Slater sacó la cabeza de la tienda y supo que, sencillamente, no había modo de atravesar el recinto hasta la iglesia sin ser visto. Estaba claro que el coronel era partidario de muchísima luz, y todo el rato.
Después de ponerse a la espalda la mochila de campaña —algo que había aprendido era a llevar siempre encima el material básico, desde botiquín de urgencia a jeringuillas—, miró el reloj. Estaban a punto de dar las doce, y tras esperar a que un solitario guardia cruzara dando fuertes pisotones la colonia y se alejara hacia la entrada principal, salió despacio, y luego fue con paso enérgico entre las tiendas y vivaques y rodeó el viejo pozo. Hacía una noche despejada, aunque de un frío glacial —¿cuándo no?—, que empeoraba más un cortante viento. Incluso bajo toda su ropa térmica, tuvo que contener un escalofrío.
Evitó la iglesia describiendo una amplia curva y manteniéndose a cubierto todo lo posible, antes de volver sobre sus pasos hacia la pared norte. No había más rastro de la ronda nocturna.
Y tampoco había ni rastro del sargento Groves ni de Kozak… hasta que oyó un bajo silbido y al volverse los vio a los dos acurrucados en la brecha de la empalizada. El profesor llevaba una pala y Groves había rescatado un pico. Tras hacerles señas para que se acercaran, Slater cogió al profesor por el hombro y dijo:
—Bueno, ¿dónde está ese hueco?
Kozak, moviéndose más rápido de lo que solía moverse un hombre de su tamaño, fue corriendo a un lugar situado a unos metros de distancia, se arrodilló, escudriñó la base de la iglesia, tocó con sus manazas el suelo cubierto de nieve y susurró:
—Aquí debajo… Debería estar justo aquí debajo.
—¿Debería estar o está? —preguntó Slater.
—¡Está! ¡Está!
Groves no necesitó más orden que aquello. Los hizo a un lado de un empujón y blandió el pico. Por suerte, el viento racheado amortiguaba el sordo estrépito del metal contra el duro suelo. Tras varios golpes se detuvo un momento para dejar que Kozak apartara a paletadas la tierra suelta y la nieve.
—¡Sí, sí, está aquí! —exclamó el profesor—. ¡Unos cuantos golpes más!
Groves manejó el pico mientras que Slater, agachado, montaba guardia. Cuando acabó, Kozak se apresuró a apartar los cascotes —astillas de maderos y serrín se mezclaban con la nieve y el hielo— y paseó el haz de luz de la linterna de acá para allá.
—¡Frank! —lo llamó—. ¡Venga!
Slater metió la mano en su mochila de campaña y sacó la funda que contenía un cuchillo quirúrgico de veinticinco centímetros; no había tenido que utilizarlo mucho, pero en una o dos ocasiones había habido que realizar amputaciones de urgencia. Si su ancha hoja cortaba el hueso, supuso que funcionaría perfectamente con la madera.
—¡Mire! —exclamó Kozak.
Al asomarse al agujero, Slater vio que el GPR estaba en lo cierto. Un auténtico túnel se había abierto con dinamita a través de la tierra y ahora estaba allí como el cauce descubierto de un arroyo. La iglesia se ladeaba precariamente encima. De todas formas, si el edificio se las había arreglado para aguantar en pie un siglo, ¿qué posibilidades había de que eligiera esta noche para desplomarse?
Con la funda del cuchillo entre los dientes, Slater se metió en el agujero, linterna en mano. El paso era más ancho de lo que esperaba —buena noticia para Kozak, que iba a tener que ir tras él—, pero el suelo de la iglesia le rozaba la cabeza todo el camino. El terreno era duro como la roca, y las costillas le dolían una barbaridad cada vez que tenía que arrastrarse un metro hacia delante. El aire, el poco que había, olía como si estuviera en el sótano más hondo y más húmedo, y después de recorrer cuatro o cinco metros, la inclinación de la iglesia hizo imposible seguir avanzando. Tras retorcerse hasta ponerse boca arriba y enfocar con la linterna las tablas del suelo que estaban sobre su cabeza, Slater encontró un hueco entre dos tablas. Entonces desenvainó el cuchillo y encajó la hoja en él. Mientras lo movía de acá para allá, le caían virutas en la cara, y tenía que apartárselas a soplidos. Al final se abrió un agujero; un agujero lo bastante grande como para que metiera los dedos. Tiró hacia abajo, y después de varios intentos, la madera se resquebrajó. Aquello le recordó cómo se había astillado la tapa del ataúd en el cementerio. Volvió a tirar, pero en aquella postura era difícil hacer palanca de verdad. Tras inspirar, y volviendo la cara de lado para protegerse los ojos, dejó la linterna y usó las dos manos para procurar soltar la tabla. Esta vez se desprendió, y dejó un espacio lo bastante grande como para que Frank asomara la cabeza por él como un periscopio.
