CAPÍTULO 54

Al entrar en la taberna Ana no se olvidó de permanecer detrás de Sergei. Vestida con basta ropa vieja, con el cabello cortado y los ojos bajos, parecía la perfecta esposa campesina, sumisa y callada a base de palizas. Después de tantas semanas huyendo, era un teatro al que por fin iba acostumbrándose.

Sergei, con una guerrera de lana castaña abrochada hasta arriba por el lateral del cuello y un abrigo negro de piel de foca, echó un vistazo con disimulo a la taberna y sus parroquianos. Un par de docenas de hombres con chaquetas de cuero jugaban a las cartas y al dominó y daban tragos a botellas de cerveza y vodka. Un fuego crepitaba en el enorme hogar, y en las paredes había lámparas de gas encendidas. En la barra un fonógrafo tocaba una áspera versión del recién instaurado himno del país, la Internacional; cada nota hacía que Ana deseara hacer trizas el disco.

Sentado solo a una mesa en el rincón, un hombre calvo vestido con uniforme de piloto alzó la barbilla a guisa de saludo. Sergei y Ana cruzaron la atestada sala, atrayendo unas cuantas miradas y un par de groseras observaciones sobre los palurdos, antes de acercar unas sillas a la mesa.

—¿Es usted Nevski? —preguntó Sergei en voz baja.

El calvo no respondió, sino que le indicó al tabernero con un gesto que le llevara dos vasos más. Encima de la barra había un cartel promocionando la Fuerza Aérea Imperial Rusa, todo pintarrajeado; junto a él, escrito con pintura roja en la pared, estaba el nuevo nombre de la fuerza aérea soviética: las Fuerzas Aéreas Rojas de los Trabajadores y los Campesinos. El calvo tenía varias brillantes medallas y cintas de vivos colores prendidas a la camisa.

El tabernero puso de golpe los vasos en la mesa, los llenó de una frasca de aguardiente y dijo:

—Tienes una cuenta atrasada, Nevski.

—La pagaré cuando tú hayas derribado tu primer avión de combate enemigo —contestó Nevski en un ronco gruñido.

El tabernero refunfuñó indignado y volvió a la barra.

—¿Y quién es ésta? —preguntó Nevski, señalando a Ana.

—Mi mujer.

—No me habías dicho que seríais dos —dijo el aviador, intentando contener una tos.

—¿Qué más da? El aeroplano puede llevar un pasajero más, ¿no?

Nevski echó un trago de aguardiente.

—No, por el mismo precio no.

Ana no se sorprendió. Aunque mantuvo la calma y no dijo nada, era la misma historia con la que llevaban tropezando durante todo el viaje desde el monasterio de Novo-Tijvin. Se habían visto obligados a sobornar a todo el mundo, desde carreteros hasta cargadores de camiones, pasando por los que vendían los billetes del Ferrocarril Transiberiano. En Rusia todo el mundo alargaba la mano, y nada se hacía ni se obtenía sin ofrecer alguna compensación especial. La nación entera estaba hambrienta y desesperada, y hervía de violencia, y por mucho que en su corazón intentaba hallar compasión por aquellas personas —el pueblo que su padre y su madre, a pesar de lo que se decía sobre ellos, habían apreciado tanto—, no podía. En cada campesino y soldado con quien se encontraba, Ana no veía más que otro asesino.

—Entonces, ¿cuál es el precio? —preguntó Sergei.

—El doble. ¿Cuál iba a ser, si no? —Nevski volvió a llenarse el vaso—. ¿Me tomas por un ladrón?

Sergei ni siquiera tuvo que mirar a Ana para pedir su aprobación; fondos era lo único que tenían.

—Lo pagaremos, pero sólo después de que nos lleve a la isla.

—Y sólo después de que tú me enseñes que lo tienes de verdad —repuso Nevski, mirando a Sergei con intención de arriba abajo.

El abrigo de piel de foca estaba deteriorado por la intemperie, la guerrera estaba sucia y las botas, gastadas. Nevski parecía indeciso.

