CAPÍTULO 61

Era una situación extraña. Eso el doctor Frank Slater era el primero en reconocerlo.

Por un lado era un paciente del Centro Regional de Salud de Nome, que pasaba la mayor parte del tiempo tendido en la cama articulada de hospital y vigilado por cámaras en circuito cerrado y a través de los paneles de vidrio de las puertas de la UCI; por otro lado era el que mandaba.

La explosión del puente lo había dejado con una conmoción cerebral, dos costillas rotas que lo hacían estremecerse cada vez que respiraba hondo, y más cortes y moratones de los que podía contar. Habían tenido que llevarle en avión su tratamiento para la malaria —por lo general no había mucha demanda en Alaska—, pero acaso fuera su enfermedad crónica lo que había ayudado a salvarle la vida. Debido a su ya deficiente respuesta inmunológica, y a la ingestión de los retrovirales, la exposición que hubiera sufrido a la gripe española se había atenuado. Su organismo ya estaba demasiado debilitado como para presentar la tenaz resistencia que provocaba aquellas mortales tormentas de citoquinas que habían matado a tantísimos millones de personas.

Era la primera vez que estaba agradecido a aquella condenada picadura de mosquito.

Pero al mismo tiempo que lo cuidaban hasta que se repusiera, sabía que tenía la responsabilidad de dirigir esta unidad de cuarentena. La había improvisado adueñándose primero de la UCI, y luego sometiendo al personal a una formación intensiva sobre el terreno. Estaban mucho más acostumbrados a problemas rutinarios como ataques cardíacos y accidentes de caza, pero en el mismo momento en que lo metían en la camilla había empezado a dar instrucciones sobre cómo lidiar con un virus tan mortal en potencia como éste. Había acordonado rigurosamente esta zona de la planta superior del hospital, casi todas las comunicaciones se realizaban por medio del interfono y únicamente se permitía entrar y salir a un número limitado de miembros del personal, siempre ataviados con equipo aislante completo. Ahora mismo en la unidad sólo había otro paciente: Nikaluk Tincook.

Y a ella no le había ido tan bien como a Frank. Igual que a la doctora Lantos, la habían traído no sólo afectada de gripe, sino también de septicemia: una pleamar de bacterias que le atascaban el torrente sanguíneo. En cuanto informaron a Slater de las líneas rojas que tenía en la palma de la mano, él personalmente drenó y esterilizó la herida, pero aquello era demasiado poco y llegaba demasiado tarde. La gripe y la septicemia eran como viejos compinches, que ahora volvían a encontrarse y trabajaban en letal colaboración, y si Frank no calibraba a la perfección el tratamiento, la perdería a manos de cualquiera de los dos. El miedo lo roía como una rata.

El doctor Jonah Knudsen, el arisco merluzo que dirigía normalmente el hospital, le había recomendado que la mandaran al modernísimo centro de Juneau, donde atendían a la doctora Lantos. Ante la puerta y hablando a través del interfono, le había dicho a Slater que a Rebekah Vane y a su hermana Bathsheba también las habían enviado allí.

—¿Han presentado síntomas de la gripe?

—Rebekah sí —contestó Knudsen—; por lo visto tuvo más contacto físico con Harley Vane y sus fluidos corporales.

—¿Sus fluidos corporales?

—Le sirvió té y tostadas, y luego, cuando él lo vomitó, limpió el vómito.

Aquello tenía lógica.

—Aunque por lo demás su estado es estacionario, sí que tiene fracturada la mandíbula y otras lesiones leves, y para que lo sepa, lo menciona a usted, además de al Gobierno federal, en una denuncia por un sinfín de daños y perjuicios. Antes que nada, por supuesto, la pérdida de su marido.

«Por supuesto», pensó Slater. En el mismo momento en que luchaban por salvarle la vida, tras un incidente que, para empezar, no habría sucedido si su familia no se hubiera embarcado en una ilegal caza del tesoro, ella estaba en la cama fraguando pleitos. Era el nuevo pasatiempo estadounidense y, más que nunca, hacía que Slater quisiera encontrar el modo de alejarse de todo lo que aquello sugería e implicaba. Sencillamente, quería volver a ejercer la medicina, en un lugar donde se valoraran sus capacidades y su trabajo y donde la burocracia no rebasara la habitual carga de formularios de los seguros. Sus días de epidemiólogo trotamundos tal vez hubieran terminado —la doctora Levinson lo había dejado muy claro—, pero sus esfuerzos por salvar a Lantos, y ahora a Nika, le habían hecho recordar la satisfacción que se obtenía al curar a una sola persona. ¿Cómo era aquel viejo proverbio hebreo que en cierta ocasión le había oído decir a la propia doctora Levinson? «Si salvas una vida, es lo mismo que si salvas el mundo entero».