Estaba en la nave, a unos cuantos metros del iconostasio.
Se agachó de nuevo, metió la mochila de campaña por el agujero y empezó a dar tajos a la tabla de al lado hasta que la aflojó lo suficiente para apartarla. Con bastante esfuerzo, se aupó hasta el interior de la iglesia, aunque a duras penas. Kozak necesitaría más sitio, de modo que, antes de hacerle señas para que lo siguiera, se puso a dar cortes a un tercer tablón hasta que el agujero fue tan grande como una tapa de alcantarilla. Luego se echó hacia atrás e inspiró hondo, frotándose el tórax.
Desde abajo le llegó la voz de Kozak resonando por el túnel.
—¿Está despejado? ¿Está usted dentro?
Slater se inclinó hacia el agujero y silbó a través del serrín que tenía en los labios. Entonces oyó unos apagados resuellos al tiempo que Kozak, corpulento pero fuerte, avanzaba con mucho trabajo por la tierra helada. Slater se figuró que así debía de sonar un oso cuando preparaba su madriguera para la hibernación invernal. Al ver brillar la luz de la linterna, Slater metió la cabeza por el agujero y vio las gafas de Kozak centellear en la oscuridad. Bajó la mano y el profesor la agarró con su guante de cuero. Frank tiró, y las costillas le dieron un latigazo, y finalmente Kozak salió del túnel, arañado, farfullando y cubierto de barro, hielo y trozos de madera.
—La próxima vez —dijo—, un agujero mayor, por favor.
Slater sonrió.
Con las piernas aún colgando bajo tierra, Kozak contempló la iglesia, iluminada tan sólo por el tenue resplandor de las linternas y la luna que se colaba por las grietas de las vigas del techo y los agujeros de la cúpula; parecía un chaval en un parque de atracciones.
—¡Es toda nuestra! —exclamó en voz baja.
—No durante mucho tiempo —respondió Slater—. Vamos a buscar esa sacristía.
Kozak se puso de pie y atravesó pesadamente el inclinado suelo hacia el revuelto montón de bártulos que ocultaba la mampara del iconostasio.
—Mire usted ese extremo y yo miraré éste —dijo, al tiempo que se acercaba a la pila de muebles rotos y retorcidos morillos.
—Y, exactamente, ¿qué estoy buscando?
—Se encuentra usted en el extremo sur, de modo que está buscando la entrada… Una puerta con una imagen de san Miguel, el defensor de la fe.
—¿Cómo sabré que es él?
—Probablemente lleve una espada. Yo buscaré la puerta de salida, donde debería verse al arcángel Gabriel, el mensajero de Dios.
—¿Cuál necesitamos?
—La que dé la casualidad de que esté abierta.
Slater arrimó la cara a la mampara, tratando de mirar a través de los desechos. Su linterna localizó motas de pintura —roja, dorada y azul— sobre viejos tablones encalados. Aquí y allá, vio incluso contornos de ángeles y santos y, en un determinado lugar, lo que parecía haber sido una representación del Arca de Noé.
—En las grandes catedrales —dijo Kozak mientras examinaba su parte— estas mamparas se decoraban con muchos adornos y llegaban hasta el techo.
Ésta casi era así de alta, y en su día Slater se figuró que, asimismo, habría sido hermosa a su propia y sencilla manera.
—¡He encontrado a Gabriel! —exclamó Kozak exultante—, y está tocando la trompeta.
—¿Para darnos la bienvenida al otro lado?
—No, la puerta está clavada y asegurada con tablas. Muy poco común. —Kozak fue hacia el extremo de Slater—. A lo mejor tenemos más suerte con san Miguel.
