CAPÍTULO 60

¡Déjame al menos coger la caña del timón! —le había suplicado Anastasia a Sergei más de una vez.

Él se había negado siempre.

Con los dientes apretados en un gesto resuelto, sus ojos se clavaban en la lejana imagen de la isla de San Pedro, pero Ana temía por su vida. Él la había protegido, cuidado y amado durante miles de kilómetros, y ahora, justo cuando tenían su destino a la vista, la piel iba poniéndosele azul y la tos se le había vuelto ronca, continua e inquietante.

También se había vuelto familiar.

Anastasia y su hermana Tatiana habían caído enfermas de gripe el invierno anterior pero, aunque había sido fuerte, le habían hecho frente. Ana sabía que millares de personas no habían tenido tanta suerte. En los hospitales militares, donde las hijas de la familia imperial ayudaban a atender a los soldados heridos en combate con los alemanes, a menudo Ana pasaba junto a las salas de la gripe, donde oía las arcadas y las toses secas, los angustiados gritos y los gorgoteos de muerte de sus víctimas mientras se ahogaban en una marea de su propia sangre y sus mocos. Cuando fallecían, sus cuerpos se envolvían a toda prisa en las mismas sábanas y, en lugar de volver a llevarlos por los pasillos del hospital y arriesgarse a propagar más el contagio, los sacaban por una ventana y los dejaban caer por una rampa de madera requisada de un silo de grano directamente a la parte trasera de un carro que estaba aguardando. Enormes pozos, llenos de cal viva, se habían excavado en las afueras de San Petersburgo, y los muertos se depositaban allí sin ritos ni ceremonias de ninguna clase. ¿Quién se habría quedado en un lugar así para hacerlos?

Debería haberlo sabido la primera vez que oyó toser al piloto Nevski en la taberna. En su camino a través del continente ella y Sergei habían evitado todos los peligros, desde ladrones inesperados a soldados bolcheviques, desde funcionarios venales a cosacos merodeadores, pero éste era el único peligro que no se veía venir. Y aunque lo hubieran visto, ¿qué otra cosa podían hacer? El único modo de llegar tan lejos era sobornar a un piloto. Ana le deseó una suerte infausta a Nevski.

—Sergei —le había advertido al joven, en el tono de una gran duquesa que no admitía objeción—, yo no puedo gobernar este bote sola. Por mí, ya que no por ti, debes descansar, sólo un rato.

Pero él actuaba como si no la oyese siquiera; era posible que no la oyera. Parecía que los dientes le castañeteaban dentro del cráneo, y se había doblado con otro ataque muy fuerte de tos. Todo había sucedido tan deprisa que Ana apenas podía creerlo…, aunque no era la primera vez que veía semejante fenómeno. Incluso en las salas militares, a menudo eran los jóvenes más fuertes y llenos de energía quienes caían más rápido. Ése era uno de los grandes misterios de aquel mal. El doctor Botkin, que las había atendido a ella y a su hermana, insinuó en cierta ocasión que era su misma constitución lo que contribuía al fallecimiento de las víctimas. «Su propio vigor es su perdición», dijo, y meneó la cabeza al tiempo que miraba los termómetros de sus pacientes imperiales y ordenaba que les aplicaran más compresas frías para bajarles la fiebre. «Alegraos, altezas, de ser frágiles y estar criadas entre algodones», les había dicho, y Tatiana le había lanzado una almohada.

¿Era eso en verdad lo que las había salvado? ¿O era, como había decidido en tono siniestro Rasputin, que Ana llevaba en su sangre la resistencia contra la plaga, que la mortal enfermedad de la sangre heredada de su madre, y que sólo se transmitía a la descendencia masculina, brindaba cierta inmunidad contra los peores estragos de la gripe española? Qué extraño que su contaminada naturaleza tal vez fuera su mayor guardián.

Al parecer servía de mensajera de la muerte, pero no sería una de sus víctimas.

Un bloque de hielo había chocado contra el bote, y una ola de glacial agua azul subió por lo alto del costado de estribor y se derramó dentro del casco; llegó a la altura de las botas y se metió en ellas. Ana procuró levantar los pies por encima del agua, pero no pudo mantener mucho tiempo el equilibrio en la estrecha bancada. Tenía los pies casi congelados, pero en particular el izquierdo, el que llevaba la bota diseñada especialmente para amoldarse a su deformidad, no se lo sentía en absoluto. Estaba deseando quitarse la bota y frotárselo hasta devolverle la sensibilidad, a ser posible delante de un fuego bien caliente…, pero la isla de San Pedro aún estaba lejos.

Y cuanto más se acercaban, menos acogedora parecía.

