CAPÍTULO 57

Nika se quedó inmóvil. El micrófono de la radio se le cayó en el regazo al ver que se desplegaba la bola de fuego y la destrozada furgoneta se elevaba como un cohete en el aire. Al cabo de un instante el impacto de la onda expansiva llegó a la ambulancia, haciendo añicos el astillado parabrisas y lanzando una lluvia de vidrios sobre el salpicadero.

El estampido sonó como un trueno lejano, y el chasis de la ambulancia se bamboleó.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó por la radio una voz entre el crepitar de parásitos—. ¿Sigue usted ahí?

Trozos de la furgoneta empezaron a caer con gran estrépito en el asfalto, mientras que otros volaban ardiendo por encima del lateral del puente.

—Haga el favor de contestar —insistió la voz—. ¿Está usted bien?

Nika estaba levantando el auricular cuando algo se estampó en el capó de la ambulancia, y tras rebotar cruzó el gran boquete y cayó en el asiento junto a ella. Bajó la mirada: media pierna en pantalones vaqueros, empapada en sangre, con el pie aún pegado. Y enseguida, asustada, Nika salió corriendo del coche.

Corría hacia el puente, por delante del policía que estaba frente al abollado coche, micrófono en mano y con el cable estirado todo lo que podía. Le oyó decir: «¡Emergencia! ¡Enseguida!». Nika no hacía más que decirse que Frank no vestía unos pantalones vaqueros. Llevaba puesto el blanco traje de laboratorio. Aún podía estar bien.

Al llegar a la rampa del puente vio restos del accidente que, en llamas, todavía bajaban flotando hacia el fondo del cañón. El viento apestaba a gasolina y a muerte. Nika siguió corriendo hacia la nube de humo negro y destrucción, pero a medida que se acercaba tuvo que reducir la marcha y pasar con cuidado, con los ojos entornados para protegerse de las acres vaharadas, por entre los rescoldos.

—¿Frank? ¿Me oyes? ¿Frank?

La tormenta batía el humo y las cenizas hasta convertirlos en un horrible mejunje oscuro. Cuando se detuvo un instante para limpiarse las lágrimas de los ojos, vio al poli pasar corriendo por delante de ella, al tiempo que movía rápidamente su linterna de acá para allá. El brillante haz de luz iluminaba grandes trozos de metal, madera y tela hechos pedazos… y trozos de cuerpo quemados.

«Por favor, Dios mío», pensó. «Por favor, Dios mío, haz que lo encuentre».

—¡Frank! —volvió a gritar.

El aire sucio le abrasaba los pulmones mientras avanzaba con dificultad. Entonces recordó la mascarilla que llevaba al cuello y se apresuró a ajustársela sobre la boca y la nariz. Nunca se había alegrado tanto de llevarla.

Un eje de la furgoneta, con dos ruedas aún, estaba como una barra de pesas en mitad de la calzada.

Su pie dio contra algo que echó a rodar, como una negra bola de bolos, por la línea blanca del puente. Sólo cuando giró Nika vio que era una totalmente lisa, totalmente quemada y totalmente irreconocible cabeza.

Nika se paró en seco, temerosa de dar un paso más o ver otro horror. Las ráfagas de viento no dejaban de hurgar en las cosas que habían vuelto a caer al suelo, revolviéndolas como si quisieran inspeccionarlas más, pero Nika no podía mirar. Bajó los ojos, respirando con dificultad, y vio brillar algo al resplandor del cojín de un asiento en llamas. Era una cruz, hecha de plata, con esmeraldas que centelleaban a la luz de los crepitantes fuegos que había por todas partes. ¿Qué diablos hacía aquello aquí?

En ese momento oyó gritar al policía.

—¡Aquí! —Se había apartado la mascarilla de la boca y estaba agachado junto al quitamiedos—. ¡Aquí!

Nika saltó por encima de un retorcido tubo de silenciador y se acercó.

Un cuerpo, casi partido por la mitad, yacía envuelto en una manta hecha jirones. Nika vio enseguida que le faltaban un par de extremidades.

El alma se le cayó al suelo a plomo, como una piedra, pero entonces el policía apuntó con la linterna y dijo:

—¡Debajo! ¡Mire debajo!

Nika se limpió las cenizas de los ojos.

Y entonces vio que allí también yacía otra persona, protegida por el destrozado cadáver.

—Ayúdeme —dijo el poli.

