CAPÍTULO 53

La mente de Charlie no paraba. No había visto ni un solo vehículo más circulando por la carretera en ninguna dirección, aunque una noche como ésta, ¿quién en su sano juicio iría por allí? Sólo los camioneros de larga distancia le hacían frente, y eso únicamente porque no tenían más remedio. La nieve caía tan rápido que a los limpiaparabrisas les costaba trabajo dar abasto, incluso a la máxima velocidad.

Echó una ojeada al espejo retrovisor: vio a Harley acurrucado en el asiento trasero, y si antes le había parecido malucho, la cosa estaba peor ahora. Tenía la frente cubierta de sudor, en sus ojos había un extraño brillo vidrioso y sus dedos no dejaban de toquetearse la maldita herida de la pierna; todo lo que Charlie sabía era que Harley debía de haber pillado una mierda mala en aquella isla. Una mierda mala que probablemente estuviera infectando el coche entero ya. Tendría que decirles a Rebekah y a Bathsheba que fregaran y desinfectaran la furgoneta cuando volviera a Port Orlov.

Con el dorso de la mano Charlie se tocó la frente, y estaba más fresca que una lechuga. No tenía tos ni nada parecido tampoco. Por lo menos hasta ahora. Pero si Harley tenía algo contagioso, y se lo pegaba, alguien iba a pasarlo muy mal.

Una señal que ponía PRÓXIMA ÁREA DE SERVICIO 75 KILÓMETROS lanzó un destello en la oscuridad, y Charlie le echó un vistazo al indicador de gasolina; le quedaba más o menos medio depósito, aunque con las latas que llevaba en la parte trasera llegaría fácilmente a Nome sin detenerse. No quería arriesgarse a usar la tarjeta de crédito en una gasolinera, ni dejarse ver por una cafetería de carretera. Una cosa que había aprendido era que la gente se acordaba del tipo de la silla de ruedas, y, por si alguien se presentaba tratando de seguir su rastro, no quería dejar más pistas de las necesarias. Que adivinaran lo que los chicos de Vane pensaban hacer.

De una manera extraña, le resultaba estimulante aquella situación, ir con el coche así. Aquello le recordaba su antigua vida, antes de que se entregara al Señor. Cuando no estaban cangrejeando, él y Harley siempre habían estado por ahí haciendo algún chanchullo, o apropiándose del bote de alguien, o robando en la casa de verano de algún cabrón rico. Ahora sabía que lo que había hecho estaba mal, que estaba quebrantando el tercer… ¿o era el cuarto?, mandamiento, aquel de no robar, pero también sabía que con aquello había notado un subidón que no se parecía a ninguna otra cosa. Últimamente, cuando predicaba y se metía a fondo de verdad, sintiendo de verdad la presencia del Señor, era más o menos así.

Aunque si era totalmente sincero consigo mismo, la sensación seguía sin ser tan buena como abrir la caja fuerte empotrada de alguien y encontrar un montón de billetes de cien dentro. ¿Por qué? Eso era algo que tendría que discutir con Jesús durante la próxima charla íntima que tuvieran.

Revolvió dentro del chaquetón y sacó un cigarrillo y un encendedor Bic del bolsillo de la camisa. Ahora que no estaban las mujeres delante, se fumaría de extranjis un cigarrillo. Inhaló hondo y soltó el mechero en el asiento de al lado. Qué raro, cómo un cigarrillo te hace sentir los pulmones más grandes aunque, en realidad, los encoge.

Una ráfaga de viento azotó el costado de la furgoneta, tan fuerte que despertó a Harley de su estupor.

—El icono —dijo con voz preocupada—, ¿qué has hecho con él?

—Está aquí mismo, en la guantera. Igual que la cruz.

—Lo necesito.

—¿Para qué?

Charlie no sabía si su hermano estaba en su sano juicio o no.

—Para salvarme.

Ahora lo supo.

—¿Y cómo es que va a salvarte, Harley?

—Tiene al Niño Jesús. Jesús te salvó a ti, ¿verdad?

—Sí. Pero para eso no se necesita un icono viejo.

—Yo sí —contestó Harley con voz ronca—. Yo necesito algo porque me voy a morir esta noche.

Charlie nunca había oído a su hermano decir nada así, nunca jamás, y cuando volvió a mirar por el espejo retrovisor vio que los ojos de Harley ardían como carbones negros y que le temblaba toda la cabeza.

