CAPÍTULO 59

Sola en la carretera, con Frank sujeto con correas a la camilla en la parte trasera de la ambulancia, a su espalda, Nika siguió adelante hacia Nome, mientras la nieve se metía sin obstáculos en el coche por el perdido parabrisas. A veces caía tan fuerte y tan rápido que ocultaba por completo los carriles, y Nika tenía que detener el vehículo y esperar a que se despejara el panorama para saber siquiera por dónde iba la carretera. Los captafaros devolvían un rojo parpadeo cuando les daba el faro, pero ésa era casi la única ayuda que tenía.

Sabía que aquella zona no estaba muy habitada, y las pocas casas que había resultaban invisibles, ocultas por la arremolinada nieve. Tosió tras la mascarilla —por lo menos con ella no le entraba la nieve en la boca—, pero le preocupó que comenzara a sentirse mareada. La chocolatina que se había comido antes tal vez no fuera suficiente sustento, aunque sólo pensar en comida le daba náuseas, no apetito. Tenía que limitarse a controlar los nervios y mantener la concentración unas horas más. La vida de Frank dependía de ello.

Cuando echaba una ojeada hacia atrás veía que seguía inmóvil bajo varias mantas y una manta térmica, con un gorro de punto bien encasquetado en la frente y perdiendo el conocimiento a ratos. A Nika le inquietaba que tuviera una conmoción cerebral, o algo peor, pero ¿qué sabía ella? Pese a lo que creyera el policía, no era médico.

Si Frank estuviera completamente consciente y alerta, habría valorado su estado él mismo.

Llevaba la calefacción encendida, a todo gas, pero al no tener parabrisas casi todo el aire caliente se perdía casi al instante; el resto se limitaba a fundir la nieve y el hielo que se acumulaban en la parte delantera de la ambulancia hasta que Nika descubrió que una lámina de agua glacial iba de acá para allá entre los pedales. De todas formas, sin la calefacción le parecía que, aunque llevara los guantes, las manos se le congelarían.

Cuando la carretera torció tierra adentro, el bosque de abetos se hizo más tupido a ambos lados, proporcionando así una mínima protección del viento. También la ayudaban a ver adónde iba la carretera, y Nika pudo aumentar la velocidad. Incluso de vez en cuando divisaba alguna señal de tráfico, por lo general avisando de un tramo peligroso, pero que a veces le indicaba cuánto faltaba todavía para llegar a Nome. Tendría gasolina suficiente, eso lo sabía, pero debía evitar que la ambulancia patinara y se metiera en un ventisquero o que chocara con algún animal nocturno que anduviese buscando comida, algo que podría resultar mortal. Sabía personalmente de tres personas de Port Orlov que habían muerto de frío, y uno de ellos era un inuit —el tío abuelo de Geordie— y había vivido allí toda su vida. Su hambriento malamute había llegado al Yardarm solo, cuatro días después.

Mientras se encogía sobre el volante camino de Nome en su misión desesperada, Nika recordó a aquel otro malamute, el célebre Balto, que había llevado el suero salvador hasta allí hacía casi cien años. Pensó en las espantosas penalidades que habían soportado aquellos perros y los conductores de sus trineos, y mientras sufría un ataque de tos, intentó levantarse el ánimo con el valor y la entrega de aquel ejemplo. Si ellos lo hicieron en trineos descubiertos y atravesando un territorio imposible, ¿por qué iba ella a cuestionar sus posibilidades? Tenía un coche, aunque fuera una porquería; tenía calefacción, aunque estuviera convirtiéndolo todo en papilla, y tenía un médico a bordo, pese a que estaba herido y casi todo el rato inconsciente. Debería conseguirlo.

La arenga de motivación no la ayudó tanto como Nika esperaba.

