CAPÍTULO 63

Nika corría, corría tanto que la sangre le latía en los oídos y amortiguaba cualquier otro sonido. Corría tanto que el aliento le raspaba en la garganta y le dolían los pulmones. Corría tanto que sus piernas empezaban a tambalearse y se le encorvaban los hombros.

Pero tenía que seguir adelante, atravesando las colinas heladas, por entre la maleza y los desnudos árboles, sin descanso… hacia una baja colina que dominaba un diminuto pueblo acurrucado en la costa. Allí se detuvo, doblándose con las manos apoyadas en las rodillas para recobrar el aliento.

Era finales de otoño, y aunque algunos inuit ya habían levantado sus iglúes con abovedados tejados y paredes de nieve apisonada, otros seguían apañándoselas con las tiendas hechas de pieles de caribú, cosidas con largas cuerdas de tendones y sujetas con huesos. Esperó un momento, mirando, pero ni siquiera de la casa ceremonial, el qarqui, situada al otro extremo del pueblo, llegaba rastro de actividad humana. No había pescadores arrastrando sus kayaks hasta la rocosa playa, ni niños jugando, ni mujeres ocupándose de los huskies; ¿y dónde estaban los perros? Resultaba una visión sobrecogedora aquel pueblo solitario, bajo un reciente manto de nieve, con un compacto y oscuro banco de nubes que avanzaba desde el otro lado del mar de Bering y se tragaba los últimos y pálidos rayos del sol a medida que se acercaba. Tan sólo se oía el viento batiendo en los escollos y los gritos de cormoranes que daban vueltas en lo alto.

Qué raro, pensó, oír cormoranes. Se habían extinguido hacía años.

Por otro lado, esto era hacía años. En aquel preciso momento Nika era consciente de que lo que experimentaba era de verdad, pero no de verdad… Que sólo estaba soñando, habitando un sueño, en el que, sin embargo, tenía un papel decisivo que desempeñar. Ajustó la correa de la mochila, que se le hincaba en los hombros, con cuidado de no dañar los valiosísimos frasquitos que sabía —sabía sin más— que se cobijaban dentro.

Le parecía como si llevara días andando sin parar, todo el tiempo ardiendo de fiebre o sacudida por los escalofríos. Estaba exhausta y agotada, y tenía la boca llena del acre sabor de su propia sangre. Sus mukluks estaban lisos de hielo; su abrigo de piel de foca, húmedo de su propia transpiración. Pero sabía que tenía que bajar al pueblo. Era allí donde el trabajo tenía que hacerse.

Con las botas patinando en la nieve, Nika se deslizó por la colina y se acercó al primer iglú que encontró. La entrada se había excavado más de un metro en la tierra, y se había utilizado madera de deriva para hacer una tosca puerta. Pero cuando intentó abrirla de un empujón, vio que estaba atrancada. Entonces se agachó, empujó más fuerte, lo que estuviera apoyado contra el otro lado, fuera lo que fuese, poco a poco se cayó y Nika pudo asomarse a la penumbra.

El kudluck, el farol de aceite de foca que solía encenderse, estaba apagado, aunque el tragaluz dejaba pasar suficiente claridad como para que Nika distinguiera a varias personas desparramadas por el suelo en retorcidas posturas. Tenían los rostros inmóviles en un rictus, y sus ojos miraban fijamente al vacío. Manchas de sangre salpicaban las pieles y la paja que se habían extendido sobre la dura tierra. El cuerpo que antes estaba tumbado detrás de la puerta era el de un joven que aún llevaba puesto su abrigo de cuero sin curtir, con la capucha levantada; sus manos agarraban un cuchillo de caza que tenía clavado hasta el puño en su propio vientre. Al parecer había optado por quitarse la vida antes que soportar lo que los otros habían padecido.