Sergei se volvió un poco hacia Ana, y de debajo de sus amplias faldas ésta sacó un saquito que se cerraba con un cordón y se lo pasó. Sergei se lo puso en el regazo y, con las manos ocultas bajo el rayado tablero de la mesa, sacó dos brillantes blancos del tamaño de lágrimas. Los sostuvo en la palma de la mano mientras el piloto estiraba el cuello para verlos debajo de la mesa.

—Uno de ellos ahora —dijo Nevski—, como pago a cuenta.

Sergei se lo dio, y después de echar una ojeada por la sala para asegurarse de que nadie mirara, Nevski lo observó detenidamente y lo hizo rodar entre los dedos. Satisfecho, lo envolvió en su rojo pañuelo y se lo metió en el bolsillo de la camisa. Luego se echó hacia atrás en la silla con expresión escéptica y dijo:

—Pero ¿dónde ha conseguido algo así alguien como tú?

No era la primera vez que a Sergei y a Ana les hacían aquella pregunta.

—En el Palacio de Invierno —le confió Sergei, como si se avergonzara de sus actos.

—Los tesoros del zar pertenecían al pueblo —respondió Nevski, fingiendo indignación y tosiendo en el dorso de la mano—. Cuando asaltaron el Palacio de Invierno, aquel botín pertenecía al proletariado.

—Pues yo formo parte del proletariado —contestó Sergei.

Al oír esto Nevski se echó a reír.

—Una parte emprendedora, te lo tengo que reconocer. —Se inclinó hacia delante y explicó que Sergei y Ana debían reunirse con él en el campo de aviación tan pronto como amaneciera—. Quedaos detrás de los hangares, y por Dios, no os hagáis notar. No traigáis nada que pese más que un puñado de paja. El avión no puede llevar más peso.

Aquella noche, a cambio de pagarle un precio abusivo al tabernero, Sergei y Ana se acostaron entre los toneles de cerveza en el sótano de la taberna y aguardaron con ansiedad el alba. Ana nunca se había subido a un aeroplano y estaba bastante segura de que Sergei tampoco. No se lo preguntó porque sabía que a él le gustaba fingir que tenía más mundo y más experiencia de los que tenía, aunque a los ojos de Ana no era más que un muchacho: una desgarbada criatura de largas extremidades, un remolino de pelo que le caía sobre la frente y una cara alargada que le recordaba a su potro preferido.

Y ella lo amaba.

No sólo porque le hubiera salvado la vida —aunque ¿no habría bastado con eso?—, sino porque su corazón seguía siendo puro y honrado. Lo amaba por su inocencia, por su lealtad… y porque él la amaba a su vez. Ana había vivido una vida de lujo excesivo e inmensos privilegios, pero no había tenido mucha relación con el mundo exterior y había estado resguardada y aprisionada. Sólo desde hacía un año, cuando le habían arrebatado todo aquello, le parecía haber aprendido mucho de cómo era la vida en realidad. El padre Grigori siempre le había dicho que tenía un destino especial —la cruz de esmeraldas que llevaba bajo la blusa daba fe del inquebrantable lazo que había entre ellos—, pero sólo ahora sentía de veras que tal vez estuviera encaminándose hacia semejante cosa, fuera lo que fuese. Y sin Sergei jamás se habría librado del improvisado cementerio de los Cuatro Hermanos, donde yacían todos los demás miembros de su familia.

La ponía enferma que la prensa soviética oficial siguiera afirmando que sólo habían fusilado a su padre y que el resto de la familia estaba retirada tranquilamente en alguna parte. Cuando consiguiera llegar a la libertad, aunque esa libertad sólo fuera una isla en mitad del mar de Bering, encontraría el modo de desenmascarar a estos carniceros.

Aún no había amanecido cuando Sergei le dio suavemente con el codo. Ana dudó de que hubiera podido dormir más que ella. Reunieron sus pocas posesiones en un hatillo y subieron sigilosamente la escalera del sótano. El tabernero, en camisa de dormir, encendía un fuego en la chimenea y fingió no verlos. Fuera el aire era glacial, pero el cielo clareaba lo suficiente como para que Ana viese que no había ni una voluta de nube en ninguna dirección. Sin duda hacía buen tiempo para el vuelo hacia la isla de San Pedro. La idea de estar en un lugar, por árido y remoto que fuera, donde pudiera abiertamente ser ella misma, donde no tuviera que temer cada encuentro y evitar a todos los desconocidos, donde la abrazaran los amigos y discípulos del padre Grigori, prometía tal alivio que aquello acabó con el miedo que hubiera podido darle el subir a bordo de un avión.