Tras apartar de un tirón las rotas mesas de refectorio y los resquebrajados barriles, registraron la pared con las linternas hasta que Slater distinguió apenas el marco de una puerta: estrecha y arqueada en la parte superior, con un resto de contorno de un santo de cabellos dorados que blandía una espada plateada. En esta puerta había una oxidada cadena, que colgaba suelta, y no había ninguna tabla que la asegurara.
No hizo falta decir nada. Cada uno de ellos cogió un extremo de un banco puesto en pie y lo apartaron poco a poco del iconostasio. A continuación Slater quitó de en medio más desechos, como si eliminara una planta rodadora de una cerca, hasta que llegó a la puerta. Si alguna vez había habido un picaporte, hacía mucho que se había caído y probablemente estuviera rodando por la oscuridad bajo sus pies.
—Permítame —dijo Kozak; le dio con el codo para pasar por delante y pegó el hombro a la madera—. Si hay una maldición, debe caerme a mí.
Apretó el fornido hombro contra la puerta y Slater oyó crujir los vetustos goznes, que se mantuvieron firmes.
—Los rusos trabajan bien —murmuró Kozak.
Bajó la cabeza y empujó más fuerte. Al cabo de unos segundos se produjo un crujido seco, cuando primero una bisagra y luego la otra se rompieron. La puerta, con la parte de abajo rozando el suelo, se entreabrió.
Kozak se hizo a un lado, y con un amplio movimiento del brazo le indicó a Slater que entrara primero.
—Me da igual lo que digan en Washington —dijo—. Sigue siendo usted el jefe de esta misión.
Slater agradeció el voto de confianza y se metió poco a poco por el espacio abierto; al pasar dio un empujón para abrir la puerta más. Las telarañas se le pegaban a la cabeza, y el aire dentro era tan frío, quieto y agobiante como el de una cámara frigorífica de carne. Tuvo la incómoda sensación de estar invadiendo algo sagrado e intacto desde hacía mucho tiempo. Paseó la luz de la linterna por la habitación, pero la intensa oscuridad parecía tragarse los rayos. Aquí no había agujeros en el tejado ni grietas en las maderas de la pared que dejaran entrar la luna, e incluso el suelo, cuando dirigió la linterna hacia abajo, emitía el tenue destello del alquitrán. Esta sacristía se había sellado como una tumba.
—Daría muchas cosas por una lámpara ahora mismo —dijo Kozak.
Y Slater también. La linterna sólo le permitía vislumbrar lo que había a su alrededor: un altar de madera, cubierto con un paño rojo y otro blanco. Unos cuantos recipientes litúrgicos, cálices, cuencos y bandejas. Todo con una espesa capa de polvo.
Pero también un candelabro… aún con los cabos de las velas.
—¿Lleva cerillas? —preguntó Slater.
Y Kozak, dándose unas palmaditas en el bolsillo de la pipa, contestó:
—Siempre.
Slater dejó la linterna al tiempo que apuntaba al candelabro, y el profesor rascó una cerilla tras otra tratando de encontrar y encender las mechas. Al final, de seis o siete velas encendió cuatro, y una vacilante, aunque más difusa, luz penetró en la habitación.
Lo primero en que Frank se fijó fue en una puerta, de menos de metro y medio de alto, a ras de los troncos de la pared y bien cerrada con una tranca. Mientras se lo señalaba a Kozak, en broma dijo:
—Ojalá lo hubiéramos sabido antes.
—Hmmm —repuso Kozak, pasándose los dedos por la barba—. Una puerta del obispo. Una cosa así se encuentra en las grandes iglesias de lugares como Moscú; lugares donde un obispo en realidad sí podría hacer una aparición extraordinaria. Pero nunca habría esperado encontrar una aquí. —Sacudió la tranca en sus ranuras y vio que se movía sin dificultad—. No esperarían que un obispo fuera a venir a esta iglesia.
—¿Y una gran duquesa?
Slater empezaba a creer lo que Kozak había traducido del libro mayor del sacristán.
Pero Kozak meneó la cabeza.
—No creo que ella supiese siquiera que terminaría sus días aquí.
—Entonces, ¿para quién se construyó?
