Slater se levantó de nuevo y contempló su obra. No estaba orgulloso de lo que había sucedido, pero había manejado sus consecuencias lo mejor que podía.
Con ayuda de Nika había sacado a Bathsheba del montón de nieve, y tras un rápido reconocimiento, decidió que, aparte de unas cuantas magulladuras, el peor daño que había sufrido tal vez fuera una tibia fracturada. Podía andar, aunque no bien, y había tenido que apoyarse entre los hombros de Slater y Nika para volver a subir hasta la casa. Incluso entonces parecía estar más preocupada por Harley que por sí misma.
—Todo es por culpa de Charlie —dijo, haciendo una mueca de dolor—. Charlie no hace más que meterlo en apuros. Lo único que necesita Harley es alguien que lo cuide, alguien que lo comprenda.
Slater y Nika se miraron; parecía que describiera a uno de los personajes de chico malo de una novela romántica. Usando el material de la ambulancia, Slater le preparó la pierna, la acomodó en el sofá y luego, como no podía dejar que avisara a los hermanos de que iban en pos de ellos —o, peor aún, que se alejara sin rumbo y llegara al pueblo—, en un abrir y cerrar de ojos le puso una buena inyección de analgésico, suficiente no sólo para aliviar su malestar, sino para dejarla en un tranquilo y nebuloso estado durante varias horas.
Rebekah había representado un problema mayor. Frank lamentaba haber tenido que golpearla tan fuerte con la culata del rifle, pero cuando alguien intentaba matarte, no tenías muchas opciones. Aún estaba inconsciente, lo cual era bueno en el sentido de que le permitió examinarla sin tener que repeler otro ataque. Tenía el labio partido y se había roto un diente delantero, pero las vías respiratorias estaban despejadas y el corazón le latía con regularidad. Cuando despertara le dolería mucho, y Slater dejó un frasco de Vicodina bien visible, aunque no tenía ni idea de si sus creencias religiosas le permitirían tomársela; después, por si acaso, utilizó la cuerda que su hermana había llevado para atarla a una silla plegable.
—Coja los móviles también —le indicó.
Nika echó mano a los móviles que estaban en la mesa. Las armas las cogió él mismo.
—Bueno —dijo—, hemos hecho lo que podíamos aquí. Vamos a ponernos en marcha.
Fuera la nieve caía tan fuerte que tuvo que sacar la pala de la parte de atrás de la ambulancia y trabajar un poco para proporcionarles cierto agarre a los neumáticos traseros. Nika confesó encontrarse algo temblona —no era de extrañar después de todo lo que acababa de suceder— y Slater cogió el volante. Hasta con un solo faro funcionando vio huellas de neumáticos que salían del camino particular de los Vane y se alejaban en la única otra dirección que había…, hacia Nome. Bajo la camisa sentía el búho de marfil que Nika le había dado; si alguna vez necesitó su ayuda para ver en la oscuridad era ahora.
Allá en lo alto, aunque oculto por la tormenta, oyó el estruendo de otro helicóptero que iba a toda velocidad hacia Port Orlov. Fuera cual fuese la sección de la autoridad militar o civil que lo enviara, Slater sabía que la respuesta global de emergencia aumentaría por momentos. Hasta nuevo aviso el pueblo de Port Orlov estaría en una cuarentena total y rigurosamente impuesta, y tenía suerte de haber salido cuando lo hizo. Sólo él conocía todo el alcance de la mortífera carga que Harley y Charlie tal vez llevaran en los bolsillos —o en las venas—, y estaba decidido a evitar que se produjera ninguna otra calamidad. Como jefe de la misión, era responsable por haber permitido que aquello comenzase, y ahora estaba igualmente resuelto a ser el que lo sofocara.
Por un instante se preguntó a quién destinarían para sustituirlo. Fuera quien fuese, sin duda ya estaba elegido. No había tiempo que perder.
—Llame al sheriff —le dijo a Nika mientras agarraba el volante con una mano y hurgaba en la consola situada entre los dos asientos delanteros—. Cuéntele lo de las mujeres y dígale que no deje que nadie entre ni salga de casa de los Vane hasta que un equipo de contención de riesgos biológicos llegue allí. Es preciso tomar máximas precauciones.
Aunque ambos habían tenido el mayor cuidado posible —en realidad Frank sentía un charco de sudor enfriándose dentro de la ropa interior térmica que llevaba puesta bajo el húmedo traje aislante—, los virus se encontraban entre las cosas más ladinas de la tierra. Y éste, aunque su principal modo de transmisión era el aire, prosperaba en la sangre, la carne y los fluidos corporales de sus portadores.