En este preciso instante la única vida que necesitaba salvar, más que la suya propia, era la de Nika.

Todo el día los ataques y accesos de tos habían sacudido el pequeño y firme cuerpo de Nika, que empapaba de sudor una bata de hospital tras otra. Su largo cabello negro, recogido en una apretada trenza, había azotado las almohadas como un látigo. Su recuento de plaquetas cayó a plomo, sus gases sanguíneos revelaban que había entrado en acidosis metabólica y su respiración se volvió tan débil que hubo que traer un respirador mecánico; sus órganos fundamentales comenzaron a apagarse como fichas de dominó que cayeran en fila. Pulmones, hígado, sistema nervioso central; cuando los riñones fallaron, Slater había tenido que optar por la diálisis inmediatamente.

Nika era joven, sana y atlética, y ahora era el propio vigor de su sistema inmunológico lo que amenazaba con matarla. Estaba entregándose a una actividad frenética… y sumiendo todo el cuerpo en un estado de shock. Frank sabía que muchos pacientes no se recuperaban.

El personal del hospital, dejándose llevar por el pánico, lo miró pidiendo orientación, y Frank ordenó un nuevo aluvión de antibióticos —clindamicina y flucloxacilina esta vez— junto con vasopresores para contraerle los vasos sanguíneos y tratarle la hipotensión, insulina para estabilizarle los niveles de azúcar en sangre y corticoesteroides para contrarrestar la inflamación. Las enfermedades abrasaban el interior de Nika como un incendio forestal, devorándola igual que en su día habían devorado a sus antepasados inuit, y Slater tenía que encontrar el modo de sostenerla el tiempo suficiente para dejar que el contagio se consumiera.

—Doctor Slater —dijo una de las enfermeras después de que él llevara horas y horas en vela—, ¿por qué no vuelve usted a su habitación y descansa? Lo avisaremos si hay algún cambio.

—Me quedo —respondió Frank.

Vestido con un traje aislante nuevo, color verde lima, estaba sentado en la silla de plástico del rincón. Cada pocas horas la silla, como todo lo demás que había en este sector de la antigua UCI, se rociaba de arriba abajo con un potente desinfectante.

A Nika casi no se la veía, rodeada como estaba de máquinas y pantallas, tubos, cables y carritos de gotero. Pero hasta la mínima fluctuación de su respiración o temperatura, de su ritmo cardíaco o actividad cerebral, la seguía y controlaba el conjunto de aparatos que habían traído a la habitación. Slater, agotado, se dejó caer hacia atrás en la silla y sintió el bilikin de marfil balancearse en el cordón de cuero sobre su húmeda piel.

El pequeño búho, con las alas recogidas. En la isla el profesor Kozak había preguntado por él, y Nika había dicho que supuestamente procedía de un mamut.

Impresionado, Slater lo había mirado con más atención todavía.

—Pues entonces son, quizá, once mil años de antigüedad —le había comentado más tarde Kozak.

Slater se preguntó si en todos aquellos siglos la figurita habría adquirido una carga extra, una eficacia sobrenatural. Aunque no creía en esas cosas —¿cómo podía creer en ellas?—, en este preciso instante estaba dispuesto a aceptar toda la ayuda que pudiera conseguir.

En ese momento apareció el doctor Knudsen, rondando con una blanca bata de laboratorio, por el panel de vidrio de la puerta.

Aquélla no era la ayuda que Slater esperaba.

—Lamento molestarlo —dijo Knudsen, sin que pareciera lamentarlo en absoluto, mientras se inclinaba hacia la caja del interfono—, pero he creído que debía usted saberlo.

—¿Saber qué? —preguntó Slater, temiendo ya la respuesta.

—Se trata de Eva Lantos. Ha muerto hace una hora.

Para Frank la noticia fue como un martillazo en el ya magullado pecho.