—Si tuviera que hacer una conjetura —respondió el profesor—, yo diría que era para su protector y director espiritual. El hombre al que estos colonos vinieron aquí a venerar. Rasputin.
Slater volvió a echar un vistazo a la puerta toscamente labrada, encajada tan hábilmente en la pared que apenas se notaba salvo por la tranca.
Apoyado en la pared de enfrente había un armario con espejo, abierto; dos sotanas colgaban en las perchas. Con gesto reverente, Kozak acarició la manga de la sotana blanca y dijo:
—Ésta se usaba sólo para Pascha. La Pascua.
La otra era negra, con un forro color escarlata, y cuando la apartó a un lado, el profesor metió la mano en la parte posterior del armario, tocó el borde de una palangana —sin duda el sagrario utilizado para lavar los lienzos sagrados después de un oficio religioso— y empezó a sacarla. Entonces se oyó un sonido de guijarros que iban de acá para allá dentro de ella.
—Frank. —La voz de Kozak estaba llena de asombro—. Frank.
Iba hacia el altar, sosteniendo la palangana delante con tanto cuidado como si fuera la mismísima hostia. Cuando la soltó, Slater apuntó hacia ella con su haz de luz y creyó estar mirando un caleidoscopio.
La palangana era de porcelana blanca, con un filo dorado, pero dentro, como si fueran un montón de canicas, había un deslumbrante montículo de piedras preciosas: resplandecientes diamantes blancos, encendidos rubíes, zafiros tan azules como las grietas de un glaciar, esmeraldas verdes como los ojos de un gato. También había anillos de oro y plata, y pulseras, y broches de marfil y ónice, y collares de perlas, enrollados y enmarañados, que se habían vuelto de un amarillo pálido. Kozak metió las manos dentro, como si removiera una ensalada, y dejó que las joyas resbalaran hasta la palangana entre sus dedos. Al caer tintineaban y repiqueteaban, y el sonido resonaba por toda la sacristía.
—Lo que se dice un tesoro digno de un rey —comentó Slater.
—No —repuso Kozak—. Digno de un zar.
Aquello era más de lo que Frank se había imaginado nunca encontrar. Había estado de acuerdo con el plan del profesor más por curiosidad que por convicción —por no hablar del placer de desafiar las órdenes del coronel Waggoner—, y ahora habían tropezado con un legendario tesoro perdido desde hacía mucho tiempo. Habían encontrado lo que quedaba de las joyas de los Romanov.
Las velas se consumían goteando sobre el altar, y una de ellas lanzó una chispa que saltó, encendida, hacia el fondo de la habitación. Slater la siguió primero con los ojos y luego, cuando creyó distinguir una cosa en las sombras, con el haz de luz de la linterna.
Kozak seguía ensimismado en las joyas, pero Frank dio un paso o dos hacia la parte trasera del aposento.
Un sillón —no: más bien era un trono— se había colocado en el más oscuro escondrijo, sobre una especie de estrado. Tenía enormes patas en forma de garras que sobresalían por debajo de un largo dosel muy fino, como una gasa que colgaba del techo. Era tan grande que conformaba su propio y pequeño recinto. ¿Esto también se había pensado esperando la llegada de Rasputin?
Sólo cuando se acercó más, a Frank le pareció ver la puntera de una pequeña bota asomar bajo la tela. No era posible. Cogió el dosel y lo levantó unos centímetros…, lo suficiente para ver que la bota era gruesa y negra, atada con cordones y con un ancho tacón, como si la hubieran hecho para un pie deformado. Al levantar más la descolorida tela, vio el andrajoso dobladillo de una larga falda; de lana azul oscuro y de fabricación artesanal.
—Vassili —dijo—, venga aquí.
—¿No ve que estoy ocupado? —bromeó Kozak.
—Hablo en serio.
Kozak se acercó tranquilamente, ocultando temporalmente con su ancha espalda la luz de las velas, y al ver el sillón con dosel, dijo:
—Y esto se llama un trono de obispo. Debían de estar esperando a Rasputin, después de todo.
Slater dirigió la mirada hacia la bota y la falda, y el profesor al instante se quedó inmóvil.
—Dios mío —dijo en voz baja.
