Sólo con ver que, camino de la ambulancia, Nika no paraba de protestar —«Sé andar, ¿sabe? ¡No necesito silla de ruedas!»—, Slater estuvo seguro de que volvía a ser ella misma. Los protocolos hospitalarios, sin embargo, imponían que saliera del Centro Regional de Salud de Nome en una silla de ruedas, y la prudencia, que una ambulancia la transportara de vuelta a su hogar de Port Orlov.
—Nos veremos allí dentro de nada —dijo Slater, y se inclinó para darle un último beso.
El celador que empujaba la silla apartó la vista cortésmente.
—El trabajo del tótem debería estar terminado ya —repuso ella.
En realidad, ésa fue casi la primera orden que Nika dio una vez que la fiebre hizo crisis y volvió a recuperar la consciencia. Aunque no se lo había preguntado, Slater sabía que algo le había sucedido mientras se debatía en aquel territorio entre la vida y la muerte, algo que la obligaba a devolverle al tótem de Port Orlov su antiguo esplendor e importancia.
—La inauguración va a ser una fiesta muy grande para un pueblo como el nuestro.
—Parece una fiesta que no puedo perderme.
—Pues no te la pierdas.
La dejaron sentarse delante con el conductor de la ambulancia, y una vez hubieron partido, Slater cruzó el aparcamiento cubierto de nieve hasta el helicóptero de la Guardia Costera que estaba esperándolo. Esta vez iba solo en el compartimento de pasajeros, y el piloto, al tiempo que ponía en marcha el motor, le ordenó que se abrochara el cinturón enseguida.
—Tenemos un programa muy apretado —dijo.
No le mostraba, ni mucho menos, el respeto con que se le había tratado cuando era el comandante Frank Slater, o incluso el doctor Slater, al frente de la operación de la isla de Saint Peter. Ahora no era más que un civil que utilizaba recursos del Gobierno.
Pero, lejos de enfadarse, Slater sentía que le habían quitado un peso de los hombros. Ahora su vida era suya… y había hecho planes precisos para ella.
El helicóptero fue directamente hacia el mar y siguió el litoral con rumbo al norte. Slater echó atrás la cabeza y miró por la ventanilla. Aún estaba débil por la dura prueba pasada y tenía que engordar unos cuantos kilos, pero había asimilado lo ocurrido y hecho las paces, o algo similar, consigo mismo. Quizá ya no pudiera salvar el mundo; quizá fuera mejor salvar tan sólo un trocito de él. Estaba deseando encontrar el momento adecuado para decírselo a Nika.
A la tenue luz de la tarde vio en el horizonte las conocidas mesetas de las Diómedes Mayor y Menor, y el helado canal azul que marcaba entre ellas el punto de encuentro de Estados Unidos y Rusia. El cielo estaba despejado —un gris pálido del color del ala de una paloma—, pero a medida que se acercaban a la isla Frank vio que el viento, el incesante viento, estaba ocupado como de costumbre en remover la niebla en torno a sus pedregosas orillas.
Costaba creer que hiciera tan poco tiempo desde la primera vez que había hecho esta maniobra de aproximación. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad.
Cuando el helicóptero estuvo más cerca, Slater observó que había dos o tres barcos de la Guardia Costera mar adentro, y que la colonia en sí estaba mucho más iluminada, vallada y ocupada que cuando él la había dejado. Para que aterrizase el helicóptero incluso había una plataforma circular señalada con balizas reflectantes, puesta entre el viejo pozo de delante de la iglesia y las verdes tiendas de campaña que su propio equipo había montado.
—Agárrese —dijo el piloto por los auriculares.
Al helicóptero, que redujo la marcha para aterrizar, lo zarandeaban las ráfagas que llegaban del estrecho de Bering y toda la nave se bamboleaba. Slater se agarró a los cinturones, y en cuanto las ruedas tocaron tierra y los motores se pararon, con los rotores aún girando hasta detenerse, vio al profesor Kozak y al sargento Groves, que corrían a abrir la portezuela.
—¡Cuánto me alegro de verlo! —exclamó Kozak.
