CAPÍTULO 58

Cuando el avión se perdió de vista por completo e incluso el sonido del motor se desvaneció con el susurro del viento por la abandonada pista de aterrizaje, Anastasia dijo:

—Había un pueblo en los acantilados. Lo vi antes de que aterrizáramos.

Pero Sergei estaba inmóvil, con el negro abrigo de piel de foca hinchándose en torno a él, los ojos aún clavados en el azul, aunque vacío, cielo.

—Sergei, se ha ido. No podemos hacer nada.

Sergei aún agarraba una piedra —le había lanzado varias al avión en un gesto de impotente furia— y parecía resistirse a soltarla.

Ana decidió darle tiempo y fue al cobertizo a mirar. Estaba claro que era un almacén para los aviones, con latas de gasolina, herramientas y diversas piezas mecánicas por allí tiradas; no vio nada que tuviera utilidad para ellos.

—Perdonadme —oyó decir por encima del hombro—. He sido tonto.

—Lo hemos sido los dos —contestó Ana, y recordó que era ella quien lo había animado a dar el segundo diamante—. Todo el que confíe en otro ruso —añadió con amargura— es tonto.

Tras tomarlo de la mano, lo llevó por el campo teniendo cuidado con el pie enfermo, que había acumulado muchas ampollas en el viaje, y fue de nuevo hacia los acantilados donde había divisado aquellas pocas cabañas. A mitad de camino vio varias siluetas que se acercaban: tres hombres, achaparrados y robustos, envueltos en abrigos de pieles, con las capuchas echadas hacia atrás y algo extraño en los rostros. Sólo cuando se aproximaron más Anastasia distinguió que tenían discos de marfil, del tamaño de monedas, metidos en el prominente labio inferior. Anastasia sabía que debían de ser los esquimales; con sus anchos rostros curtidos por la intemperie, sus salientes pómulos y sus ojos negros, le recordaron a los jinetes acróbatas de Mongolia que una vez habían actuado en Tsarskoe Selo para el aniversario de bodas de sus padres.

Ana y Sergei se detuvieron y dejaron que los hombres acortaran la distancia que los separaba. Los dos más jóvenes se apartaron, mientras que el tercero, que tenía unas lanudas cejas grises y se apoyaba en una vara, levantó una mano desnuda y dijo: «Da?», «¿Sí?».

Ana no supo qué contestar. El hombre miraba a su alrededor, como si también estuviese perplejo al ver que no había ni avión, ni piloto ni nada que explicase su presencia allí.

Da? —repitió.

Anastasia no estaba segura de que él comprendiera siquiera lo que estaba diciendo.

—Me llamo Ana —contestó—, y le presento a Sergei.

El anciano asintió.

Ana se preguntó cómo iba a continuar.

—Me temo que vamos a necesitar su ayuda.

¿Entendería más palabras en ruso?

—Queremos ir a la isla de San Pedro —dijo en voz alta Sergei, señalando en dirección al este—. Isla. San. Pedro.

—Kanut —repuso el hombre, llevándose los dedos suavemente a la pechera del abrigo.

Ana, sonriendo con gesto tenso, repitió sus nombres, y el anciano asintió con la cabeza de nuevo.

—¿Habla usted ruso? —preguntó ella.

Da. Unas palabras —respondió el anciano.

«Menos mal», pensó Anastasia. Tal vez fuera posible hacerse entender, después de todo. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, el esquimal había dado media vuelta y se dirigía otra vez hacia los acantilados. Ana tuvo que suponer que debían ir detrás, en particular porque sus dos guardaespaldas estaban esperando a que lo siguieran para cerrar la marcha. Aunque desconcertada, no se sentía amenazada como se hubiera sentido con sus propios compatriotas.

El pueblo, si se le podía llamar así, no estaba lejos. Ana oyó huskies ladrando y olió humo antes de ver de nuevo las cabañas; no había más de diez o quince, y eran las construcciones más toscas que había visto jamás: unos bajos montones de piedra con cueros extendidos sobre los remates para formar un tejado. Unos empinados senderos bajaban por el acantilado hasta una estrecha franja de playa rocosa, donde canoas y kayaks estaban puestos boca abajo sobre unos postes hechos de barba de ballena. Elevado también sobre unos palos había un bote salvavidas de madera con el nombre Carpathia en ruso, que aún se leía con dificultad en el costado. Sergei le apretó la mano y con la otra señaló hacia el otro lado del mar de Bering. A lo lejos, como un negro puño que se alzara desde el mar, Ana distinguió apenas una isla diminuta, extrañamente rodeada, incluso un día despejado como éste, por un cinturón de niebla.