—Nadie va a morirse esta noche —respondió.

Su recuerdo regresó a la noche que había visto —imaginado— al hombre de los ojos hundidos y el largo abrigo, alargando la mano para coger la cruz desde el asiento trasero. Ya le daba igual cuánto valiera este chisme ruso; empezaba a desear no haberlo visto nunca ni por el forro.

—En cuanto lleguemos a Nome, te llevamos a un médico. Te va a dejar de primera.

La carretera torcía ahora, a medida que empezaba a discurrir por el borde del cañón del río Heron. Normalmente sólo eso, el escenario del accidente que había dejado a Charlie parapléjico de por vida, bastaría para ponerlo nervioso, aunque no estuvieran pasando todas estas otras capulladas.

Pero que estaban pasando, lo cual hacía que su aprensión aumentara muchísimo.

Un cartel indicaba que iban aproximándose al puente. Enormes trozos de granito cubiertos de nieve, dejados por antiguos glaciares, se alineaban por los arcenes como vagones de tren esperando que los engancharan.

—No hay tiempo —dijo Harley—. Dame el icono ya.

—No llego. Te lo cogeré cuando crucemos el puente.

—Demasiado tarde —respondió Harley con escalofriante seguridad—. Será demasiado tarde.

La furgoneta se balanceó y se bamboleó al dar con un tramo de asfalto combado por la congelación del suelo. Todos los años la Secretaría de Carreteras tenía que ir en primavera a reparar los daños causados en invierno. Una vez, en su juventud, Charlie y Harley habían intentado largarse con una de sus máquinas niveladoras, hasta que se dieron cuenta de que su velocidad máxima era de unos quince kilómetros por hora.

El cañón daba un profundo tajo a la tierra durante casi ciento cuarenta kilómetros, y el puente que lo atravesaba se había construido en el lugar más estrecho posible, entre dos riscos rocosos. Charlie se mantenía muy atento a la carretera, que desaparecía rápido bajo un movedizo lienzo de nieve y hielo. Incluso con tracción en las cuatro ruedas y cadenas en los neumáticos, perdía agarre de vez en cuando. Su hermano gimió, y cuando Charlie echó una ojeada al espejo retrovisor para ver cómo estaba, lo que vio en vez de eso fue un diminuto puntito de luz, allá lejos, en la carretera tras ellos.

Un minúsculo puntito que se movía.

—¡Harley, deja de quejarte y date la vuelta!

—¿Por qué?

—¡Tú dime qué ves en la carretera!

Con los hombros aún envueltos en la manta, Harley se volvió a mirar.

—Parece un faro. A lo mejor sólo es una moto.

Charlie observó atentamente la diminuta luz, y maldito si no parecía que era un solo faro después de todo. Pero ¿quién intentaría conducir por estas peligrosas carreteras, en plena ventisca, en moto? Eso era una locura. Los polis llevaban un coche patrulla de gran potencia, los tipos de la Guardia Nacional iban en un jeep. Lo único que sabía con seguridad era que aquello avanzaba a toda pastilla.

—No lo pierdas de vista —dijo Charlie, al tiempo que desconectaba el control de crucero y empujaba la palanca del acelerador.

—Mierda. ¿Y si es Eddie en una motonieve?

Charlie oyó un chasquido: el seguro de una pistola al quitarse. Una Glock 19, a juzgar por el sonido. Ay, joder, Harley no sólo estaba chiflado… ¿sino también armado?

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó, aunque sin duda procedía de su propio armero—. Guárdalo. Ahora mismo.

Pero Harley andaba metido en su delirio de nuevo.

—Puto Eddie —murmuró, mirando por la parte trasera de la furgoneta.

—Eddie está muerto. Tú mismo me lo dijiste.

Harley, sin dejar de mirar, chasqueó con la lengua y dijo:

—Es que Eddie nunca ha sabido cuándo hay que dejarlo. Nunca debí dejar que volviera conmigo.

¿Volver? Charlie creía que Eddie se había caído de un acantilado en la isla.

—Bueno, pues esta vez voy a darle pero bien.

Charlie dejó de intentar entender los desvaríos de Harley. Lo único que podía hacer era conducir… y rezar para llegar a Nome antes de que Harley estallara en su furgoneta como una bomba.