Volvió a colocarse la mascarilla con gesto brusco y empezó a desenredar los dos cuerpos.

Dejaron que lo que quedaba del que estaba encima rodara a un lado. Aún había lo suficiente como para que Nika reconociera a Harley Vane.

Y debajo estaba Frank, con el traje de laboratorio manchado de sangre y ceniza, y el búho de marfil en su cordón de cuero colgando sobre un hombro. Cuando lo llamó por su nombre, Nika vio que sus párpados se agitaban levemente. Había perdido la mascarilla y tenía el rostro chamuscado y con sangre. Pero Nika vio que sus labios se movían.

—Quédate quieto —le dijo, y le quitó con ternura el hollín de la mejilla—. No intentes hablar.

Pero él intentó hablar, de todos modos… y ella juraría que dijo: «Nika».

En ese momento Nika miró al poli.

—Pida una evacuación medicalizada —le ordenó—. ¡Necesitamos un helicóptero lo más rápido posible!

Pero él ya estaba negando con la cabeza.

—He llamado por radio, y todos los helicópteros están de servicio haciendo cumplir la cuarentena. La ayuda tardará horas en llegar.

Nika no disponía de horas.

—Pues tendré que ir en su coche patrulla.

—¿Ha visto usted lo que queda de él? Conducirá sin capó.

Un torbellino de pensamientos invadió la cabeza de Nika. Su única opción era la ambulancia sin parabrisas, con un solitario faro y sin suficiente gasolina.

—¿Puede vaciarme su depósito en la ambulancia?

—Eso sí puedo hacerlo —contestó él.

Claramente aliviado al ver que por fin podía ofrecer alguna ayuda, volvió a cruzar por el humeante campo minado.

Nika se inclinó sobre Frank tratando de valorar sus heridas, pero estaba tan empapado de sangre que era difícil saberlo. Tenía la cara cubierta de cortes y abrasiones, y, con cuidado, le pasó los dedos por el pelo, tieso y apelmazado, en busca de algún tajo o alguna herida. Para su alivio, no encontró ninguna. Tras aflojarle el traje aislante e intentar mirar dentro, no vio ninguna herida abierta ni huesos que sobresalieran, pero hasta ella sabía que las heridas internas eran mucho menos evidentes y más mortales.

Cuando el policía volvió con la camilla, levantaron a Frank, lo pusieron en ella y lo llevaron a la parte trasera de la ambulancia. Por el camino, a Nika volvió a llamarle la atención la cruz de plata que lanzaba destellos entre los vidrios y el metal rotos, de modo que se la metió en el bolsillo. Supuso que era una reliquia de familia que la esposa de Vane querría que le devolvieran, y que acaso sirviese como pequeña ofrenda de paz después de todo lo que había ocurrido. Demasiado pequeña… pero aun así, era algo.

Después de asegurar la camilla, el policía dijo:

—Sigo sin saber cómo va a conseguirlo usted, con este tiempo y este vehículo.

Pero Nika ya estaba sacando el traje de sanitario que estaba guardado en la parte de atrás. Se zambulló en un enorme anorak rojo, con cruces blancas en las mangas y una aparatosa capucha. Casi no se le veía la cara bajo la sucia mascarilla, pero el resto también se lo cubrió con un par de gafas protectoras. Las manos, que aún llevaban los guantes de látex, las metió en unos guantes térmicos. Al terminar, el poli le preguntó:

—¿Sigue usted ahí dentro, doc?

En algún momento, tal vez por el traje blanco y la ambulancia, había supuesto que Nika era médico… y ella tuvo la sensatez de no corregir su apreciación. Respondió a su pregunta asintiendo con la cabeza, aunque incluso ese movimiento se perdió en los pliegues de la capucha.

—Mandaré un mensaje por radio para decirles que va usted para allá.

Nika quitó con la mano los vidrios rotos del asiento del conductor, retiró la cortada pierna y la depositó en la calzada y se abrochó el cinturón de seguridad. El policía, empleando la linterna como el trabajador de un aeropuerto al dirigir un reactor hasta la pista, la ayudó a guiar la ambulancia a través de la carnicería y los restos del puente —unos pequeños montones seguían ardiendo como hogueras de señales— y luego le hizo señas de que continuara. Nika alzó una mano a guisa de saludo militar, y al echar una ojeada al espejo retrovisor, vio cómo la vorágine de la tormenta se lo tragaba.