Slater tiró del dosel a un lado, suavemente, pero aun así éste empezó a hacerse jirones y a caerse de las alcayatas, levantando una nube de polvo que los hizo apartarse a los dos, tosiendo y cerrando los ojos. Cuando el polvo se hubo asentado y Slater se volvió de nuevo, lo que vio lo dejó anonadado. Lo primero en que pensó fue en las momias encontradas en las alturas de los Andes.
La anciana del sillón estaba sentada derecha como una reina, con los ojos cerrados y el largo pelo gris atado en una larga trenza que caía sobre una hombrera de la capa. Debajo llevaba puestas varias capas de ropa; Frank vio el cuello de una raída blusa, una chaqueta hecha de cuero e incluso la parte inferior de un corsé con exquisitos bordados.
Pero era su piel lo que resultaba más fascinante. Su rostro parecía una vieja manzana seca, surcada por un millar de arrugas, y sus manos, que descansaban en los apoyabrazos del sillón, se habían vuelto marrones con la edad; sus dedos parecían quebradizos como ramitas. Una mano tenía cogida la base de un anticuado farol de petróleo.
—¿Cree usted…? —preguntó Slater.
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Kozak ya contestaba:
—Sí. Hasta la bota lo confirma. El pie izquierdo de Anastasia era deforme.
Durante al menos un minuto ambos mantuvieron un respetuoso silencio, absortos en sus pensamientos. Slater ya estaba dándole vueltas a cómo informaría de estos descubrimientos al coronel, que le había prohibido tajantemente salir de las dependencias. Waggoner podría vociferar cuanto quisiera, pero cuando se viera ante la evidencia —una palangana llena de joyas y un cadáver congelado— no tendría más remedio que alertar a las autoridades superiores de la Guardia Costera, al AFIP y sabe Dios a cuántos organismos más.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el profesor por fin.
Slater volvió a conectar la función científica. Si no fuera por la pasmosa, incluso increíble, naturaleza de lo que acababan de hallar, se preguntó qué es lo que habría hecho normalmente. En circunstancias más lógicas, ¿cuál sería el siguiente paso?
Pruebas, y un acopio sistemático de ellas. En cualquier misión epidemiológica, el primer objetivo era recoger todos los datos y pruebas disponibles que hubiera en el emplazamiento, y eso es lo que tenía que hacer aquí y ahora… antes incluso de notificárselo al coronel. Cuando Waggoner estuviera al corriente de la situación, Slater no estaba nada seguro de que fuera a permitirle acceder más allí. Lo más probable es que lo pusieran bajo vigilancia y se lo llevaran de la isla todo lo rápido que el primer helicóptero pudiera… y esposado, si fuera por el coronel. No, reconoció Frank, ésta tal vez fuera su única oportunidad de llevar a cabo una tarea científica.
Se quitó el botiquín de campaña y lo abrió, al tiempo que planificaba la tarea que tenía por delante. A diferencia de todos los demás habitantes de la isla, estaba claro que Anastasia no había muerto de la gripe; estaba inmunizada, igual que él después de capear el temporal en el hospital de Nome. Aunque no se le olvidaba que era ella quien la había traído aquí, hacía casi un siglo. Por consiguiente, era de vital importancia que siguiera observando las necesarias y habituales precauciones; sobre todo con respecto al espectador Kozak.
Tras buscar una mascarilla de gasa, le dijo al profesor que se la pusiera y que permaneciera junto al altar.
—¿Por qué? —preguntó Kozak—. ¿Qué piensa usted hacer?
Al tiempo que se ponía otra mascarilla también, Slater respondió:
—Proporcionarles a sus amigos del Instituto Trofimuk unas pequeñas pruebas de ADN, si todo sale bien.
—Sí, gracias —dijo Kozak, ajustándose las bandas elásticas detrás de las orejas—. Me parece que preferirán tener eso antes que las joyas imperiales.
Slater quitó el farol del brazo del sillón y lo puso en el estrado junto a la bota. Era curioso, pero aquello estaba mojado, e incluso el bajo de la larga falda estaba húmedo; supuso que debía de haberle chorreado nieve derretida de su chaquetón.
