CAPÍTULO 51

Las luces parpadearon y se atenuaron cuando una ventolera ártica aporreó las paredes de la tienda comedor, y durante unos segundos el profesor Kozak pensó que su ordenador estaba a punto de colgarse. Pero los generadores siguieron zumbando y, a pesar del apagado fragor del viento, la construcción se mantuvo firme. Se sirvió otro trago de vodka.

Hacía sólo unas horas que el helicóptero se había marchado con Slater y Nika a bordo, pero ya la colonia parecía cada vez más triste y abandonada. La doctora Lantos no estaba y, aunque Kozak confiaba en un milagro, no creía que fuese a ocurrir. No entendía cómo había sobrevivido a las heridas, o cómo sobreviviría a la prolongada evacuación a Juneau. Además de él sólo quedaban el sargento Groves y Rudy, y estaban de patrulla, asegurándose de que en la isla no hubiera ningún otro intruso y de que no ocurriera nada más que afectara al destripado cadáver del diácono. Era de suponer que el pobre hombre seguiría tendido en la mesa de la sala de autopsias.

El profesor no envidiaba a Frank Slater. Éste no era un informe de misión que quisiera escribir. Todo lo que podía salir mal, había salido mal… y mucho. Tenía que suponer que aquello significaba el final de la carrera de Slater como epidemiólogo de campo.

Miró de nuevo las imágenes del ordenador, fotografías de lo que la Iglesia ortodoxa rusa llamaba la Theotokos. Todas eran representaciones de la Virgen María y el Niño Jesús, pero en cuatro actitudes tradicionales: la Odigitria, en la que la Virgen señalaba al Niño como guía para la salvación; la Eleusa, en la cual el Niño roza con el rostro el de su madre, simbolizando el lazo de unión existente entre Dios y la humanidad, y la Agiosortisa o Intercesora, en la que María extiende las manos en ademán de súplica a otra imagen independiente de Cristo. Por último, la Panacranta mostraba a María en un trono real con el Cristo niño en el regazo; según el cuarto concilio ecuménico, en esta última forma se representaban los dos en actitud de conducir el destino del mundo.

Aunque Frank sólo le había dado una descripción a muy grandes rasgos del icono que habían soltado de la helada mano del diácono —y que ahora una mano desconocida había robado—, Kozak estaba seguro de que se correspondía con este último diseño, más regio que los demás. El velo rojo sobre la cabeza era un símbolo de su sufrimiento, y el vestido azul, una señal de su vínculo con la humanidad. Los tres diamantes que Slater había mencionado —en la frente y los hombros de la Virgen— debían de sugerir la Santísima Trinidad.

Desde la mesa de comunicaciones del rincón llegó un estallido de parásitos, y luego una voz fantasmal procedente de la emisora de la Guardia Costera en Point Barrow, advirtiendo de que otro frente tormentoso se abatía sobre el estrecho de Bering. ¿Cómo, y por qué, se preguntó Kozak, habían decidido estos colonos plantar su asentamiento en este lugar tan sumamente implacable? El viento bramaba en torno a la tienda, y al profesor le recordó los terrores que había sentido de niño, cuando se quedaba leyendo hasta tarde en su diminuta habitación de lo alto de la escalera, en la dacha de verano. Cada mes de junio su familia dejaba el espléndido piso de Moscú —en la parte elevada de la perspectiva Kutuzovski— y marchaba a aquella miserable casa situada en un lugar dejado de la mano de Dios buscando aire fresco. Por lo que se refería a Vassili, el aire estaba muy fresco en las bibliotecas de la ciudad. La casa no tenía electricidad, y él tenía que leer sus libros a la luz de un farol de queroseno. Incluso ahora le parecía percibir su tiznado olor y ver las ásperas paredes de troncos. Cada vez que una rama rozaba el alero, o un marco de ventana gemía, él imaginaba que una rusalka lo llamaba haciéndole señas desde la ribera del río. Esas pálidas doncellas, engalanadas con flores, se decía que atraían con artimañas a los incautos hasta sus acuáticas guaridas para ahogarlos allí; el jardinero le contó que una vez había ahuyentado con su horca a una rusalka que estaba en la punta del muelle.

—Así que no se preocupe, joven Vassili —le había dicho—. Ya no van a venir más por aquí.

Pero el joven Vassili se había preocupado, de todas maneras.

Se oyó una pregunta de quien llamaba de la Guardia Costera de Point Barrow —«¿Me oyes, isla de Saint Peter? ¿Me oyes?»—, y Kozak por fin se levantó de la silla para contestar.

—Sí, lo oímos, fuerte y claro. Soy el profesor Vassili Kozak, del Instituto Unido Trofimuk de Geología, Geofísica y Mineralogía.

Tras un crepitar de parásitos, una voz indecisa aventuró:

—¿El Instituto qué? ¿Está usted también con la misión del AFIP? ¿A las órdenes del doctor Frank Slater? Cambio.

Por lo visto aún no había llegado a todas partes la noticia de que a Frank lo habían relevado oficialmente de su puesto.

—Sí.

