CAPÍTULO 66

Sentado con Kozak y Groves en la tienda comedor aquella noche, Slater se sentía como un amotinado. Por todas partes, los guardacostas y los trabajadores que habían traído para encargarse de la limpieza de la colonia papeaban, intercambiaban chistes ruidosamente y contaban historias, al tiempo que amontonaban torres de platos y se relajaban después de otra dura jornada, mientras que Slater y su equipo se apiñaban en una mesa de aluminio del rincón, ocultos en parte por cajones apilados y hablando en voz baja de cosas que nadie creería nunca.

—Pero si yo pensaba que todas esas historias sobre Anastasia eran chorradas —dijo Groves, mientras rebañaba la salsa de carne Sloppy Joe con una corteza de pan—. Ella murió junto con todos los demás de su familia.

—No necesariamente —replicó Kozak—. Siempre hubo rumores de que una de las hermanas había sobrevivido.

—¿Cómo? —preguntó Groves—. O mucho me equivoco, o los ejecutaron disparando a corta distancia.

—Según algunos relatos, y éstos los proporcionaron los propios asesinos, las balas rebotaban en los cuerpos de las muchachas. Los asesinos se asustaron, creyendo que las jóvenes duquesas tal vez fueran divinas, después de todo. Sólo después, cuando desnudaron los cuerpos en las minas de carbón y les quitaron los corsés, encontraron las joyas en el forro.

—De modo que fue como si llevaran puesta una coraza —dijo Groves, en tono un poco menos escéptico ya.

—Sí. Y también hay una historia de un guardia compasivo que ayudó a llevar clandestinamente a Anastasia a un lugar seguro.

—En lo que acaba usted de contar hay muchos saltos especulativos —intervino Slater. A pesar de lo escrito en el diario del sacristán, él no admitía todo aquello tan fácilmente como Kozak. Quizá éste hubiera malinterpretado algo; quizá fuera un escrito falso… o los apuntes de una mujer que había enloquecido, y con razón—. En primer lugar, ¿no se han recuperado todos los cuerpos?

—No necesariamente —aseguró el profesor—. Sigue habiendo dudas. En aquel sótano mataron a tiros a once personas, pero únicamente los restos físicos de nueve, diez quizá, se han identificado con cierto grado de seguridad. Recuerden: los cuerpos los habían mutilado, desmembrado, quemado y empapado en ácido; también los habían trasladado de un sitio a otro para evitar que los descubrieran. Todo era un gran batiburrillo de huesos rotos y dientes podridos, desperdigados en varios lugares.

—Pero ¿y los análisis de ADN? —preguntó Slater.

—Para cuando se visitaron de nuevo los lugares donde estaban enterrados, en 2008, el deterioro había sido considerable. Asimismo, les ruego que recuerden que mataron a seis mujeres, y cuatro de ellas eran hermanas de edad parecida. Aunque se identificara un hueso como el de una joven, es difícil saber de quién era. ¿Era Anastasia, o sencillamente un trozo de María, Olga o Tatiana? —Kozak se echó hacia atrás en la silla al tiempo que se daba unos toquecitos con una servilleta en la barba—. No, amigos míos, nunca ha sido un tema resuelto. Y no lo será —añadió— a menos que lo resolvamos nosotros.

—¿Y cómo el allanar la iglesia esta noche va a ayudar a resolverlo? —preguntó Groves.

—Todo lo valioso que tuviera la colonia se guardaba en su sacristía, la sala del altar, detrás del iconostasio. Debe de haber dos puertas que conduzcan a ella a través de éste, una a cada extremo. Los archivos del diácono sin duda están dentro, con los nombres de todos los miembros de su congregación. ¿Hay pruebas de Anastasia allí? ¿Quién sabe lo que podemos encontrar?

—Eso si podemos entrar —dijo Groves—. ¿Se han dado cuenta de que la han acordonado, han cerrado con candado la puerta y han tapado el agujero de la pared lateral? El coronel hasta tiene un centinela dando vueltas por allí.

Kozak sonrió y desplegó un mapa topográfico entre los platos.