—Por motivos de seguridad pública —prosiguió Knudsen—, el certificado oficial de defunción emitido en Juneau lo registra sencillamente como infección bacteriana letal. Pero el cuerpo se trasladó enseguida a los laboratorios del AFIP en Washington en un transporte aéreo militar.

Slater vio que el médico sostenía una carpeta sujetapapeles pegada al pecho y se balanceaba sobre los talones.

—Lo siento mucho —añadió.

Pero a Slater no le dio la impresión de que Knudsen tuviera un aspecto más arrepentido de lo que indicaba su voz; tenía el aspecto de un hombre a quien no le importaba decirle a su huésped privilegiado, el que se había apoderado de su UCI, que no era tan brillante, después de todo.

Era la primera vez que Slater perdía a un colega en una de sus misiones; no se podía ser epidemiólogo de campo, en las regiones más mortíferas y sin desarrollar del mundo, e ignorar los riesgos que se corrían. Aquello era algo que acechaba rondando por la cabeza todo el tiempo.

Pero ¿Eva Lantos? Ella había estado escondida en su laboratorio del Tecnológico de Massachusetts, sana y salva, y Frank la había engatusado para que saliera de allí. Aunque nada de lo sucedido en la isla podía preverse desde un punto de vista lógico —aquél era un sitio donde la lógica no parecía predominar—, Slater se sentía culpable de todas formas. Trazaba una sencilla línea recta: si no la hubiera llamado por teléfono aquella tarde desde su despacho del Instituto, hoy ella estaría desenredando tranquilamente el genoma de la rata en Boston. En lugar de eso, estaba muerta en un depósito de infecciosos en el AFIP.

Slater cerró los ojos y deseó que Knudsen, el ángel exterminador, lo dejara tranquilo. Cuando volvió a mirar, Knudsen se había marchado. Gracias a Dios por los pequeños favores. Y entonces se dio cuenta de que, a través del tejido del traje, sus dedos agarraban el búho de marfil.

Los monitores mantenían su constante ritmo de pitidos, el respirador silbaba, las máquinas zumbaban, y Nika —muda, inmóvil, con los ojos cerrados— seguía luchando. Frank recordó cómo se habían conocido, cuando el helicóptero persiguió la pulidora de hielo que ella conducía hasta echarla de la pista. Habían empezado con mal pie, en particular cuando él tardó tanto en darse cuenta de que era la alcaldesa del pueblo… y la anciana de la tribu, por añadidura. Había tenido que hacer una buena puesta al día.

Pero enseguida había reconocido las virtudes de Nika, sus aptitudes… y su belleza. Este último punto había procurado no tenerlo en cuenta; sabía que tenía un trabajo importante que hacer y no era momento de distraerse. Slater siempre había mantenido un comportamiento estrictamente profesional en el campo, y en una expedición de tanta trascendencia eso resultaba particularmente decisivo. No había pensado sentirse como se sentía ahora, no se lo había visto venir. Como aquella increíble exhibición de la aurora boreal que habían contemplado juntos una noche, lo había cogido absolutamente por sorpresa.

Y ahora… ¿qué hacía con estos sentimientos? No le había dicho a Nika lo que sentía. No le había dicho que se había enamorado de ella. Pero si Nika moría esta noche, en este lugar horrible, lejos de su hogar y de las personas que amaba, Frank no sabía cómo iba a soportarlo.

Había perdido por completo la noción del tiempo. En la pared había un reloj, pero no tenía ni idea de si eran las diez de la mañana o las diez de la noche. Sólo había una ventana, allá al final del pasillo, e incluso ésa estaba tintada y herméticamente cerrada. Mientras tanto la luz del día de Alaska cada vez llegaba más tarde y era más breve. A Slater seguía asombrándole que los inuit hubieran sobrevivido en este inclemente mundo, pero eran recios… y en eso, en definitiva, era en lo que él confiaba. Los antepasados de Nika se contaban entre el robusto puñado de quienes sobrevivieron a la epidemia de gripe española de 1918, y acaso esa inmunidad adquirida la hubiera heredado la joven que ahora luchaba por su vida.

Frank se abrió la cremallera del traje lo suficiente como para sacar el búho de marfil, y luego rompió el cordón. Alisó un sitio en la manta de Nika y puso el bilikin encima. Sabía que ella estaba en un lugar muy oscuro, y si de veras el búho resultaba ser un guía, éste era el momento de que la acompañara.