El diácono, como era de esperar, fue el primero que sucumbió.
Era él quien había abrazado a Anastasia en la playa, él quien le había cogido las manos —las mismas manos que habían acariciado la mejilla del moribundo Sergei— mientras la acompañaba al subir los peldaños labrados en los acantilados y entrar por la puerta principal de la colonia. Los demás, unas tres o cuatro docenas en total, se volvieron locos de alegría cuando Ana llegó. La llevaron a la iglesia, en cuya nave se había dispuesto apresuradamente una cena, y la campana de la cúpula de la iglesia tocó una y otra vez. Anastasia era el psicopompo largamente esperado, el ave que anunciaba el regreso del propio Rasputin.
La sentaron en la cabecera de una larga y estrecha mesa de refectorio y, para su desconcierto, una anciana campesina le quitó rápidamente las empapadas botas y le metió los helados y doloridos pies en un cubo de agua caliente y salada. Sin embargo, el desconcierto lo reemplazaron enseguida una sensación de hormigueo y unas punzadas no del todo agradables, a medida que la sangre empezó a circular una vez más por sus pies y tobillos. El diácono Stefan le ofreció un vaso de algo que ella se figuró que era grog —Nagorni el marinero les había hablado de aquello—, tan vigorizante como horrible de sabor. Otras mujeres seguían llevando pan recién hecho y ollas de estofado a la mesa, y, aunque estaba tan apesadumbrada por la pérdida de Sergei que apenas podía comer, Anastasia tomó lo que pudo y les dio las más efusivas gracias. Todos —hombres, mujeres y un puñado de niños— la miraban fijamente con descaro, y no pudo evitar darse cuenta de lo a menudo que sus ojos se dirigían a la cruz de esmeraldas. Varias veces vio a los colonos de más edad santiguarse mientras observaban la cruz. Escucharon, embelesados, cuando volvió a contar el viaje que ella, y el desaparecido Sergei, habían emprendido. Ana supuso que era bastante infrecuente que vieran a nadie nuevo por aquí, y más aún si ese recién llegado era una de las grandes duquesas de la dinastía Romanov, tres veces centenaria.
Aquí, y ya en ningún otro lugar de Rusia, aquel título inspiraba respeto, incluso veneración.
Le reservaron una cabaña, pero cuando Ana vio que contenía las pertenencias de otra persona —un cubrecama acolchado hecho a mano, un icono de San Pedro, sartenes y cacerolas colgadas en ganchos sobre una panzuda hornilla, un vestido dentro del ropero— intentó negarse.
—No quiero expulsar a nadie de su casa —dijo—. Puedo dormir en cualquier parte… La iglesia estará muy bien.
Pero el diácono Stefan había insistido.
—Estas personas se han disputado la oportunidad de cederos su casa —repuso—. Vera se morirá de vergüenza si no aceptáis su hospitalidad. Se siente honrada.
De modo que Ana aceptó. Ni siquiera recordaba haberle dado las buenas noches al diácono. En cuanto se sentó en el colchón de paja, la fatiga se apoderó de ella y sucumbió no tanto al sueño como a un estado de estupor. Tenía el vago recuerdo de que la anciana que le había lavado los pies entraba en la habitación y le quitaba el resto de la húmeda ropa. Luego la había tapado con el cubrecama, bien remetido bajo la barbilla, y había echado encima una piel de oso. Ana no movió ni un músculo; creía que no podría hacerlo ni aunque quisiera. Durante muchas horas, no sabía exactamente cuántas, estuvo allí, medio dormida y medio consciente de todo y de todos. Su mente retrocedió y repasó el interminable viaje que la había llevado hasta la isla por fin, evocando hasta el último detalle, regresando a cada escenario, desde el desván de Novo-Tijvin hasta el estrecho compartimento del Ferrocarril Transiberiano, donde un revisor se había mostrado tan excesivamente curioso respecto a Ana que Sergei decidió que se apearan en plena noche en la siguiente estación donde el tren debía repostar.
Sergei. Un nombre más que añadir a la lista de los muertos y amados de su vida. La lista ya era larguísima, y ella apenas tenía dieciocho años. ¿Cuánto seguiría aumentando? «Perdonadme», suplicó. «Perdonadme por el sufrimiento que mi familia y yo os hemos causado a tantos». Se sentía bendecida —ella sola había sobrevivido a la matanza de la casa de las ventanas encaladas— y, al mismo tiempo, maldita. Ya no había nadie vivo que supiera exactamente lo que había sucedido allí, que lo reviviera en sus sueños… y en sus pesadillas.