El anciano se inclinó y, tras alzar una puerta de piel de foca, se metió en una de las casuchas. Una vez dentro, Ana se sorprendió de encontrar una sala muy cálida y espaciosa. El duro suelo estaba cubierto con muchas capas de cueros y pieles, sin orden ni concierto, que se superponían en parte; dos mujeres, tan bajas y robustas como los hombres, atendían un primitivo hogar, con el tubo de hojalata de una chimenea en el rincón. Ana oyó el borboteo de un samovar y olió el sorprendente aroma del té indio. Cuando una de las mujeres, sonriendo con dientes desgastados y amarillos, les llevó el té, fue en unas desportilladas tazas de porcelana con filos dorados y el nombre Carpathia escrito en ellas. Ana tuvo la casi absoluta seguridad de que todas estas cosas las habían rescatado de un buque naufragado del mismo nombre.

Pero le quedó claro que Kanut hacía todo lo posible por tratarlos espléndidamente. Y aunque no disponían de azúcar, limón o leche, por no hablar de los tradicionales bollos con pasas, hermosamente decorados y dispuestos, a los que en su día estaba tan acostumbrada, aquélla fue la taza de té más hospitalaria y deliciosa que le habían servido nunca. Por mucho que se hubiera endurecido desde Ekaterinburgo, cualquier pequeña demostración de amabilidad humana la conmovía también.

—¿Cómo aprendió usted a hablar ruso? —preguntó al esquimal, pronunciando despacio cada palabra.

Al quitarse el abrigo el anciano dejó al descubierto un bordado chaleco de piel de gamuza, abrochado con botones de barba de ballena, y la pequeña figura tallada de un oso colgada al cuello. Anastasia se preguntó si era un oso lo que también adornaba el plato que tenía en el labio.

—Comerciantes —respondió él—. Trabajo en barcos. —Levantó un brazo, con la mano cerrada como si fuera a lanzar un arpón—. Diez año.

Sentado al lado de Ana, Sergei irradiaba impaciencia, y ella le puso una mano tranquilizadora en el brazo.

—Bébete el té —le dijo con dulzura—, te refrescará.

Luego le dio las gracias a su anfitrión directamente. A pesar de aquel entorno desconocido, se sentía como si de nuevo estuviera en uno de los palacios imperiales, dando la bienvenida a una delegación de uno de los remotos reductos del imperio. Antes su familia reinaba sobre casi la sexta parte del mundo, y ahora ella sólo tenía la ropa que llevaba encima y las joyas que guardaba en el corsé. Qué agradecida estaba, una vez más, a la precaución que le hizo ponérselo en lugar de meterlo en el hatillo robado.

Durante varios minutos hablaron con dificultad sobre las aventuras de Kanut en alta mar —al parecer había viajado por casi todas las regiones árticas, cazando castores, morsas, focas y ballenas—, pero Ana percibía que la tensión de Sergei iba en aumento. No dejaba de descruzar y volver a cruzar las piernas, de carraspear, incluso de toser. Por fin, cuando ya no pudo más, el joven interrumpió al cazador para decir:

—¿Podemos contratarlo, o a algunos de sus hombres, para que nos lleve a la isla? Con mucho gusto le pagaremos lo que usted quiera.

Aunque el anciano sonrió cortésmente, Ana notó que se había ofendido porque le interrumpieran su coloquio. Se figuró que pocas veces disfrutaba de la oportunidad de tener un oyente nuevo. Pero cuando Kanut negó con la cabeza, fue con algo más que una leve irritación.

—No. Allí no —respondió.

—¿Por qué no?

—Mala suerte —respondió.

En un gesto inconsciente, el anciano rozó con los dedos el oso de marfil que llevaba al cuello.

¿Era su amuleto de la buena suerte?, se preguntó Ana. ¿El equivalente de la cruz de esmeraldas que ella tenía bajo la blusa?

—¿Es porque allí están los colonos rusos? —insistió Sergei—. Se lo prometo, no le harán ningún daño. Son discípulos de un gran hombre, un hombre santo, conocido como el padre Grigori.

Pero el anciano era tan terco e imperturbable como una roca.

—También lo llamaban Rasputin —añadió Sergei—. Seguro que ha oído hablar de él por ese nombre.

—Sitio de espíritus —contestó Kanut, aludiendo a la isla—. Yo les digo a ellos: no va allí. Sitio para los muertos. No va.

Ana tuvo la impresión de que se refería a que era un lugar santo para los esquimales, un terreno sagrado que los colonos habían profanado con su mera presencia. Incluso la única vislumbre que había tenido de ella confirmaba sus sospechas. Era un lugar imponente.

Pero nada iba a disuadir a Sergei. En realidad, a ella tampoco. No podían regresar a Rusia ya, y habían llegado tan lejos para encontrar un asilo, aunque sólo fuera durante un año o dos, hasta que el mundo hubiera entrado en razón y a los rojos los hubieran arrojado del poder tan despiadadamente como ellos lo habían tomado… No, estaba igual de decidida que Sergei a llegar a su lugar de destino, en particular ahora que lo tenían a la vista.

—Bueno —dijo Sergei—, pues si no quiere usted ir, ¿y si nos vende uno de esos botes de la playa? ¿El del Carpathia?