Encendió la radio y, a pesar de la tormenta, empezó a sonar una emisora de música country. En realidad Nika no era aficionada a aquella clase de música, de modo que el cantante, que canturreaba sobre una chica que se escapó, no le resultó conocido. Pero daba igual. Lo que importaba era la conexión con la civilización, la voz que surgía del vacío, la compañía que brindaba, mientras ella seguía adelante a través de la oscuridad y el frío glacial. Era un cabo salvavidas, al que se aferró… en particular porque sentía que sus energías iban a menos.

Nika no supo cuánto tiempo pasó así. Estaba tan concentrada en seguir la carretera, en estar pendiente de aquellos esquivos captafaros puestos a los lados, que la nieve la cegaba. Y más de una vez, sin darse cuenta, debió de cerrar los ojos durante unos segundos, porque cuando volvía a levantar la vista alguna cosa había cambiado en su campo visual: una señal ya pasaba rápidamente por su lado, o la carretera había empezado a torcer por un bosquecillo de árboles. Entonces se apresuraba a limpiarse la nieve de las gafas, se palmoteaba los brazos para hacer circular la sangre y se decía en voz alta: «Despierta, Nika… ¡Despierta!».

La ambulancia era tan vieja que no tenía GPS, y hasta el cuentakilómetros estaba atascado, de modo que era difícil estar al corriente de cuánto le quedaba para llegar. Dependía de la escasa señalización. Pero pensó que no tenía sentido preocuparse por ello y menos todavía, volverse atrás. «Llegarás cuando llegues», acostumbraba a decirle su abuela. Por entonces a Nika aquello le resultaba una observación bastante tonta. Ahora mismo le parecía el colmo de la sabiduría.

Taylor Swift —por fin alguien que sí reconocía— salió a escena, cantando un viejo éxito que había escrito sobre un tipo que la había tratado mal. Nika intentaba recordar quién era, porque la prensa amarilla decía que había muchísimos, cuando la sorprendió una voz que, en la parte trasera de la ambulancia, decía:

—Basta… basta.

Nika volvió enseguida la cabeza y vio que Frank se removía en la camilla. Las mantas seguían remetidas en torno a él, y tenía el gorro de lana espolvoreado de nieve.

—No más… música country.

La voz sonaba como el ronco graznido de una rana, pero era música para los oídos de Nika. Slater ladeó la cabeza para que sus miradas se encontraran —unos intensos moratones iban formándosele ya alrededor de las cuencas, de modo que parecía que acabaran de darle un puñetazo— y ella apagó la radio a tientas.

—¿Estás bien? —preguntó, tan pronto mirando a Frank como observando la carretera.

—¿Dónde estamos?

—Camino del hospital de Nome.

Frank cerró los ojos, como si reflexionara sobre aquello.

—¿Me paro en el arcén? ¿Necesitas que te ayude?

Él volvió a abrir los ojos y contestó:

—¿Qué pasó en el puente?

Sin saber por dónde comenzar, Nika empezó a contarle lo del coche patrulla que cortaba el acceso, pero él meneó la cabeza un poco y dijo:

—De eso me acuerdo. Me refería a los Vane.

Ella tragó saliva y respondió:

—La furgoneta explotó. Debía de estar cargada con un montón de gasolina de reserva. Tú saliste despedido.

La mirada de Slater pasó rápidamente por la ambulancia, mientras la nieve volaba por el interior como los copos blancos de una bola de cristal. Estaba claro que no veía más pasajeros, y Nika creyó que no tenía que añadir nada más. Frank volvió a echar atrás la cabeza y clavó la mirada en el techo, y ella observó atentamente la carretera de nuevo. Una buena señal era que la superficie parecía más lisa y recién despejada de nieve, lo cual significaba que iba acercándose a la ciudad.

Incluso con la calefacción al máximo tiritaba dentro del chaquetón, y tuvo que doblarse sobre el volante cuando le dio otro ataque de tos.

—¿Cuánto hace que te pasa eso? —preguntó Slater, como si de repente volviera a estar alerta.

