaron la cabeza. Con los ojos cerrados y los brazos en jarras, empezaron a mecerse suavemente y a pisar fuerte con las botas en la nieve. La zona que rodeaba la base del tótem se despejó, mientras los ancianos, y unos cuantos nativos americanos más jóvenes también, comenzaban a bailar en un lento círculo alrededor de él. Las ancianas se movían como halcones que planearan en el viento, con los brazos extendidos, mientras que los hombres se movían pesadamente como los osos sobre el hielo. Todos los demás se apartaron y vieron revelarse este antiquísimo ritual a la sombra del poste, sintiendo la energía, la majestad y la tácita tristeza del baile. Era un vestigio casi olvidado de un mundo desaparecido hacía mucho, un mundo que había empezado a desvanecerse el mismo día en que los primeros exploradores rusos llegaron a estas aguas en el siglo XVIII.
Nika, asimismo, estaba ensimismada en la música y el baile, de pie entre los altavoces, balanceando levemente los hombros y con los ojos cerrados en una comunión mística. Era esta inefable conexión lo que la había traído de vuelta a Port Orlov, y era esta misma conexión lo que haría imposible que se marchara. Había vuelto para rescatar a su gente, para salvar de la extinción la cultura inuit, y Frank, al mirarla ahora, supo que jamás renunciaría a eso… ni siquiera por él.
Igual que supo que él cometería un error si se lo pedía siquiera.
Una crepitante ráfaga de parásitos interrumpió el hechizo de la música, y las luces de los escaparates de repente se atenuaron y enseguida se desvanecieron por completo. Los altavoces de la plataforma chisporrotearon y silbaron, y las farolas de Front Street fueron apagándose una por una.
Slater se imaginó lo que sucedía.
Los bailarines, como todos los demás, se detuvieron y alzaron la vista ante el augurio que se desplegaba en el cielo. Los ancianos de la tribu tarareaban y cantaban sin moverse con los rostros vueltos hacia arriba, húmedos de lágrimas.
Una gigantesca cinta de luz verde, fluida y brillante como el satén, se desenrollaba lentamente… y luego se ondulaba más ancha, como un telón que se descorriera de lado a lado de un oscuro escenario. Sólo era la segunda vez que Slater veía la aurora boreal, pero no podía haber pensado en un momento más maravilloso.
Nika, con expresión encantada, bajó de un salto de la plataforma del camión y le cogió la mano.
—No me digas que has preparado esto —dijo Frank.
Ella se echó a reír.
—Ojalá pudiera apuntarme el mérito —contestó—, pero sólo soy la alcaldesa, no Dios.
Casi nadie se movió de donde estaba, aunque algunos se alejaron hacia la costa para ver las luces sobre el agua.
Nika, como un crío en un parque de atracciones, tiró de Frank hacia la caseta del capitán de puerto y luego siguió hasta el embarcadero. Justo en el extremo se quedaron solos con el cielo reluciente sobre sus cabezas. Slater la rodeó con sus brazos, y ella se reclinó en su pecho. Juntos, alzaron la mirada hacia el espectáculo que se desarrollaba en la noche; al verde ahora se le unía una vacilante llama color naranja que subía en espiral como una escalera a los cielos. Hasta el aire parecía crepitar con la energía eléctrica.
—Los espíritus suben —dijo Nika, con sus oscuros ojos chispeando al resplandor anaranjado.
Al otro lado de las negras aguas, Slater habría jurado que oía los lobos de la isla de Saint Peter aullando al cielo.
—Vuelven a su hogar.
Y Frank lo creyó. Las luces parecían una escalera celeste, e imaginó que la anciana, Anastasia, gran duquesa de todas las Rusias, ascendía los peldaños por fin.
Imaginaba otras cosas también. Se veía a sí mismo quedándose en este lugar, con Nika siempre a su lado, y organizando el dispensario médico que el pueblo tanto necesitaba. Durante demasiado tiempo había tratado de salvar al mundo. Ahora se centraría en salvar sólo esta minúscula parte de él, tan pasada por alto.
Cuando las luces se apagaron, como si alguien soplara una vela, y Nika volvió la cabeza en la oscuridad, Frank se inclinó y la besó. Todas las palabras que había pensado decir se evaporaron, todas sus preguntas obtuvieron respuesta. No hizo falta hablar siquiera.
Y en ese instante se dio cuenta de que incluso los lobos se habían callado. Aparte del chillido de un halcón que planeaba en lo alto, aunque imposible de distinguir en el cielo nocturno, no se oía más que el vacío e incesante rugido del viento.
Aún cogida de su mano, Nika empezó a retroceder por el embarcadero, pero al cabo de unos segundos Slater se detuvo y dijo:
—Es que tengo que hacer una cosa.
Nika, pese a sentir curiosidad, se quedó donde estaba mientras él metía la mano en el bolsillo para coger la cruz de esmeraldas y volvía sobre sus pasos.
El halcón, sin dejar de chillar, se lanzó en picado más allá del muelle, con una presa que se retorcía en sus garras.
Nika vio que Frank levantaba el brazo y oyó un chapoteo lejano, y cuando regresó junto a ella, no le preguntó qué había hecho. No tuvo que hacerlo.
Las luces del pueblo se encendieron de nuevo, y, cogidos del brazo, Nika y Frank volvieron paseando… mientras el halcón se posaba en su percha sobre el Yardarm. Allí se puso a devorar su comida ganada con mucho esfuerzo: un diminuto ratón blanco que tenía una mancha naranja en el lomo y en la cola.