Alzó su taza y señaló la palabra que había en ella.

Kanut frunció el ceño.

—¿Cuánto quiere por él? —prosiguió Sergei, echándole una mirada a Anastasia.

Ella metió la mano dentro del abrigo y sacó la bolsita cerrada con un cordón en donde guardaba la provisión de sobornos. Sergei la abrió, hurgó en el interior y cogió un centelleante brillante amarillo. Se lo ofreció al anciano.

—Vale mil rublos. ¿Y cuánto vale ese bote de madera?

Cuando el anciano no mostró ningún interés, Sergei sacó un zafiro tan grande y tan azul que parecía un arándano.

—Los dos, quédese con los dos.

Pero Kanut siguió sin ceder. Ana no sabía si era una táctica de regateo o si en verdad la gema le era indiferente.

La frustración de Sergei iba en aumento, pero entonces pareció haber dado con algo. Su mano ahondó más en la bolsa y salió con tres anillos de oro que en su día habían pertenecido a las hermanas de Ana. A ésta se le partió el corazón al verlos. Pero Sergei tenía razón: en cuanto apareció el oro, Kanut se mostró atento. No le interesaban las piedras preciosas, pero el oro era la moneda del mundo, sobre todo en estas regiones donde se extraía en tanta cantidad.

—Los anillos, de oro puro; quédese los tres.

Kanut alargó la palma de la mano, y cuando Sergei dejó caer los anillos en ella, siguió sin moverla… esperando que el brillante y el zafiro los acompañaran. Ah, pensó Ana: no era tan insensible a su belleza, y a su valor, después de todo. De mala gana, Sergei le pasó las gemas también. Acababan de comprar un bote de vela por el precio del yate imperial Standart.

El anciano se guardó el botín en el bolsillo del chaleco y, acaso temiendo que estos dos tontos fueran a arrepentirse del trato, se puso de pie y dijo:

Debe ir pronto. Las mareas.

Les gritó unas órdenes a las mujeres, una de las cuales estaba a punto de servirles unos buenos pedazos de grasa curada de ballena, y les hizo señas a Ana y Sergei para que lo siguieran.

Fuera, los dos hombres que antes acompañaban a Kanut estaban en cuclillas en la tundra, echándoles colas de pescado a los perros, que tiraban de sus cadenas. El anciano dio una orden en su lengua nativa y los hombres parecieron quedarse perplejos. El anciano dijo algo más y Ana vio que uno de ellos, que tenía un diente de oro en la parte delantera de la boca, la miraba y se reía. No necesitó un intérprete para entender lo esencial de lo que se había dicho.

El sendero que bajaba hasta la playa era empinado y, con el pie enfermo, a Ana le costaba mantener el equilibrio. Sergei le ciñó la cintura con un brazo y prácticamente la llevó en volandas buena parte del camino. Al llegar abajo estaba sin aliento; se dobló y se deshizo en un ataque de tos.

Bajo la atenta mirada de Kanut, los dos hombres desataron el bote de los postes de barba de ballena, le dieron la vuelta hasta ponerlo derecho y metieron la proa en el agua glacial y fangosa. Uno de ellos pasó entre las bancadas y, tirando de un cabo enrollado, izó una flácida vela de lona. El otro sacó una abollada cantimplora —la sacudió para que oyeran que estaba llena— junto con un enredado puñado de tiras de tasajo y algo de grasa curada de ballena, y lo echó todo a la popa del bote. Provisiones suficientes, supuso Ana, para que consiguieran llegar a la isla vecina… o para que murieran perdidos en alta mar.

Pálido y con un alarmante aspecto de estar sin resuello, Sergei alargó una mano y ayudó a Anastasia a subir al bote; cuando estuvo acomodada, él tomó asiento en la popa, cogió la caña del timón en una mano y la cuerda unida a la vela en la otra. Tras hacerles una seña con la cabeza a los dos esquimales, como un cazador diciéndoles a los batidores que suelten los perros, se enrolló la cuerda a la muñeca al tiempo que los nativos arrimaban el hombro y apartaban el bote de la orilla. La embarcación se meneó arriba y abajo sin desplazarse al principio, hasta que Sergei izó más la vela y de pronto el viento la llenó hasta tensarla con un chasquido. El bote se alejó de la playa rocosa, con las frías olas lamiendo ávidamente sus costados, y Ana se agarró a un tolete. Nunarbuck se alejaba con rapidez y las achaparradas cabañas de piedra se difuminaron en la gris pared del acantilado, mientras que la isla de San Pedro seguía siendo un negro puño en mitad del agitado mar. Una bandada de aves, todas de color oscuro y dando gritos discordantes, volaba en torno al endeble mástil, como si les lanzaran una advertencia.

Pero Anastasia se limitó a susurrar una oración en voz baja y a llevarse la mano al lugar de su pecho donde tenía la cruz de esmeraldas. ¿En qué otra cosa podía confiar?