CAPÍTULO 67

La colonia estaba tan iluminada que Anastasia apenas podía soportarlo. Incluso ahora, mucho después de anochecer, mucho después de que toda la actividad de la jornada hubiera cesado, aquellos intrusos dejaban sus luces encendidas: enormes lámparas deslumbrantes que brillaban más que un millar de arañas de cristal. ¿A qué le tenían miedo? ¿Qué esperaban ver? Sus verdes tiendas relucían desde dentro, sus motores zumbaban toda la noche y todo el día, y sus aeroplanos —máquinas de extrañas formas, con hélices que daban vueltas en lo alto como girándulas— iban y venían, derramando más máquinas, camiones y tractores, concebidos todos, al parecer, para causar estragos y destrozos.

El cementerio ya había desaparecido. Los postes, en los que tantos años atrás había grabado su petición de perdón, los habían derribado. De forma cruel habían arrasado las lápidas y habían pavimentado hasta las propias tumbas, aunque ella sabía, cuando cruzaba por la lisa y dura superficie, quiénes eran exactamente los que yacían bajo sus botas a cada paso que daba. Arkadi, el herrero, estaba enterrado aquí. Ilya, el leñador, estaba enterrado allá; su esposa descansaba junto a él. Cuando se acercaba a los acantilados, sabía que los restos del diácono Stefan habían estado debajo. Y justo más allá, en el punto más extremo, en su día había estado situada la tumba de Sergei.

Ahora aquel lugar no era sino una escarpada cicatriz en la tierra.

Se quedó allí, mirando el mar, como llevaba haciendo desde tiempo inmemorial, preguntándose si alguna vez acompañaría a las dormidas almas que antes había conocido. Había enterrado la cruz de esmeraldas con su único amor verdadero, pero el poder de aquella cruz sobre ella se había mantenido. Las cadenas que la ataban a la tierra aún la sujetaban fuerte, mucho más tiempo de lo que había durado ninguna vida mortal. Aunque Rasputin había vaticinado que esa maldición caería sobre su familia si eran responsables de su muerte, sólo ella había vivido para soportarla. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué no había previsto aquello el starets?

¿O lo había previsto? Eso era lo que Anastasia pensaba en sus momentos más sombríos.

Había barcos esta noche, meneándose arriba y abajo en el mar de Bering. Incluso ellos tenían las luces encendidas, y sus haces barrían a intervalos regulares los rocosos acantilados y la pedregosa costa. Aquel esporádico torrente de luz se tragaba el tenue resplandor de su farol. Al principio había creído que todas estas intromisiones en la isla tal vez significaran que terminaría su eterno purgatorio allí, pero ahora ya no tenía tantas esperanzas. No sabía qué podrían augurar estos acontecimientos, si es que auguraban algo. Acaso resultaran ser tan sólo una fase pasajera, una incursión aislada en su soledad, que volvería a terminar con su abandono. Para ella no supondría una sorpresa.

Sólo la muerte podría sorprenderla ya.

Mientras desandaba el camino hacia su refugio, oyó las suaves pisadas de los lobos, que eran sus únicos compañeros. A medida que los colonizadores habían muerto, los lobos habían proliferado; uno, al parecer, por cada difunto. Y a lo largo de tantos decenios no había podido evitar darse cuenta de que su número no aumentaba ni disminuía. No hablaban, pero en sus ojos veía una inteligencia preternatural, un anhelo de franquear la muda división entre humanos y animales. Sabía que a ellos también los tenían cautivos aquí, aislados como ella, atrapados en el mismo hechizo. Su lealtad al starets muerto era tan inquebrantable como sus instintos depredadores, y el poder del profeta, como el de Circe sobre sus cerdos, perduraba en el tiempo mucho después de que el hombre santo hubiera encontrado su acuosa muerte.

El jefe de la manada, con una blanca mancha en el hocico, trotaba delante, como para asegurarle paso franco. Era un trayecto que habían hecho miles de veces.

Incluso la iglesia, por lo general oscura, estaba bañada como todo lo demás en el resplandor de las lámparas de la colonia; su vetusta y ruinosa cúpula brillaba como un faro cuando se acercó. La gente del antiguo país a menudo bromeaba con que los remates de las iglesias ortodoxas rusas parecían cebollas, pero el padre Grigori le había explicado cuando era niña que aquello pretendía representar una cosa santa.

—La cúpula tiene una forma parecida a la llama de una vela —le contó, mientras señalaba la parte superior de la capilla imperial de Tsarskoe Selo—. Es para iluminar nuestro camino hasta el Cielo.

Ojalá lo creyera. Ojalá, pensó Anastasia, encontrara tal camino. Oh, qué rápido lo subiría, con el pie enfermo o sin él.

Pero como Dios no creía conveniente mostrarle el camino, y la condenación eterna aguardaba a quienes intentaban contrariar su voluntad por su propia mano, lo único que podía hacer era someterse y rogar por su liberación.

Por ahora se despidió de los lobos y pasó por la puerta secreta que conducía a su aposento privado. Tras echar bien el pestillo, acomodó sus doloridos huesos en este último y diminuto asilo. Dejó el farol junto a su mano, cerró los ojos y, a fuerza de voluntad, consiguió regresar a otras épocas y otros lugares. A veces era el retiro imperial de Crimea, a veces era el jardín del Palacio de Alejandro. Siempre era con su familia. Igual que un animal de los bosques hibernando durante el invierno, entraba en un estado de aparente muerte, un trance parecido al sueño del que esperaba no despertar nunca.

Y sin embargo, por mucho que luchara contra ello, siempre despertaba. La noche siguiente, o quizá la otra, siempre se sorprendía despierta otra vez, vagando por los acantilados, farol en mano y con el corazón ensombrecido por una pesadumbre amarga como la hiel.