Nika le quitó importancia con un gesto de la mano, al tiempo que se aflojaba la mascarilla para respirar algo de aire fresco; el miedo la hacía hiperventilar. A pesar del remolino de nieve y hielo, vio luces delante. No muchas, pero suficientes. Con ambos guantes, agarró el volante como un capitán decidido a hundirse con el barco y se dirigió hacia ellas.

Un motel se distinguía apenas a la izquierda, y también el cartel sobre el malecón en Gold Beach. Nika circulaba por el Norton Sound, con ráfagas de viento que aporreaban los costados de la ambulancia como si fueran remos. El nuevo hospital no estaba demasiado lejos. En una noche despejada tal vez lo hubiera visto ya; aunque sólo tenía cuatro plantas, era la construcción más alta de la ciudad. Los marineros, que en tiempos usaban las agujas de la iglesia como faros, ahora buscaban las antenas luminosas situadas encima del hospital.

Cuando por fin entró en la concentrada red de calles que conformaban el centro de Nome, Nika se sentía como una corredora de maratón que se dirigiera con piernas temblorosas hacia la meta. Como para subrayarlo, vio a la izquierda el arco de madera que marcaba el final de la carrera Iditarod… y luego el poste adornado con carteles que mostraban la distancia que había hasta lugares como Miami o Río. Las farolas se balanceaban y se meneaban, iluminando con un alucinante resplandor amarillo las salas de bingo y los bares, aunque no había ni un alma en las calles, barridas por el viento y cubiertas de una alta capa de nieve.

En la esquina de West Fifth Avenue giró demasiado bruscamente y la ambulancia estuvo a punto de patinar y empotrarse en una boca de incendios antes de que pudiera enderezarla de nuevo.

«No te pongas nerviosa», se dijo; «ya casi has llegado».

Justo delante de ella vio la señal luminosa que decía CENTRO SANITARIO REGIONAL DE NORTON SOUND. ENTRADA DE URGENCIAS, y sin parar de tocar el claxon condujo el coche por la rampa, bajo el pórtico cubierto, y entró en el garaje con aire acondicionado.

Varios miembros del personal del hospital salieron en tromba por las puertas correderas de cristal —todos debidamente avisados y vestidos con trajes aislantes— y mientras dos de ellos subían corriendo a la parte trasera de la vieja ambulancia y empezaban a empujar a Frank, aún en la camilla, hasta la zona de admisión, un tercero abrió de un tirón la portezuela del conductor. Nieve derretida y aguanieve salieron chapoteando, y a Nika le pareció que estaba a punto de resbalarse y caer al suelo también. Un fornido enfermero la agarró y luego la acompañó adentro, rodeándole la cintura con un fuerte brazo.

—Cuarentena —dijo ella a través de la mascarilla—. Hay que ponerlo en cuarentena.

—Ya lo saben —contestó el enfermero, que llevaba una mascarilla de plástico—. La patrulla de carreteras de Alaska llamó antes.

La llevó a la silla más próxima, pero cuando Nika se echó un vistazo a la mascarilla vio que había una mancha rosa en la gasa.

—A mí también —dijo con voz apagada.

Aunque no estaba segura de que él la oyera.

Cuando le quitaron los guantes para comprobar si había congelación, en el centro de la palma, donde la aguja la había pinchado en la isla de Saint Peter, Nika vio una serie de diminutas líneas rojas que partían hacia fuera como los rayos del sol en el dibujo de un niño.

—A mí también —repitió; se apartó del enfermero y se dobló, abrumada por un ataque de tos—. Cuarentena.

Instintivamente, el enfermero se echó atrás de un salto. Cuando por fin recuperó el aliento, Nika dijo con voz entrecortada:

—No se acerque.

Y apenas terminó de hablar fue resbalándose de la silla, sin fuerzas, como una muñeca de trapo, y se cayó al reluciente suelo de linóleo.