Nika retrocedió y cerró de un tirón la puerta. Aunque aquella imagen había sido horrible, no la sorprendió; era como si hubiera sabido lo que iba a encontrar detrás de aquella puerta, como si lo recordara y su recuerdo surgiera de un profundo pozo del inconsciente colectivo. Y cuando se alejaba, sintió que el pie se le enganchaba en algo que había bajo la nieve: una cadena. Tiró de ella y descubrió que estaba atada a una estaca clavada en el permafrost… y que a la cadena había estado atado un husky. Nika quitó un poco de nieve con la mano y encontró al perro, muerto de frío, o de hambre. Yacía allí ahora como una estatua de hormigón, con la lengua, colgándole de la boca, tan azul como el hielo en la grieta de un glaciar.

Al mirar a su alrededor hacia las cabañas e iglúes cercanos vio montículos parecidos, donde era de suponer que habría más perros ya muertos y completamente congelados.

A medida que avanzaba entre las viviendas, asomando la cabeza en una y luego en otra, vio parecidas escenas espeluznantes, de vecinos inuit que yacían muertos sobre la hierba y sobre las pieles de animales empapadas de sangre. Cuando llegó a la última que quedaba antes del qarqui, oyó sonidos procedentes del interior y creyó que tal vez encontraría por fin a algunos supervivientes. Echó atrás las pieles de saiga que cubrían la entrada, pasó y se paró en seco cuando los asustados perros, con las mandíbulas y el pelo apelmazados de sangre, levantaron la vista del banquete. Un par de ellos aún arrastraban las traíllas y estacas que habían logrado arrancar del suelo. Mezclados entre sus patas estaban los destrozados restos de los cadáveres que habían estado haciendo pedazos.

Un gran perro blanco, con el hocico teñido de rosa ya, gruñó en tono amenazador, advirtiéndole que no se acercara a la comilona.

Lentamente, Nika dio un paso atrás y dejó que las pieles de saiga la ocultaran de su vista.

Las nubes ya habían cubierto el cielo, y la última luz del día se desvaneció mientras ella corría a buscar refugio en la casa ceremonial, el ayuntamiento, por así decir, del pueblo inuit, adonde los aldeanos acudían tradicionalmente para cantar, bailar y celebrar sus rituales sagrados durante los largos y oscuros inviernos árticos. Era un gran edificio de forma ovalada, hecho con pedazos de tundra y planchas de madera que el mar había arrastrado hasta la playa, unidas con toda clase de cueros y pellejos, y en cuanto Nika agachó la cabeza para entrar en el corredor que llevaba hasta la angosta puerta, hecha con lo que en tiempos había sido el casco de un kayak, volvió a oír ruidos. Aunque esta vez no era el sonido de los perros carroñeros. Se quedó quieta y oyó una voz de mujer —apagada y de edad— que hablaba en su lengua nativa.

Nika abrió la puerta, que giró sobre un gozne hecho de tripa de caribú, y vio a la anciana inuit, baja y robusta, removiendo una olla con una larga cuchara de marfil. Al amarillo resplandor de la lumbre, varios niños —con los negros ojos llenos de pesar— se apiñaban en torno a la anciana como oseznos arrimándose a su madre.

Cuando Nika dijo: «Menos mal que algunos aún estáis vivos», todos se volvieron y la miraron fijamente como si fuese una mensajera de otro planeta. Había bancos pegados a las paredes, y el techo estaba adornado con cuernas y figuras decorativas talladas en barbas de ballena y colmillos de morsa. Un tótem, idéntico al que había en el centro de Port Orlov, se alzaba orgulloso y alto como un mástil al otro extremo del refugio. Al mirar sus vivos colores y su porte erguido, a Nika le recordó todo lo que simbolizaba, y sintió una oleada de vergüenza. Si tenía ocasión, decidió que haría lo que debía haber hecho mucho antes.

—Nikaluk —dijo la anciana, con voz débil pero llena de ternura—, sabía que vendrías. —Tenía salientes pómulos asiáticos, y los pocos dientes que le quedaban estaban desgastados y reducidos a unas protuberancias amarillas—. Lo sabía.

Ojalá Nika hubiera estado tan segura. La gripe había abrasado su interior como había hecho con casi todos los demás, pero por alguna razón —como los niños y los viejos, cuyos débiles cuerpos no ofrecían una resistencia tan abrumadora y tan autodestructiva—, había sobrevivido. Su pecho, que antes parecía como si estuviera lleno de brasas ardientes, ahora estaba más fresco. Su garganta ya no se ahogaba con una creciente marea de su propia sangre. Sus ojos, que ardían como brillantes guijarros en la playa, parecía que se los hubiera lavado en un riachuelo.