El profesor le palmoteó la espalda, al tiempo que Groves le estrechaba la mano con un firme apretón.
—Mucho ha cambiado por aquí —dijo Groves, sacándolos de debajo de las aspas del helicóptero.
—Lo he visto desde el aire —respondió Slater.
En efecto, al mirar a su alrededor ahora, vio que se habían colocado varias pasarelas que iban entre unas tiendas que antes no estaban y unas cabañas de aluminio. Asomaban antenas por todas partes, y un grupo extra de generadores zumbaba bajo una marquesina. Varios guardacostas iban y venían corriendo entre las diversas construcciones.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Groves.
Pero antes de que Slater pudiera responder siquiera, intervino Kozak.
—Está usted bien, ¿sí? Debe de estar bien, o no lo habrían dejado marchar. —El profesor lo miró de arriba abajo—. Sí, tiene muy buen aspecto —añadió, a pesar de lo que estaba pensando.
Slater sonrió; Kozak mentía muy mal. Sabía que aún parecía recién salido de una bronca de bar. Los cardenales de la cara se habían vuelto de un azul pálido, pero muchos cortes y abrasiones seguían sin curar del todo, y como no caminara con cuidado, las costillas rotas le daban un latigazo.
—¿Y Nika? —preguntó Kozak—. ¿Cómo está?
—Va de vuelta a Port Orlov —contestó Slater.
—Tienen suerte de que sea su alcaldesa —dijo Kozak.
—Ya lo creo —intervino Groves, riendo entre dientes—. Aunque será gobernadora en un abrir y cerrar de ojos. No hay quien la pare.
Y entonces, como si los pensamientos de los tres hubieran girado en el mismo sentido igual que una bandada de pájaros, se produjo un momento de profundo silencio.
—La doctora Lantos era una mujer muy valiente —dijo por fin el sargento.
Kozak se santiguó con gesto serio y añadió:
—Y una científica muy buena.
—La mejor —convino Slater.
Fuera cual fuese el peso que le habían quitado de los hombros, no le habían quitado la muerte de Eva Lantos; siempre sería una pesada carga sobre su conciencia.
Allá, hacia el cementerio, se oía el estruendo de maquinaria pesada —a Slater le sonaba sospechosamente a una hormigonera—, pero antes de que pudiera preguntar vio que Rudy, el joven alférez, se dirigía deprisa hacia ellos.
—Bienvenido, doctor Slater —dijo, haciéndole un saludo militar absolutamente innecesario—. El coronel Waggoner, el jefe interino, ha ordenado que se presente usted en el cuartel general nada más llegar.
Ordenado. Era curiosa la poca importancia que para Slater contenía ya aquella palabra.
—Más vale que se asegure usted de enderezarse la corbata y sacarles brillo a los zapatos —dijo Groves con ironía.
Slater comprendió que lo que quedaba de su grupo y el nuevo régimen no podían verse.
—Es por aquí —añadió Rudy.
Se dirigió hacia la cabaña metálica más grande, situada donde la tienda laboratorio, ahora ya desaparecida por completo, había estado antes. Frank se preguntó cómo se habrían deshecho de los restos del diácono. Para hacerlo sin peligro debían haber tomado un montón de precauciones de vital importancia. Pero ¿lo habrían hecho?
—Frank —dijo Kozak, agarrándole la manga—, tenemos que hablar. En cuanto tenga usted tiempo.
Rudy se detuvo y gritó:
—¿Doctor Slater? Mire que voy a verme en un buen lío.
—Es de mucha importancia —afirmó Kozak, en tono bajo pero apremiante.
Slater se figuró que probablemente aquello tuviera algo que ver con los estudios geológicos que el profesor había estado llevando a cabo, pero ¿qué era tan urgente? Según le habían informado, el cementerio lo habían acordonado —para siempre esta vez— y la isla entera se había convertido en un lugar protegido. Pero los científicos, y él lo sabía por experiencia, siempre suponían que su trabajo era decisivo.
—Tan pronto como termine —le aseguró, y dio media vuelta para seguir a su impaciente escolta.