—Ah, vale. Bueno, estamos alcanzando velocidades de los vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora, y la presión barométrica cae como una piedra: noventa y ocho milibares en la última lectura. Ya pueden atrancar las escotillas bien fuerte, durante al menos las próximas veinticuatro horas.

—Gracias por el aviso —contestó Kozak, conteniendo un eructo—. Atrancaré todas las escotillas. Cambio.

Luego volvió arrastrando los pies a su asiento, se sirvió otro buen vaso de vodka y hojeó rápidamente las destrozadas páginas del libro que habían encontrado en el bolsillo de aquel muchacho muerto. Nika había dicho que se llamaba Russell.

El libro, como Kozak había supuesto nada más verlo, era el archivo del sacristán, un registro de los entierros realizados en el cementerio de la colonia. Dónde lo había conseguido Russell nadie lo sabía, aunque Kozak tenía una idea bastante clara. En algún lugar del bosque, no lejos del cementerio, probablemente hubiera una vieja casucha, ruinosa y ya cubierta de vegetación, donde el sacristán habría guardado sus herramientas, sus libros mayores y las lápidas. Cuando la tormenta hubiera pasado, tendría que ir con el sargento Groves a buscarla.

La botella de vodka se acababa. Por suerte había llevado varias más.

Las páginas que quedaban en el libro mostraban una sorprendente avalancha de entradas, todas de otoño de 1918, junto con notas sobre la dinamita que los colonos habían empleado para abrir tumbas a suficiente profundidad. Cartuchos de ocho pulgadas, hechos en Delaware por DuPont, fabricados para matar a los alemanes en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, pero que, en vez de eso, se habían utilizado para ayudar a enterrar pacifistas rusos a miles de kilómetros de cualquier frente. Kozak se alegró de encontrar esta prueba de su teoría. No era de extrañar que esa cara del acantilado estuviera desmoronándose más rápido de lo que incluso el calentamiento global pronosticaba.

Pero fue al ir a las últimas páginas del libro mayor, escritas con una letra más femenina, cuando el profesor dejó el vaso y se sentó más derecho en la silla. La tinta estaba bastante desvaída, y las páginas, aún húmedas por los bordes, pero era evidente que ya no eran obra del sacristán. ¿Había muerto? ¿Era este nuevo escribiente su sustituto? El libro, que hasta entonces había sido una somera lista de nombres y fechas, de pronto recogía lastimeras súplicas, añadidas entre los últimos apuntes de muertes, y todo escrito en un ruso más solemne.

«Perdonadme», decía una angustiada nota. «Me he convertido en la maldición de todos cuantos me conocen, tanto en la patria como aquí en este horrible lugar».

Debajo se había registrado cumplidamente el apunte de otro entierro, éste el de un hombre llamado Stefan Novyk, «diácono de nuestra santa congregación». De modo que así se llamaba; su nombre se había borrado de la lápida, pero ahora el extraño motivo cincelado en la piedra parecía completamente lógico. Las dos puertas de las esquinas superiores simbolizaban las puertas del diácono… que conducían a través del iconostasio hasta el altar de atrás. El lugar donde, tradicionalmente, los auténticos tesoros de la Iglesia se ocultaban y se mantenían protegidos. «Fue él quien me salvó de los lobos, y él quien me dio refugio. Y así es como lo he recompensado».

Las siguientes líneas estaban borrosas e ilegibles, pero debajo de ellas, garabateado por lo que parecía una mano temblorosa, se había registrado un último entierro.

«Esta noche el Señor ha creído conveniente restituirme los restos mortales de Sergei Ilyinski, mi pobrecito, dulce, fiel y muy amado Sergei. Su cuerpo quedó varado en la orilla de esta infausta isla, y yo misma lo he enterrado en la última sepultura. No puedo excavar más. En torno a su cuello he colocado la cruz de esmeraldas que en su día me diera el hombre santo en San Petersburgo. Ojalá proteja a Sergei en su viaje ahora… y ojalá sus cadenas no me aten más a esta tierra. Anhelo verme liberada, pero temo que la bendición de la cruz ahora se haya transformado en mi maldición».

Kozak se echó atrás en la silla, sumamente conmovido por la angustia y la soledad de esta mujer anónima. El resto de la página estaba vacío, y Kozak le dio la vuelta ansiosamente para ver si había algo más.

En el centro de la última página estaban las palabras: «Mi alma perdura aquí… para siempre. Madre de Dios, libérame». Justo debajo había una firma que hizo que al profesor le diera un vuelco el corazón. Se apresuró a echar un generoso trago de vodka. Las luces de la tienda se atenuaron y parpadearon, y Kozak se preguntó si sería la aurora boreal que alteraba los campos magnéticos y eléctricos otra vez. Pero no tenía ganas de salir a verla. Ahora no.

Cuando las luces volvieron a brillar, lo leyó una vez más.

Pero seguía diciendo lo mismo.

Kozak vació el resto del vodka, y en el momento en que soltaba la botella vacía en la mesa, las luces volvieron a apagarse, sumiéndolo en la oscuridad. Sólo con sus pensamientos, y con el antiguo libro mayor, sintió el mismo espeluznante escalofrío que había sentido de niño cuando era la rusalka lo que él se figuraba que regresaba de entre los muertos.