Mientras Nika hacía la llamada —Slater notó que se quedaba muy quieta mientras oía lo que le decía el sheriff Ray—, él encontró en la consola un par de manoplas de lana, un surtido de medicamentos sueltos y una petrificada chocolatina Almond Joy. Cuando colgó, Nika dijo:
—Me parece que los dos vamos a estar detenidos antes de que todo esto acabe.
—No sería una novedad —contestó él con una media sonrisa—. Tenga, cene algo —le dijo, al tiempo que le ofrecía la chocolatina—. Está paliducha.
—No tengo hambre.
—Cómasela de todos modos. Tiene que mantener las fuerzas.
Estaba encorvada y hecha un ovillo en el asiento, aunque tal vez fuera sólo para esquivar la fuerte brisa que se colaba por el agujero que había dejado en el vidrio delantero el cartucho de escopeta.
Con los guantes puestos, Nika tuvo que abrir desmañadamente el envoltorio y mientras lo hacía, Slater se inclinó hacia delante en el asiento del conductor y metió una manopla en el boquete. Le daba miedo empujar demasiado fuerte por si el resto de la ventanilla, cuarteado con un millar de grietas, se rompía, aunque por el momento parecía aguantar.
—¿Cómo ve usted alrededor de eso? —preguntó Nika.
—¿Quién ha dicho que vea?
Hasta ahora no se había cruzado con ningún otro coche o camión, lo cual quería decir que el control de carretera probablemente ya estuviera montado más adelante. Pero Frank temía que si a los hermanos Vane no los habían parado a estas alturas, tal vez hubieran encontrado un modo de escabullirse. Y el desarrollo de aquel guion era demasiado horrible como para pensarlo siquiera. ¿Qué tamaño debería tener al final la operación policial de captura? ¿Y qué pánico se desataría si trataban de ejecutarla a escala mucho más amplia?
Se frotó al lado de un ojo, donde le había dado una astilla del árbol, y encendió la calefacción de la ambulancia. Por el modo en que Nika encorvaba los pequeños hombros, Frank supuso que aún tenía frío.
—Debería quitarse las botas —le aconsejó— y poner los pies sobre la rejilla de la calefacción. Tiene que entrar en calor.
Tras quitarse el calzado, Nika apoyó los pies en el salpicadero y movió los dedos.
—Frank —le dijo en tono sombrío—, ¿qué pasará si es que los alcanzamos?
—Razonaré con ellos.
—¿Ah, sí? ¿Ése es su plan? —Nika volvió la cabeza para mirar por la ventanilla lateral—. Estos tipos no son de los que atienden a razones.
Slater era consciente de aquello también.
—Espero que tenga usted un plan B —añadió ella.
—Bueno, he cogido las armas de la casa.
No pareció que aquel plan la impresionara demasiado tampoco, pero Slater confió en que no hubiera que recurrir a él. El control de carretera seguía estando más adelante, y deseó con todas sus fuerzas que, al llegar allí, pudiera ver la furgoneta de Charlie parada en el arcén y a los hermanos Vane detenidos.
Siguió adelante por la carretera, que ahora serpenteaba por un terreno más accidentado. Se preguntó si Eva Lantos ya habría llegado a la unidad de contención de Juneau… y si todavía luchaba por su vida. Era un milagro que hubiera sobrevivido siquiera. El ataque del lobo podría perfectamente haberla matado, y también la exposición al virus en el arrasado laboratorio, pero era una muestra de su espíritu terco el que no hubiera sucumbido a ninguna de las dos cosas. Lo cierto es que su tozudez lo había convencido para reclutarla en esta misión.
Al doblar una curva vio las colinas cercanas parpadeando al rosado resplandor de las balizas reflectantes dispuestas por la carretera. Movió la cabeza para ver alrededor de la manopla del parabrisas y más allá de la red de grietas del vidrio, pero siguió sin vislumbrar una furgoneta. Tenía puesta la luz larga en su único faro y redujo la velocidad de la ambulancia cuando vio a un oficial del Ejército con casco salir de un vehículo blindado aparcado en medio de la calzada. Había levantado las dos manos para indicar que debían parar y, por si eso no quedaba bastante claro, dos guardias nacionales estaban arrodillados en el asfalto, con los rifles apuntando a la rejilla del coche.
—Parece que van en serio —dijo Nika.
—Deberían.
Slater se detuvo y esperó hasta que se acercó el oficial. Un soldado fue a pie hacia el otro lado, con el fusil al hombro pero con un dedo en el gatillo. Frank se alegró de ver que los dos llevaban puestas mascarillas de gasa sobre la boca y guantes de látex en las manos y que se mantenían a una distancia prudencial. Aunque probablemente nunca hubieran imaginado que tuvieran que observar estos protocolos, estaban bien preparados.
—Bueno —dijo el oficial—, empecemos con quiénes son ustedes. —Tenía insignias de teniente en el casco, y la mascarilla se hinchaba con cada palabra—. Documentación, por favor.