El cuartel general hervía de actividad, y el extremo del fondo estaba reservado para el despacho del coronel Waggoner. Éste tenía la mandíbula cuadrada, los hombros cuadrados y la cabeza cuadrada con que Frank se había tropezado demasiado a menudo en su carrera militar. Cuando hicieron pasar a Slater, estaba de pie y hablando por el teléfono vía satélite; con un brusco gesto, le indicó una silla situada al otro lado de su mesa.
«Como cuando te mandaban al despacho del director», pensó Frank.
Después de tenerlo allí sentado el tiempo suficiente como para dejarle claro quién era él, Waggoner terminó la llamada y, en tono admonitorio, dijo:
—Supongo que se ha fijado en que hemos hecho unos cuantos cambios. Ahora llevamos esta operación de manera bastante distinta.
—Deberían haber esperado —respondió Slater—. Hay protocolos de seguridad que es preciso observar.
El coronel pareció sorprenderse.
—Tenemos a un oficial del AFIP aquí, elegido personalmente por la doctora Levinson de Washington.
—¿Quién?
—El capitán médico Stanley Jenkins.
—Es una buena elección —repuso Slater, aliviado. No había trabajado con él personalmente, pero había leído los informes que enviaba desde el campo y sabía que era un epidemiólogo prometedor—. Haga lo que el capitán Jenkins le diga y no se equivocará usted.
Waggoner se quedó todavía más desconcertado.
—El doctor Jenkins está aquí únicamente en calidad de asesor y a mis órdenes. Tal vez haya usted olvidado desde el consejo de guerra cómo funcionan las secciones militares de nuestro Gobierno, doctor Slater.
Aquello era un golpe bajo, pero Frank lo dejó pasar.
—En cuanto a sus colegas, el profesor Kozak y el sargento Groves, les he pedido que limiten sus movimientos a la base. Kozak ha estado llevando a cabo estudios del suelo dentro de los muros de la colonia. No sé para qué demonios servirán, pero lo mantienen alejado del cementerio y no me estorba. En cuanto a usted, la sesión de informe sobre la operación tendrá lugar a las nueve horas de mañana por la mañana, de modo que recoja las notas o datos que pueda haber dejado tirados por aquí y tráigalos. Asimismo, asegúrese de recoger el resto de sus cosas porque, tan pronto como terminemos, a usted y a sus amigos se los llevarán en helicóptero de la isla. No tendrán más acceso a ella.
Tras ordenar a Slater, además, que no saliera de las zonas comunes incluidas en el perímetro de la empalizada, lo despachó con un rápido movimiento de muñeca. A Frank le dio la impresión de que el coronel llevaba toda la vida esperando hincarle el diente a una operación de esta importancia —aunque estaba por ver cuánto tiempo mantendría la Guardia Costera su jurisdicción en exclusiva—, y comprendió que no admitiría ninguna intromisión.
Una vez fuera, Slater exhaló bien fuerte y se frotó las doloridas costillas. Las correas de seguridad del asiento del helicóptero les habían dado una buena sesión de entrenamiento. Al mirar a su alrededor se dio cuenta de que habían montado reflectores de gran potencia encima de la empalizada y, dado que ya estaba oscureciendo, los habían encendido. Una fuerte luz blanca bañaba el recinto proyectando duras sombras por todos lados y dando a la colonia, con sus viejas cabañas de troncos y sus almacenes, un aspecto extrañamente artificial. La torcida iglesia, con su deteriorada cúpula bulbosa, parecía la casa encantada de un parque de atracciones. La puerta tenía cinta amarilla, cruzada para formar una gran X, junto con varias vueltas de una pesada cadena.
Pero Slater también reparó en que a él nadie lo miraba. Al alférez Rudy no se le veía por ningún lado, y un par de guardacostas más estaban ocupados en llevar una carretilla de cables de una tienda de campaña a otra. Si iba a dar una vuelta por el único lugar que estaba más ansioso por ver, el viejo cementerio, probablemente no dispusiera de mejor oportunidad que ésta.