El día siguiente, cuando se levantó, ya tarde, las pocas horas de sol casi habían pasado. Se atrevió a salir de la diminuta cabaña a un congelado crepúsculo. A su alrededor se alzaba una empalizada, dentro de la cual se había levantado una pequeña pero ordenada colonia. Aparte de la iglesia, que estaba en un extremo y parecía servir también de lugar de encuentro y refectorio, había cabañas y corrales para el ganado, huertos, un taller de herrería y una botica, incluso un retrete común, con puertas separadas para hombres y mujeres. Por muy inhóspito que fuera el entorno, aquello era un mundo en sí mismo.
Un hombre que partía troncos alzó la mirada de su tarea y la saludó llevándose la mano al ala del gorro de pieles. Luego volvió al trabajo. Una mujer vestida con una larga falda de campesina, con la cabeza y los hombros envueltos en un mantón de lana, metió un cesto de tubérculos y champiñones en una de las cabañas; una tenue y escasa luz asomó al umbral antes de que la puerta se cerrara de nuevo con un chirrido y un golpetazo. Un viento frío silbaba entre los maderos de la empalizada, y Ana se acordó inevitablemente de la estacada que habían construido en torno a la casa Ipatiev. Yurovski había dicho que era para proteger a la familia imperial mientras tomaban el aire, pero aquello no había engañado a nadie. Podrían haber sido barrotes de hierro, daba igual.
—¿Así que estáis despierta? —oyó en ese momento.
El diácono Stefan entraba dando grandes zancadas por la portada; llevaba una caña de pescar al hombro y, en un sedal, un par de fletanes.
—Pasé a veros antes. Dormíais como un tronco.
Ya no llevaba la sotana, sino un grueso abrigo de pieles que le llegaba a los tobillos. Largos mechones de pelo, casi blancos de tan rubio, escapaban de su gorro de estilo cosaco.
—¿Os encontráis bien?
—Sí —respondió ella—. Creo que sí.
Ni siquiera había pensado en el asunto, había muchísimas otras cosas que asimilar y comprender.
—El hombre que mencionasteis en la cena…, Sergei… —añadió el diácono, mientras sus ojos azules miraban hacia abajo—, no hay ni rastro de él. He inspeccionado la costa.
Anastasia asintió con la cabeza.
—Pero a menudo el mar cede al final —añadió él—. Seguiremos buscando.
Ana le dio las gracias, pero el diácono hizo un gesto de no las merece.
—Diremos una misa por él cada día hasta que nos haya sido devuelto.
Y entonces tosió, sólo una vez, en el dorso de la mano cerrada, y Ana sintió que la columna vertebral se le tensaba.
—¿Ha estado usted pescando con este frío? —le preguntó—. Espero que no haya cogido un resfriado.
Ella no había hecho alusión a la enfermedad de Sergei. Sólo había dicho que el mar lo había tirado del bote durante la travesía.
—No es nada —respondió él, aunque tosiendo de nuevo—. Nadie ha elogiado nunca este lugar por su buen tiempo.
—No, no creo.
—Dejadme poner esos pescados en una sartén —repuso él—. Comeremos todos juntos en la iglesia tan pronto como anochezca.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Anastasia.
Aunque gran duquesa por su cuna, la habían educado para tratar a la gente común con respeto y para compartir sus cargas cuando fuera posible. Por eso su padre las había hecho dormir durante años en catres corrientes, en dormitorios decorados con sencillez, y su madre las había llevado a los hospitales militares para atender a los heridos. Era un rompecabezas que Anastasia jamás resolvería: cómo un cruel revolucionario llamado Lenin había convencido a los campesinos, obreros y soldados de Rusia de que su familia no los había cuidado y no los había amado —sí, amado no era una palabra demasiado fuerte— a todos ellos.
Huelga decir que Ana ya no pensaba así en absoluto, y se preguntó qué diría el padre Grigori si se lo contara.
—Perded cuidado —contestó el diácono a su última pregunta—. No faltan cosas que hacer en la colonia. Encajaréis bien, alteza.
Le lanzó una media sonrisa mientras seguía adelante, con los pescados balanceándose en el sedal sobre el hombro. Ana procuró devolverle la sonrisa, pero la cara le ardía, y no estaba segura de si se debía al cortante viento o a que estaba muy poco acostumbrada a esbozar aquel gesto.