Nika le dio el carné de conducir, y dijo:
—Soy la alcaldesa de Port Orlov.
Tras alargar mucho el brazo para coger y revisar el carné, el militar contestó en tono de aprobación:
—No se parece usted a ningún alcalde que yo haya visto nunca.
La nieve húmeda empezaba a cuajar en el casco.
—Sí, gracias —respondió ella, con el tono de cansancio de quien hubiera oído aquel rollo demasiadas veces, y volvió a coger el carné.
Las puertas traseras de la ambulancia se abrieron de par en par y el soldado curioseó dentro con la boca del fusil.
Slater le pasó al teniente su distintivo plastificado del AFIP, y al ver el nombre y la foto, el oficial tuvo que mirar dos veces.
—¿Es usted el doctor Slater? ¿El que dirige la misión?
—Sí.
Por una vez la falta de eficiencia actuaba a su favor; al parecer, nominalmente, seguía estando al mando.
—¿Y qué demonios hace usted aquí, y conduciendo este cacharro? —Miró el faro y el parabrisas rotos—. ¿Ha chocado usted con un alce?
—No, pero hemos tropezado con otro problema.
Frank no tenía la mínima intención de dar más explicaciones. Las puertas traseras se cerraron de un portazo.
—¿Qué ha sabido usted de los chicos de Vane? —preguntó Slater, al tiempo que recibía su documentación—. ¿Los ha localizado alguien?
—Todavía no.
—Esté atento por si ve una furgoneta Ford azul. Tenemos motivos para creer que van en ella.
—Nada parecido ha pasado por aquí. Hemos parado a un camión maderero y a una anciana que conducía una camioneta de batea.
—¿Está seguro de que eso es todo? —preguntó Nika, inclinándose hacia el oficial—. Deberían haber llegado a este control de carretera ya.
—No, señora, no han llegado. Llevamos en funcionamiento aquí desde las 18:00 horas.
—Entonces es que lo han evitado —le dijo entre dientes Nika a Slater—. Quizá hayan tirado por uno de los antiguos caminos de explotación forestal.
Slater no dudó de sus palabras.
—Pero aunque hayan rodeado esto, no pueden rodear el cañón del río Heron —añadió ella—. Es largo y es ancho, y sólo hay un puente que lo cruce.
—¿A cuánta distancia está? —le preguntó él.
—A sesenta kilómetros, tal vez setenta.
—Escuche con atención, teniente —dijo Slater. Entre el casco y la mascarilla, lo único que en realidad veía de la cara del joven era un par de brillantes ojos marrones—. Necesito que llame usted a quienquiera que esté al mando, y que le diga que ponga otro control de carretera en el puente del río Heron. Dígales que lo hagan ahora mismo y que estén pendientes por si ven esa furgoneta.
Metió una marcha y el teniente dijo:
—Eh, espere… ¿Adónde cree que va?
—Al puente. Ahora despeje la carretera.
El teniente parecía no acabar de decidirse.
—Mis órdenes siguen estando vigentes, y tengo que detener todo el tráfico en ambas direcciones.
—Y está haciendo usted un excelente trabajo —contestó Slater—. Pero yo soy quien está al frente de esta operación, usted mismo lo ha dicho, y le digo que mueva su vehículo.
Sólo para cortar la posibilidad de continuar la discusión, Slater subió la ventanilla y le dio al interruptor que ponía en marcha la sirena y las luces situadas encima de la ambulancia. El teniente vaciló, pero cuando Slater le echó una mirada asesina y señaló con el dedo el blindado, les hizo señas a sus soldados de que apartaran el vehículo. Otros dos levantaron una tira de pinchos, que Slater no había visto hasta ese momento, colocada en la calzada justo más allá. Se alegró de que no se le hubiera acabado la paciencia y hubiera decidido, sin más, cruzar a toda mecha la barricada.
Tan pronto como el camino quedó despejado, condujo la ambulancia por el hueco y sacó la manopla del agujero. Necesitaba los limpiaparabrisas más que el parabrisas. Y cuando el control de carretera ya no se veía ni siquiera en el espejo retrovisor, apagó la sirena y las luces centelleantes.
—No quiero avisar a los Vane más de lo necesario —dijo, al tiempo que aceleraba todo lo que el resbaladizo pavimento y el dañado coche le permitían.
—A estas alturas estoy segura de que han llegado a unas cuantas conclusiones —respondió Nika—. Saben que alguien debe de ir tras ellos, si no, no irían a campo traviesa.
«Muy cierto», pensó Frank mientras doblaba los dedos sobre el volante y avanzaba con dificultad por la tormenta cada vez más intensa. Pero ¿sabían los Vane que el peligro más grave de todos viajaba precisamente con ellos en la furgoneta?