Un áspero peñasco negro, envuelto en bruma y rodeado de dentados escollos que sobresalían del agua como estacas, era el lugar menos adecuado de la tierra para haberse ganado el nombre de refugio. Pero Ana sabía que justo por eso la habían elegido. Los discípulos del padre Grigori, que creían, igual que ella, que era un profeta, habían recorrido todo el camino desde Pokrovskoe para guarecerse aquí, construir su iglesia y esperar el regreso de su starets. Para Ana su vuelta corporal resultaba improbable —ella sabía bien los estragos que le habían causado antes de que se ahogara en el río Neva—, pero en cambio no dudaba de la fuerza de su espíritu. No tenía ninguna duda sobre la imagen que ella misma había visto, surgiendo en un remolino del humo de las pistolas en aquel sótano de Ekaterinburgo, ni tampoco sobre la cruz de esmeraldas, impregnada de sus poderes, que seguía llevando bajo el abrigo y el corsé.

Sergei había soltado la caña del timón y señalaba, con un tembloroso dedo, hacia delante, a la isla. Cuando Anastasia alargó la mano para acariciarle una mejilla, se había echado atrás horrorizado, temiendo contagiarla, y había insistido en que buscara las hogueras.

—Encenderán hogueras.

Y después, sacudido por una tos que le cubrió la mano de sangre, había soltado la vela y había soltado la vida. Tras bendecirla, pasó sobre el costado del bote y entró en las revueltas aguas del estrecho.

Lo último que había visto de él, mientras se abalanzaba hacia la popa y las olas se tragaban el cuerpo de Sergei, fue una congelada y azul flor de aciano que se movía de un lado para otro entre los fragmentos de hielo. Era, indudablemente, la que ella le había entregado junto a las vías del tren en Siberia.

Anastasia habría dado hasta la última gema de su corsé por recuperarla.

Y luego se había dedicado a la tarea de gobernar el bote por entre la cegadora niebla y las olas que subían y bajaban, buscando sin descanso las hogueras que Sergei decía que cada noche encendían en los acantilados.

—Son los faros para guiar a su profeta, perdido y errante en las tinieblas, hasta el nuevo hogar —le había dicho.

Y cuando las vio brillar, como minúsculas velas al final de un largo y sombrío corredor, la esperanza había crecido en su pecho. El bote, como si lo guiara una mano milagrosa, había atravesado los escollos, los arrecifes y las pozas de marea, y se había parado en seco sobre una estrecha franja de guijarros y arena. Cuando Ana cayó de rodillas en la playa, calada hasta los huesos y jadeando, dio gracias a Dios por su liberación. Por encima del estruendo de la rompiente le pareció oír el tañido de la campana de una iglesia.

Y a la última luz del día, un día que era más corto en esta parte septentrional del mundo que en ningún otro sitio, había alzado la mirada para ver a sus salvadores corriendo por la playa hacia ella. Pero la plegaria de agradecimiento se convirtió en amargas cenizas a medida que éstos reducían la distancia.

Lejos de acudir a su rescate, era una manada de lobos negros; ya veía el brillo de sus ojos de fuego y sus blancos colmillos. El bote había desaparecido, pues la corriente había vuelto a llevárselo, y aunque hubiese querido tratar de correr más que ellos, no había adónde ir. Ana sacó la cruz de debajo de la ropa y, agarrándola fuerte, agachó la cabeza, empezó a rezar y se dispuso a reunirse con su aniquilada familia en el Cielo. Los lobos avanzaban, y en cualquier momento esperaba oír sus sanguinarios resuellos y sentir en el cuello sus afilados dientes. Pero justo cuando se preparaba para el ataque, oyó un fuerte y agudo silbido que procedía de lo alto de los acantilados, y cuando alzó la vista y miró a través del velo de su cabello cubierto de escarcha, vio que los lobos se paraban en seco y que, nerviosos, se ponían a escarbar con las patas en la arena, moviéndose en círculo alrededor de ella, gimiendo y ladrando como perros ante la puerta de la cocina.

¿Qué había ocurrido?

El lobo principal, con una blanca mancha en el hocico, se acercó más —Ana olió su pestilente aliento— y clavó la mirada en sus manos, que apretaban la cruz de esmeraldas, con una curiosidad casi humana.

El silbido volvió a oírse, y todos los lobos se volvieron a mirar la pared del acantilado; un hombre vestido con una larga sotana negra bajaba despacio un casi invisible tramo de escalera. Por un instante Anastasia pensó: «¡Dios mío, es Rasputin!». Pero cuando el hombre atravesó con paso resuelto la playa cubierta de hielo vio que se trataba de otra persona: tan alto como Rasputin y tan ancho de espaldas como él, pero con un rostro que era más benévolo, menos mundano; un rostro que no velaba una enmarañada barba negra. En las facciones del padre Grigori había una innegable ferocidad, pero ninguna en las de este sacerdote. Hizo una señal con un brazo y los lobos, salvo el jefe, se echaron rápidamente atrás como el polvo ante una escoba.

—Anastasia —dijo el sacerdote, al tiempo que se arrodillaba junto a ella—, soy el diácono Stefan.

Era el hombre de quien le había hablado Sergei, el que había guiado a los peregrinos desde su pueblo.

Estrechándola en un abrazo, añadió:

—Hace mucho tiempo que os esperamos.

Las ardientes lágrimas que de repente brotaron de los ojos de Anastasia le calentaron la cara, y cuando el lobo de la blanca nariz dio un paso adelante para lamérselas, el diácono no lo impidió