Cuando llegaron a los hangares el aeroplano, con una estrella roja recién pintada en el morro, ya estaba en la pista. Nevski, con un gorro de cuero ceñido a la calva cabeza y unas gafas ahumadas colgadas del cuello, daba vueltas a su alrededor, revisando los neumáticos y las riostras y las alas. Había dos alas, una más grande por encima de la diminuta cabina y otra más corta debajo, conectadas por un enrejado de alambres, y una larga cola que a Ana le recordó una libélula. El avión le pareció casi tan ligero como una libélula también, y le costó creer que pudiera llevarlos durante kilómetros sobre un mar helado. Sergei se había quedado quieto y miraba fijamente el aparato con boquiabierto asombro y manifiesto pavor. Nevski se dio cuenta de que estaban allí y, tras echar una rápida ojeada al vacío campo de aviación, les hizo señas para que se acercaran.

—Vamos —dijo Ana, cogiendo a Sergei por el brazo y sacándolo de las sombras del hangar—. Tenemos que darnos prisa.

Nevski, que mantenía abierta la pequeña portezuela de la cabina, frunció el ceño al ver el hatillo.

—¿Qué os dije del peso? —preguntó, al tiempo que cogía el hatillo para calcular cuánto pesaba; por fin lo lanzó de mala gana al suelo de la cabina—. ¡Entrad! —les ordenó, tosiendo; luego escupió una bola de flemas en la pista.

Encorvándose, Ana se metió gateando por la abollada portezuela metálica y se sentó muy derecha en una tabla enguatada, con el zurrón encajado bajo los pies; apenas podía moverse pues, para que el hatillo fuera ligero, se había puesto el corsé cargado de joyas bajo el abrigo. Sergei, con los ojos como platos, entró y se sentó en una tabla enfrente. El sitio era tan pequeño, y él tenía las piernas tan largas, que sus rodillas se rozaban. Ana le dirigió una sonrisa de aliento, aunque Sergei parecía un cordero llevado al matadero.

Gruñendo, Nevski entró lentamente en la cabina, echó el pestillo a la portezuela tras él y culebreó hasta ponerse en un asiento de la parte delantera; tenía forma de cubo y encima, como un cojín, una alfombra persa doblada por la mitad. Con gruesos pero hábiles dedos, empezó a dar vueltas a los selectores y a pulsar interruptores y a hacer toda clase de cosas que Ana no llegaba a entender. Lo que sí que comprendió fue la ametralladora, bien pegada a él, que apuntaba por una abertura del parabrisas. La visión de su cañón negro y su mortífero morro le recordó que este avión se había creado para el combate aéreo, no para transportar refugiados. Se había construido para repartir muerte, no vida…, como todo lo que emprendían los bolcheviques.

—Hay cinturones de seguridad —dijo Nevski por encima del hombro—. Amarráoslos debajo de los brazos y por la cintura.

Ana vio los cinturones que colgaban de los lados de la cabina como riendas en una caballeriza e hizo lo que les decía; no pudo evitar fijarse en que el cierre tenía, labrada en relieve, un águila bicéfala, la antigua insignia de la Fuerza Aérea rusa. Los dedos de Sergei se movieron maquinalmente mientras él se ponía el cinturón de seguridad; tenía los ojos puestos en el suelo, que parecía haberse hecho apresuradamente con láminas de acero y luego sellado con una capa de brea. Todo el compartimento parecía demasiado frágil como para resistir los rigores de una carretera llena de baches, y mucho menos de un vuelo.

Pero las hélices, un par a cada lado, de pronto empezaron a girar y, al tiempo que el sol aparecía de lleno en el cielo siberiano, Nevski condujo el avión hasta la pista y les gritó:

—¡Agarraos!