—Las maravillas del GPR —dijo, y señaló una inclinación en dos líneas.

—¿Qué estoy viendo? —preguntó Groves.

—Para preparar unos cimientos para la iglesia y nivelar el suelo, los colonos hicieron estallar dinamita. Igual que prepararon el cementerio. Luego hundieron los soportes de las esquinas y edificaron la iglesia con un pequeño hueco debajo.

—¿Un espacio al aire? —dijo Slater.

—Sí, y la inclinación de la iglesia lo ha agrandado más justo aquí, bajo el lado norte. Probablemente sea lo bastante grande para que entremos por él. Después abrimos un agujero hacia arriba por las tablas del suelo; la mayoría están podridas, de todas formas.

—¿Eso que tienen ahí es un mapa del tesoro?

Slater oyó una voz burlona retumbar desde la entrada. Al levantar la vista vio al coronel Waggoner y a su séquito sacudiéndose la nieve de las botas y desabrochándose las cremalleras de las parkas. El primer impulso de Frank fue ocultar el papel, pero eso no haría sino atraer más la atención hacia él.

—Más vale que lo usen rápido —continuó Waggoner—. Su vuelo, caballeros, sale mañana a las doce del mediodía en punto.

Uno de sus tenientes dijo algo que Slater no comprendió, y Waggoner, riendo, contestó:

—¿Qué más daño van a hacer?

A continuación siguió adelante con paso resuelto hacia la mesa reservada para el jefe, acompañado de todos los demás menos uno. Slater no lo reconoció, pero llevaba uniforme de capitán bajo el chaquetón y, después de saludar con una inclinación de cabeza a Kozak y a Groves, le tendió la mano.

—Es un honor conocerlo, doctor Slater.

—Le presento al capitán Jenkins —dijo Kozak.

—Del AFIP —añadió Jenkins—. Lo primero que tuve que hacer en este trabajo fue leer enteros todos sus expedientes en Washington. Permítame decirle que ha hecho usted una tarea impresionante.

—Cuénteselo a su jefe —dijo Groves, alzando el mentón hacia la mesa de Waggener.

—¡Jenkins! —gritó el coronel—. ¡Nada de confraternizar con el enemigo!

Se echó a reír como si fuera una broma, aunque no engañó a nadie.

—Hace mucho ruido, pero no se preocupe —dijo Jenkins en confianza—. Hasta ahora me ha dejado dirigir el cotarro. Hemos utilizado los mapas de fractura geológica del profesor para bombear organofosforados sin diluir a una profundidad de dos metros.

—¿Y el filtrado? —preguntó Slater.

—Debería ser mínimo, y además estamos poniendo hormigón encima.

—Va a agrietarse.

—Usted lo sabe y yo lo sé, pero el comité de supervisión de Washington quería hormigón, así que estoy dándoselo.

Sólo con aquellas palabras Slater comprendió que al capitán Jenkins se le daba mejor la política de lo que a él se le había dado jamás.

—En enero, una vez que el nuevo presupuesto esté hecho —prosiguió Jenkins—, incluiré el coste de un precinto impermeable. Lo pondremos en primavera.

Slater asintió con la cabeza en señal de aprobación, aliviado al ver que el trabajo estaba en tan buenas manos. Lo que había oído acerca del capitán era cierto.

Una vez que Jenkins fue a sentarse a la mesa del coronel, Kozak dijo:

—Al menos han usado mis mapas de radar para algo. —Se inclinó hacia delante—. ¿Y bien? Ya han oído al coronel. Si no lo hacemos esta noche, no tendremos otra ocasión.

Groves miró a Slater con una pregunta en los ojos, mientras que Kozak tamborileaba con los dedos en el mapa.

En ese momento el coronel Waggoner se rio a carcajadas de algo y soltó un puñetazo tan fuerte en la mesa que los platos dieron un salto.

—¿Qué van a hacerme? —respondió Slater, al tiempo que empujaba hacia atrás la silla y echaba un vistazo al reloj—. ¿Someterme a un consejo de guerra?