Con la orden del coronel de no abandonar el recinto de la colonia aún zumbándole en los oídos, Slater fue sin prisas hacia la puerta, hizo un desenfadado saludo militar al guardacostas apostado allí y luego bajó la rampa que llevaba al cementerio. No se atrevió a mirar atrás, pero apenas se acercó al bosque vio que habían talado una gran franja de los árboles y que un camino de grava de cinco metros de anchura había reemplazado a la rampa. Observó las embarradas rodaduras de neumáticos, y notó que el estruendo de maquinaria cada vez era más fuerte.
Para cuando llegó al sitio donde antes estaban los viejos postes de la puerta —ellos también habían desaparecido—, ya notaba el inconfundible olor a potentes productos químicos desinfectantes y alquitrán caliente. Empezó a andar más despacio, y vio el embudo de un camión de cemento que vertía una gruesa y uniforme capa de hormigón sobre el suelo restante. Habían quitado todas las lápidas y cruces, y media docena de obreros vestidos con traje aislante completo, casco de albañil y botas altas de pesca hasta la cadera —una novedosa combinación— igualaban el firme a medida que se echaba. La caseta de descontaminación la habían dejado en pie, pero delante de ella, tirados por allí, había unos enormes cilindros vacíos de Malathion, un insecticida organofosforado de uso extendido en lugares como América Central, donde el DDT había perdido eficacia. Slater no tenía que preguntar más. Antes que correr el riesgo de dejar al descubierto más cuerpos, el AFIP debía de haber decidido, sencillamente, envenenar el suelo, saturarlo de sustancias químicas concentradas, de potencia industrial, y luego, por si acaso, precintar el cementerio bajo medio metro de hormigón fresco.
Aquello no duraría, pensó. Con el tiempo, el calentamiento del clima volvería a mover la tierra y resquebrajaría el cemento. Pero así era el Gobierno. Haz una chapuza provisional por ahora, y después monta comisiones para debatir el problema durante varios años.
Un obrero lo miraba con curiosidad, y en lugar de agacharse a esconderse, Slater lo saludó con la mano y gritó:
—¡Buen trabajo! ¡Sigan así!
El obrero volvió a extender el hormigón.
Luego Frank dio media vuelta y siguió el bien iluminado camino de vuelta a la entrada de la colonia. Tras él, tenía la impresión de que hubieran acostado a un antiguo y terrible gigante bajo una manta nueva. Rezó para que durmiera profundamente allí para siempre.
Dentro de su tienda encontró su cama plegable y sus efectos personales intactos. Un frasquito de sus pastillas de cloroquina estaba junto a una taza de café vacía y un informe que había estado leyendo. En ese momento el profesor Kozak entró de sopetón, y tras sentarse, incómodo, en un taburete plegable, dijo:
—¿Ha visto el cementerio?
Slater hizo un gesto afirmativo mientras amontonaba unos papeles sueltos.
—¿Exhumaron algún otro cuerpo primero?
Kozak negó con la cabeza.
—Echaron un último vistazo y mandaron las niveladoras a que lo allanaran.
Slater asintió y empezó a recoger sus cuadernos.
—¿Cómo le ha ido con Waggoner? —preguntó el profesor.
—Más o menos como era de esperar —respondió Frank, metiendo los cuadernos en una mochila—. Tenemos aproximadamente hasta mediodía de mañana antes de que nos destierren para siempre.
Kozak se acarició la corta barba canosa con gesto pensativo.
—Entonces no hay otra opción. Tendrá que ser esta noche. A medianoche.
—¿De qué me habla?
—Tenemos que volver a entrar en la iglesia.
—¿Por qué volver a entrar? —preguntó Slater, perplejo—. Allí dentro no hay nada más que viejos bancos y mesas rotos. ¿Qué sentido tiene?
Kozak se sacó su iPhone del bolsillo, pasó el dedo índice por él un par de veces y luego se lo tendió. Slater vio la foto de una vieja lápida con algo que parecía un par de puertas grabado a ambos lados de un nombre ruso.
—Vale —dijo—. Buena talla. Pero ¿y qué?
—Ésta es la lápida sepulcral del hombre que desenterramos —respondió Kozak—. Stefan Novyk. El diácono.