Pero ¿a qué?, se preguntó Ana. Se oyó un estruendo procedente de los motores y un retumbar de los neumáticos cuando empezaron a dar botes por el suelo. Sergei tenía los ojos cerrados y estaba tieso como un palo, con la cabeza echada hacia atrás y pegada a la pared del fuselaje. Sus labios se movían en lo que sin duda era una oración. El fragor se hacía cada vez más fuerte, y la cabina se estremecía y chirriaba y se bamboleaba, y a Ana no le habría sorprendido que en cualquier momento todo aquel artilugio estallara. Mirando por encima de los anchos hombros de Nevski, vio la tundra pasar como un rayo, tan rápido que ya no era más que un borrón pardusco —¿cómo podía moverse algo a tal velocidad?, pensó—, y a Nevski tirando de un acelerador con mango de roble que le recordó uno de los bastones del conde Benckendorff. La velocidad aumentó, el estruendo de los motores se volvió ensordecedor, y, justo cuando Ana creía que el tembloroso aeroplano iba a caerse a pedazos con toda seguridad, el morro se inclinó hacia arriba apenas un poco, las sacudidas se detuvieron de pronto y, para su asombro, vio que el suelo descendía abruptamente. El parabrisas resplandecía con esquirlas de luz naranja y Anastasia deseó tener también un par de las ahumadas gafas que llevaba puestas Nevski. Tenía una sensación rarísima en el estómago, como si acabara de caérsele hasta los zapatos, aunque no resultaba desagradable; era como las veces que Nagorni, el guardián de Alexei, la hacía subir tanto en el columpio del jardín que Ana se quedaba inmóvil en lo alto, temerosa de estar a punto de dar la vuelta por encima de la barra, antes de volver a bajar en picado. En su cabeza oía a Alexei rogarle que lo columpiara así de alto también, y sus chillidos de placer cuando Nagorni accedía.

La pena la abrumó de nuevo, como hacía a menudo, igual que una violenta ola.

Pero los ojos de Sergei estaban abiertos ya. Se negaba a mirar por la ventanilla, pero le dirigió una lánguida sonrisa. Anastasia alargó el brazo y le apretó la mano.

—Volaremos hacia el noreste —gritó Nevski; sus palabras llegaron atrás en una fría corriente de aire—. Tendremos este condenado sol en los ojos todo el camino.

A Ana le gustaba; le gustaba la caliente y brillante luz amarilla, le gustaba el cielo que la rodeaba, de un azul cerúleo que no empañaba ni una sola voluta de nube, y le gustó cuando el oscuro suelo con manchas de nieve desapareció por completo y lo sustituyó el azul cobalto del mar de Bering. Los glaciares se posaban serenamente en las picadas aguas, un grupo de ballenas que saltaban retozaba entre los pedazos de hielo flotante. El horizonte era una reluciente línea naranja, tensa como una puntada, y allá delante, en algún lugar, había una isla que ya no formaba parte de Rusia siquiera, una isla que era el hogar de una pequeña colonia de fieles. Una pequeña colonia de amigos.

Le habría gustado hablar con Sergei, aunque sólo fuera para distraerlo, pero el rugir del viento y el estrépito de las hélices eran demasiado fuertes. En vez de eso se conformó con cogerlo de la mano y mirar fijamente aquel inimaginable espectáculo por la ventanilla de la cabina. Qué pena que lo contaminara la ametralladora, negra, reluciente de aceite y amenazadora como un buitre.

Cuando el avión se ladeó, Ana se quedó apretada contra la pared —era como estar sobre una losa de hielo— y esta vez la sensación de su estómago no se pasó tan fácilmente. Sentía que el avión iba perdiendo altura, y por un instante le preocupó que fueran a estrellarse, después de todo. Al mirar por la ventanilla vio que el mundo se había inclinado en un ángulo extraño, y que a lo lejos dos islas, no una, ambas llanas y grises, se elevaban apenas por encima del mar. Una era mucho mayor que la otra, y se preguntó cuál de ellas sería la de San Pedro. Ninguna de las dos parecía particularmente acogedora.

