Fue el campanilleo lo que Charlie notó primero.
Estaba boca abajo dentro de la furgoneta, con la cabeza pegada a la rota luz del techo.
El campanilleo, el que sonaba cuando uno no se había abrochado el cinturón de seguridad o no había cerrado bien la portezuela, tintineaba suavemente.
Tardó unos segundos en orientarse.
Recordaba haber reducido la velocidad al ver el control de carretera, y también recordaba pensar: «¿De qué sirve intentar pasárselo? Mandarían un helicóptero para localizar a Harley después». Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, Harley se había vuelto majara en el asiento trasero y había empezado a gritar:
—¡Sáltatelo! ¡Sáltatelo!
Pero Charlie no iba a ser tan estúpido; ya había visto bastantes líos en su vida, y de todos modos ahora era un hombre reformado. Estaba tratando de razonar con Harley cuando su hermano, con los hombros aún envueltos en la manta, se abalanzó sobre la parte trasera del asiento y le dio un puñetazo a la palanca del acelerador.
—¡Sáltatelo!
La furgoneta despegó y Charlie, empotrado en el respaldo como si fuera un astronauta, buscó a tientas inútilmente el freno de mano mientras se estrellaban contra la parte delantera del coche de policía, y al instante aceleraban de nuevo y lo dejaban atrás como un rayo.
Sus dedos apenas pudieron rozar el volante cuando la furgoneta entró dando un bandazo en el puente, pero tenía a Harley echado encima, tratando de conducir. Charlie creyó oír un disparo —¿o fue el reventón de un neumático?— y al momento estaban chocando contra una baranda metálica, con las ventanillas haciéndose añicos por todos lados. Las latas de gasolina y las cosas que había en la parte trasera de la furgoneta salieron volando en todas direcciones cuando las ruedas se toparon con una zona de hielo, y el coche entero dio una vuelta en el aire como una tortita en la plancha.
Y ahora lo único que oía era el campanilleo. El interior de la furgoneta olía a gasolina, matizada con el astringente olor a sangre. Con el cuello y los hombros doloridos, se echó un vistazo a la pechera del chaquetón, donde una mojada y oscura mancha se extendía lentamente. El airbag pinchado colgaba como una alforja vacía, y la guantera se había quedado abierta. Su contenido, incluidos la cruz y el icono, estaba desparramado en algún lugar del revuelto montón de vidrios hechos polvo y metal retorcido.
—Mierda.
Charlie lo oyó. Era la voz de Harley. Estaba vivo…, pero ¿dónde?
Poco a poco, empezó a oír otros sonidos también. El goteo de gasolina, el chirrido de aplastado acero, el tintineo de vidrio que caía. El mundo regresaba… y con él, un dolor atroz.
Charlie intentó volverse, pero tenía el cinturón de seguridad enrollado como una serpiente a la cintura, y sus piernas, por supuesto, le resultaban tan inútiles como siempre. Trató de moverse, pero sólo un brazo salió de los restos del accidente. Intentó alargar la mano para coger la hebilla del cinturón de seguridad, pero casi todo el chaquetón estaba arrugado y la tapaba.
—¿Dónde estás? —preguntó con los dientes apretados.
Oyó un gemido y algo dio una sacudida detrás de su cabeza. Le pareció que era un pie.
—Procura no moverte —dijo, consciente de su propia parálisis—. Mandarán a un médico.
Pero ¿cuánto tiempo tardaría? Estaban en un lugar dejado de la mano de Dios, en medio de una tormenta de nieve.
—Te lo dije —contestó Harley con un quejido—. Te dije que iba a morirme esta noche.
Charlie tuvo que reconocer que no le había faltado mucho. Pero el buen Dios aún parecía tener otro plan para ellos.
Y entonces, por debajo del rugir del viento, se oyó el sonido de unos pies que corrían. Y un tipo con una especie de blanco traje de laboratorio estaba agachado junto a los restos del accidente. Tenía puesta una mascarilla de gasa y guantes de goma. Charlie se preguntó cómo los médicos habían llegado tan deprisa.
Mientras miraba atentamente a Charlie, el tipo enseguida valoró la situación y le preguntó:
—¿Puedes respirar?
—Apenas —respondió Charlie—. El cinturón de seguridad.
Y al instante las manos del tipo manipulaban la hebilla hasta lograr soltársela. Al abrirse, la tripa de Charlie bajó, y sintió que una ráfaga de aire frío le entraba en los pulmones. Luego le abrieron el chaquetón y el médico echó una buena mirada sin decir nada. Dos radios de la palanca de cambios sobresalían de su cuerpo como ramas dobladas.
—Aguanta —le dijo con voz tranquila—, vas a ponerte bien.
Joder, eso fue exactamente lo que le dijeron cuando chocó contra aquellas rocas al bajar por el cañón del río Heron.
Después el tipo volvió a cerrarle el chaquetón y salió del estrecho campo visual de Charlie para ocuparse de Harley en la parte de atrás.
—¿Puedes mover la cabeza y el cuello?
Harley gimió de nuevo y soltó un juramento, pero el médico estaba sacándolo despacio.
—No muevas nada que no tengas que mover —dijo el médico—. Tú deja que lo haga yo.
Por el espacio vacío donde había estado la ventanilla, Charlie vio que sacaba el destrozado cuerpo de su hermano de la furgoneta y lo ponía sobre el asfalto. Caía fuerte la nieve, que se mezclaba con un charco cada vez mayor de algo mojado y viscoso. Por un momento Charlie pensó si sería sangre. Pero entonces se dio cuenta de que no. Era gasolina.
Los gemidos de Harley iban convirtiéndose más bien en un alarido. Y de nuevo estaba chillando algo sobre Eddie.
—¡Maldita sea, Eddie, no fue culpa mía!
Y además forcejeaba con el médico. Parecía creer que aquel tipo era Eddie.
—Tranquilízate —le dijo entre dientes Charlie a su hermano. Qué raro cómo las tripas se le enfriaban por momentos—. Que no es Eddie.
—Que te den —le soltó Harley al médico, mientras sus brazos se agitaban bajo la manta empapada de sangre. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, una de sus manos se soltó y tenía cogida la puñetera Glock semiautomática—. ¡Te dije que lo dejaras ya! —gritó—. ¡Te lo dije!
El médico intentó agarrarle la muñeca, aunque no antes de que una súbita rociada de disparos estallara en el cielo nocturno, impregnado de nieve.
El médico le retorció la muñeca y se la golpeó contra la carretera procurando que soltara la pistola, pero Harley se las arregló para apretar el gatillo una vez más. Charlie vio un brillante arco de luz, una radiante y hermosa parábola naranja que estuvo a punto de cegarlo, mientras las balas entraban a toda velocidad en la volcada furgoneta y agujereaban las latas de gasolina. Fue entonces cuando el mundo entero despegó, sin causar dolor y sin ningún esfuerzo, con un bum global, y Charlie subió en el aire como si se lo llevara el mismísimo arrebatamiento… Subió fuera de los restos del accidente, fuera de su propio cuerpo lisiado, y entró en una oscuridad tan intensa, tan densa y tan confortable que incluso se palpaba…