Después miró el cadáver mientras decidía cuál era la mejor zona para extraer la muestra. El cabello proporcionaba ADN, sobre todo si se aseguraba de recoger el folículo también —el tallo sólo suministraba pruebas mitocondriales—, pero estaba muy degradado y quizá no valiera. La flaca muñeca, por otra parte, quedaba totalmente al descubierto, y si aspiraba un poco de petrificada piel y unos glóbulos sanguíneos de una vena, conseguiría la muestra más completa y más viable posible.
Frank puso la linterna sobre el otro brazo del sillón y le recordó a Kozak que se mantuviera a distancia.
—Pero procure subir el candelabro. Necesito toda la luz que pueda.
Kozak alzó las velas, y a su tembloroso resplandor Slater localizó la vena —una línea azul apenas perceptible bajo la manchada piel marrón— y sacó una jeringuilla vacía del botiquín. Para tener mejor ángulo, volvió un poco la mano del cadáver —se movió más fácilmente de lo que él esperaba—, echó hacia atrás el émbolo y pegó la punta a la piel.
Luego apretó el émbolo.
Y la mano se estremeció.
Slater retrocedió, dejando la jeringuilla clavada.
Hasta Kozak debía de haber visto lo que acababa de suceder.
—¡Madre de Dios! —exclamó en tono solemne.
Slater dio un paso atrás, primero estupefacto y luego horrorizado.
La mujer abrió los ojos —eran de un gris pálido— y lo miró como si aún estuviera dormida; dormida y poco dispuesta a despertar. Se removió en el sillón, como quien sueña y se limita a darse la vuelta en la cama, y, al hacerlo, su bota empujó el farol, que cayó por el borde del estrado y se hizo añicos. Riachuelos de queroseno salieron en todas direcciones, empapando el caído dosel.
—¡Madre de Dios! —volvió a decir Kozak.
El profesor retrocedió dando traspiés, con el candelabro temblando en la mano. Una vela encendida, que se soltó del soporte, cayó al suelo.
Se oyó un chisporroteo cuando la llama alcanzó el queroseno y corrió por el suelo de la sacristía.
Slater no daba crédito a sus ojos.
La propia anciana parecía perpleja, aunque extrañamente impertérrita. Tampoco se movió para evitar la llama que estalló.
—¡Tenemos que salir! —gritó Kozak.
Slater lo oyó trastear con la aldaba que atrancaba la puerta del obispo.
El fuego rozó el borde del dosel, y la reseca tela antigua prendió como una antorcha. Las llamas que avanzaban también se engancharon al bajo de los paños del altar y éstos, asimismo, se encendieron, tragándose el sagrario como un círculo de fuego sagrado. Los rubíes brillaban como brasas, los brillantes resplandecían, y la propia palangana se calcinó y se rajó, derramando las joyas por todo el altar.
—¡Vamos! —gritó Kozak.
Slater oyó la barra caer dando un golpe en el suelo. La brea estaba calentándose, fundiéndose.
Pero no podía dejar a la anciana, fuera quien fuese, morir aquí.
—¡Venga! —gritó el profesor, abriendo de par en par la puerta del obispo.
Una ráfaga de viento glacial entró bramando en la habitación, como si aguardara con impaciencia su oportunidad, y en un abrir y cerrar de ojos, toda la sacristía se volvió un remolino de fuego y ceniza, de humo y nieve. La anciana no se movió del estrado, y Slater habría jurado que incluso abría los brazos a la vorágine, como si se alegrara de ver a un amante perdido hacía mucho tiempo. Hasta creyó oírla gritar un nombre, «¡Sergei!», una y otra vez.
El queroseno que tenía a los pies hizo que guirnaldas de llamas se enredaran por el cuerpo de la anciana y subieran rápidamente. Mientras el pelo le estallaba en una crepitante corona de fuego, Slater sintió la pesada mano de Kozak en el cuello del chaquetón, que lo sacaba a rastras de la iglesia.
Fuera, Kozak lo hizo rodar por el suelo; Frank ni siquiera se había dado cuenta de que sus pantalones ardían sin llama y sus botas estaban pegajosas de brea caliente. Al instante apareció Groves y le tiró encima puñados de nieve, al tiempo que, a base de empujones y tirones, no dejaba de apartarlos a los dos del pavoroso incendio, cada vez mayor.
—¿Qué pasa? —gritó un guardia, corriendo hacia el ondeante humo.
Era Rudy, con un fusil que se apresuró a desviar al ver quiénes eran.