El ángulo se cerró aún más, y los motores rechinaron más fuerte a medida que el avión seguía descendiendo, cruzando por encima del angosto canal que separaba las islas, y el parabrisas se llenó con la imagen de la mayor. Poco a poco, el avión se enderezó y apareció el litoral. Escarpado, yermo, inundado de bandadas de chillonas aves. Anastasia vislumbró unas cuantas cabañas, agrupadas en los acantilados por encima de una ensenada, al tiempo que el avión bajaba sobre un campo despejado y los neumáticos rebotaban de nuevo al tocar el suelo. El zumbido de las hélices se hizo más bajo, y Nevski agarró el acelerador con ambas manos, volviendo a tirar de él como si estuviera domando un semental. La cabina traqueteaba y sólo la ametralladora permanecía inmóvil. Durante varios centenares de metros el avión avanzó con estruendo por la tundra, hasta que los motores dejaron de retumbar y las hélices dejaron de dar vueltas y todo se detuvo.

Al tiempo que se subía las gafas hasta lo alto de la cabeza, Nevski se volvió en el asiento y dijo:

—Ya podéis desabrocharos esos cinturones.

Luego tosió en su pañuelo.

Ana y Sergei se quitaron los cinturones y, con dedos temblorosos, Sergei alzó el pestillo de la pequeña portezuela. Tras bajar al suelo, tendió una mano para ayudar a Ana. Cuando ésta se inclinó, el corsé le pellizcó las costillas; tenía los pies tan poco firmes que estuvo a punto de tambalearse. Sergei la sostuvo mientras que Nevski desembarcaba. Sin decir palabra, el piloto fue a un diminuto cobertizo que se caía en pedazos y salió cargando con dos latas de gasolina, una en cada mano.

Ana, perpleja, miró a su alrededor, pero salvo el cobertizo no había ni rastro de moradas cerca, ni de personas. ¿Eran aquellas cabañas toda la colonia? Empezó a descorazonarse. ¿Y por qué no había nadie allí para darles la bienvenida?

Nevski parecía estar evitándolos deliberadamente, y cuando Sergei aventuró una pregunta, no le hizo caso, sino que, mientras vertía la segunda lata de gasolina por el embudo que había metido en el depósito de la parte trasera del avión, respondió:

—Deja que termine con esto primero.

Una vez acabada la lata, volvió al cobertizo, salió con dos más y las echó también. Un viento fresco soplaba por el campo abierto, y Ana se acurrucó al resguardo del fuselaje.

Después de tirar las latas vacías a un lado y retirar el embudo, Nevski por fin los miró y dijo:

—Cogeré ese segundo diamante ahora.

—¿Dónde están todos? —preguntó Sergei.

—Ya vendrán. Bueno, ¿dónde está?

Sergei parecía no estar seguro, pero cuando Ana asintió con la cabeza, se lo dio. Nevski se lo metió en el bolsillo y abrió de par en par la pequeña portezuela del avión. Luego se montó deprisa, echó los pestillos y sólo volvió a aparecer por la ventanilla de la cabina. Abrió el panel de la ventanilla y habló por encima de la parte superior de la ametralladora mientras Ana y Sergei se acercaban debajo.

—Ahora mismo estáis en lo que los esquimales llaman Nunarbuk.

—¿Se refiere a que ése es el nombre que le dan a la isla de San Pedro? —preguntó Sergei.

—La isla de San Pedro —contestó Nevski, al tiempo que volvía a encajarse las gafas y señalaba hacia el este— está por ahí.

—¡Allí es donde le hemos pagado para que nos lleve! —gritó Ana.

Nevski se limitó a encogerse de hombros.

—No tienen pista de aterrizaje —respondió.

—¡Entonces tiene que llevarnos de vuelta con usted! —exigió Sergei, aporreando el costado del avión.

—Cuidado —dijo Nevski mientras empezaba a cerrar la ventanilla—. Las hélices pueden partirte por la mitad como si fueras un pan.

Al cabo de un instante Ana oyó los motores acelerar. Las hélices dieron un chasquido y una brusca sacudida, y después comenzaron a girar, y Sergei tuvo que echarse rápidamente atrás para apartarse del avión. Éste fue dando tumbos por el suelo hasta describir un amplio círculo, protegido por sus cuatro palas que daban vueltas, hasta que enseguida ganó velocidad y luego, mientras los dos jóvenes miraban asombrados, altura también. Sólo cuando se elevó hasta el cielo, brillando al sol, y se ladeó despacio hacia Siberia, Ana se dio cuenta de que incluso habían olvidado recuperar el hatillo de debajo del asiento.