La anciana fue hacia ella, con los niños aferrados a sus andrajosas faldas, y dijo:

—Tú nos salvarás.

—Sí, sí —respondió Nika, recordando su misión y soltándose la mochila de los hombros.

Enseguida se arrodilló para desatar las correas y hurgó dentro buscando las ampollas de suero… pero, para su horror, no estaban allí. Ahondó más, pero lo único que encontró dentro fueron carámbanos, que entrechocaban con estrépito como si fueran de cristal. ¿Cómo había estado tan engañada?

Había fracasado. En esto, en el momento más crítico, le había fallado a su pueblo, y la vergüenza, todavía mayor que la que había experimentado al ver el tótem como debería haber estado, casi le impidió mirar a los ojos de la anciana.

Pero entonces sintió una mano en la cabeza, como una bendición, y cuando por fin alzó la vista, la anciana repitió: «Tú nos salvarás», y le metió una cosa en la palma de la mano.

Era algo pequeño y suave: un trozo de marfil, sencillamente tallado. A la vacilante luz del fuego Nika vio que era un búho, un espíritu guardián del pueblo inuit. Nika no estaba segura de si debía aceptarlo —quizá fuese el único objeto de valor que poseía la anciana—, pero sabía que la ofendería si trataba de rechazarlo.

La anciana le acarició el pelo y sonrió. Una sonrisa que a Nika le recordó a su abuela. ¿Acaso era… su bisabuela?

En ese instante comprendió de pronto que no había ido a este lugar a dar. Había ido allí para recibir.

Inclinando la cabeza, respondió:

—Lo intentaré… Lo intentaré.

Pero entonces, como si el sonido llegara del final de un largo túnel, oyó que alguien la llamaba.

—¿Nika?

Ésta ya no era la voz de la anciana, y tampoco sentía su mano en el pelo. Una luz blanca bañaba la habitación, una luz demasiado intensa para sus ojos, y una mano distinta, metida en un fresco guante, le acariciaba la frente.

—Lo intentaré —dijo por última vez.

Mientras hablaba, la anciana se desvaneció, junto con los niños, la fogata y las tallas ancestrales que colgaban de las vigas del qarqui. Lo último en desaparecer fue la sonriente nutria del tótem.

—Nika —volvió a oír.

Abrió los ojos lo suficiente para ver a Frank, sentado junto a la cabecera, rodeado de pantallas que parpadeaban y monitores que, bajito, daban pitidos.

—Nika —repitió él.

Se quitó la capucha y la apartó bruscamente.

Ella vio que tenía las mejillas húmedas de lágrimas.

—Ya estás bien —dijo Frank, aunque, sin saber cómo, ella ya lo sabía—. Vas a ponerte bien.

Le levantó la mano de la manta y puso los labios en ella, y Nika notó que estaba sujetando algo fuerte. Cuando abrió la palma de la mano vio el bilikin de marfil que ella le había dado en su día. Parecía haber pasado una eternidad.

Pero Nika pensó que el pequeño búho había hecho su trabajo… guiándola a través de la oscuridad, a través de aquel otro mundo que acababa de dejar, y de vuelta a la tierra de los vivos. Jamás olvidaría su ayuda, ni la sagrada confianza que ahora sabía que simbolizaba.

—Tenía mucho miedo —dijo Frank—. Creía que a lo mejor había perdido mi oportunidad.

—¿Tu oportunidad? —contestó Nika, con la garganta seca como el pergamino.

Frank estaba ojeroso y demacrado, y era evidente que llevaba días sin afeitarse.

—De decirte que te amo.

De no haber estado acostada, y extenuada, Nika sabía que habría reaccionado de manera muy distinta. Lo único que pudo hacer ahora fue apretarle la mano con las pocas fuerzas que tenía, y responder:

—Es un alivio.

Desconcertado, Frank, se enderezó en la silla y se echó a reír.

—¿Un alivio?

—No quería verme en esto sola —contestó ella.