—¿Qué diablos hacen aquí?
Rudy se asomó a la sacristía, y Slater también, pero era como asomarse a la caldera de un alto horno. Las llamas, candentes ya, silbaban y chisporroteaban, y habían subido vertiginosamente hasta la bulbosa cúpula, cuyos agujeros y grietas la hacían brillar como la llama de vela que, en teoría, simbolizaba. La iglesia entera empezó a desplomarse sobre sí misma en medio de un atronador estrépito, mientras lanzaba chispas y serpentinas de fuego en la noche. Llevadas por el viento, caían en la tapa de madera del viejo pozo, en las vigas del tejado de las cabañas próximas, en la antigua casilla del herrero.
Guardacostas y hombres de los equipos de trabajo salían en tropel de las cabañas metálicas, poniéndose parkas, botas y guantes, gritando y corriendo en desbandada por el recinto de la colonia.
Primero empezó a arder una construcción y luego otra, hasta que fue como si la empalizada entera formara un círculo de llamas color naranja. Slater, Kozak y Groves bajaron con dificultad la cuesta hacia la entrada principal y chocaron con el coronel Waggoner, que estaba con el chaquetón abierto, las botas desabrochadas y el pelo revuelto. Les echó una mirada a los tres sólo un instante, aunque a Slater le bastó para saber que se había imaginado quién era el responsable. Los pantalones de Frank, chamuscados, negros, le ondeaban en torno a las piernas.
—¡Hemos conectado una manguera, coronel! —le dijo a voces un guardacostas.
Pero Waggoner miró el amenazador muro de llamas que los rodeaba y con un gesto de la mano le indicó que se dirigiera hacia la puerta.
—¡Vamos, fuera de aquí! ¡Fuera de aquí enseguida! —Subió dando traspiés la cuesta unos cuantos metros, pero el humo se hacía más denso por momentos—. ¡Abandonen la zona! —le gritó a todo el que aún lo oyera—. ¡Abandonen la colonia!
Con el sargento abriéndoles camino con dificultad, Slater y Kozak fueron con los demás, que iban a empujones hacia la entrada, y cuando se pusieron a salvo en los acantilados y, sin aliento, se dieron media vuelta a mirar, la colonia no era más que una inmensa hoguera, atizada por los traicioneros vientos que llegaban del mar de Bering, que llenaba el cielo con una nube de humo y cenizas. Slater sentía que la ceniza se le depositaba en la cabeza y los hombros.
Hacía mucho que la iglesia se había soltado de sus cimientos, y de ella no quedaba nada. En algún lugar bajo el enorme montón de escombros en llamas estaban las joyas Romanov… y su última dueña legítima, la gran duquesa Anastasia. Slater estaba ya seguro de ello, aunque nadie salvo el profesor Kozak lo sabría, o lo creería, jamás.
Y él tampoco se lo contaría nunca a nadie; ni siquiera a Nika. Era mejor que aquel lugar se considerara yermo y seco; era mejor que dejaran a la última de los Romanov descansar en paz, sin espíritus malignos y cazadores de tesoros como Harley y Charlie Vane. Ella llevaba muchísimo tiempo aguardándolo, y fuera cual fuese el hechizo que la había retenido aquí en esta isla solitaria, hasta rebasar con mucho la duración de una vida humana corriente, Slater confió en que también se hubiera acabado por fin.
Que llegaran las niveladoras y los organofosforados, el hormigón y el precinto impermeable, y que la colonia quedara enterrada para siempre. Que la tumba de Anastasia siguiera estando sin nombre, intacta, que siguiera siendo desconocida.
Aunque su muerte no quedó sin ser llorada. Desde toda la isla el viento llevaba el siniestro aullido de los lobos negros…, un lamento fúnebre que duró toda la noche.
El incendio ardió hasta la mañana siguiente, y sólo entonces, aunque aún estaba oscuro, el coronel organizó un grupo de exploración que volviera a penetrar en el humeante recinto para valorar la situación.
Cuando Slater se ofreció voluntario para dirigirlo, Waggoner le echó una mirada asesina y, escupiendo las palabras como si fueran balas, dijo:
—Nunca debí dejarlo a usted volver a la isla.
Y, por una vez, Slater pensó que tenía algo de razón.