Slater seguía sin comprender.
—Las dos puertas se llaman las puertas del diácono. Por ellas se cruza el iconostasio.
—Se refiere a aquella mampara de madera, ¿verdad?, la que tiene todos aquellos trastos viejos amontonados delante.
—Sí. El altar está detrás.
—Me fío de su palabra. Pero, aunque crea usted que en realidad hay algo de valor allí atrás, ¿tengo que recordarle que no vamos en busca del arca perdida?
—No, no vamos en busca de ella —convino Kozak—. Pero somos científicos, ¿sí?
—Sí.
—¿E historiadores?
Eso era discutible, pero de todos modos Slater asintió con un movimiento de cabeza sólo para dejarlo terminar.
—Por ejemplo, ¿no le gustaría a usted saber cómo llegó la gripe a este lugar situado en mitad de la nada?
Aquélla, efectivamente, era una cuestión que desconcertaba a Frank, aunque la gripe española se había mostrado ingeniosa para esas cosas. Bastaría con que un solo kayakista perdido hubiera llegado del continente.
El profesor dejó el teléfono, metió bien la mano en el otro bolsillo del chaquetón y sacó el libro mayor del sacristán. Debía de haberlo guardado en secreto, pensó Slater, porque si no, seguro que el coronel ya se lo habría confiscado. Kozak fue a las últimas páginas, y mientras con un achaparrado índice subrayaba una última parte, escrita con letra femenina, más adornada, fue traduciendo las palabras.
—Aquí dice: «Perdonadme. Me he convertido en la maldición de todos cuantos me conocen». —Kozak levantó la vista—. ¿Recuerda usted las palabras grabadas en la puerta del cementerio, una y otra vez?
—Decían: «Perdonadme» —contestó Slater.
El profesor asintió satisfecho antes de volver al libro.
—También hay un apunte sobre un entierro. El del diácono. Quien escribe dice que la salvó de los lobos y le dio refugio en la isla, y que así es como lo ha premiado.
—¿Con qué? ¿La gripe?
Kozak se limitó a continuar.
—Esta última entrada de entierro era de alguien llamado Sergei. Debió de morir en alta mar, pero su cuerpo apareció en la playa arrastrado por las olas. Escribe que tuvo que enterrarlo ella misma, con una cruz al cuello, porque no quedaba nadie más para hacerlo.
A Slater lo conmovió el espantoso calvario de esta mujer anónima, pero antes de que Kozak prosiguiera, dijo:
—Esta cruz… ¿Dice algo más acerca de ella?
El profesor escudriñó la desvaída tinta de nuevo y respondió:
—Sí, ya que lo pregunta; la llama «la cruz de esmeraldas».
Slater recordó que Nika había recuperado una cruz así de los restos del accidente del puente. La encontraron en sus bolsillos cuando se desmayó en el hospital de Nome, y lo más probable era que la hubiesen precintado herméticamente y ya la hubieran enviado a los laboratorios del AFIP junto con todas y cada una de las cosas que llevaban los dos. La viuda Vane sin duda presentaría una demanda para recuperarla.
—Cuando termina el diario —añadió Kozak—, la mujer que escribe afirma que su alma está condenada a seguir viviendo en este espantoso lugar para siempre.
—¿Quién la censuraría? —contestó Slater—. Debía de estar loca de atar para entonces.
—Exacto —repuso el profesor—. Nadie la censuraría, en particular teniendo en cuenta todo lo demás por lo que ya había tenido que pasar. Ésta era una niña, una joven, que había visto el mismísimo Infierno.
—¿Sabe usted quién es? —dijo Slater—. ¿Lo firma?
Carraspeando nervioso, Kozak fue a la última página.
—Aquí le suplica a Dios que la libere de sus lazos terrenales. Y luego, debajo escribió su nombre.
El profesor subrayó la firma con el índice otra vez.
Slater esperó.
—¿Y bien?
—Dice —respondió Kozak, al tiempo que se acariciaba la canosa barba y sostenía la mirada de Frank—: «Anastasia, Gran Duquesa de todas las Rusias».