Mientras el helicóptero entraba rápidamente sobre el puerto de Port Orlov, Slater vio los barcos de la Guardia Costera moviéndose arriba y abajo mar adentro; sus focos barrían de acá para allá los muelles para asegurarse de que no entrara ni saliera nada. No es que fuera probable en una noche como ésta. El propio pueblo estaba casi todo a oscuras, mientras el viento agotador azotaba las calles cubiertas de nieve.
Apenas un hilo conectaba a la doctora Lantos con la vida. Bajo la máscara de oxígeno su rostro tenía un intenso color morado, y Slater ya no albergaba dudas sobre lo que pasaba. La doctora tenía una tos seca, cada vez más problemas pulmonares y fiebre alta.
Había enfermado de gripe.
Lo cual significaba que tal vez Nika, al pincharse con la aguja, se hubiera infectado también. Pero no era seguro, seguía habiendo demasiadas preguntas. ¿Se transmitía así? ¿Estaba la aguja infectada, y, sobre todo, estaba infectada antes de que se produjera la herida del pinchazo? Slater se aferró a la posibilidad de que no lo estuviera mientras atendía a Lantos. La última vez que se había encontrado en una situación como ésta, ocupándose de un paciente en peligro de muerte en el compartimento de carga de un helicóptero, el resultado había sido sumamente malo, pero ahora mismo Frank tenía que desechar esos temores, y también los espantosos recuerdos de Afganistán. Esta vez, se sermoneó, la paciente sí sobreviviría; esta vez tendría la atención que necesitaba antes de que fuera demasiado tarde; esta vez él conseguiría plena colaboración en lugar de retrasos y obstáculos.
Al bajar, el helicóptero rozó las copas de los árboles de hoja perenne y se dirigió hacia las brillantes y blancas luces de la pista de hockey. Apenas se había posado en medio del hielo, con los rotores aún girando sin terminar de pararse, cuando un camión de repostaje fue con estruendo hacia él. El centro de contención de riesgos biológicos más próximo estaba a centenares de kilómetros de distancia, en la capital del estado.
—Eva —dijo Slater, poniéndole una mano en el hombro—, la veré en Juneau.
Pero ella no contestó ni dio muestras de haberlo oído siquiera.
Un médico militar vestido con un completo conjunto aislante abrió de par en par las puertas de la cabina, y Slater salió enseguida. Levantó una mano para ayudar a Nika, pero ella ya bajaba de un salto sola.
Nika gritó «¡Ray!» a un hombre que, con una parka de la policía y una placa de sheriff, se encontraba a unos metros, pero con la mascarilla era imposible que se la oyera. Se la quitó un instante y volvió a gritar:
—¡Ray! ¿Los has encontrado?
De pie en el hielo con las piernas bien extendidas para mantener el equilibrio, él respondió a gritos:
—Todavía no. —Como se le había ordenado, llevaba, asimismo, mascarilla y guantes—. Fui a la casa de los Vane, pero Charlie dijo que no estaban allí.
—Los dos sabemos que Charlie Vane no diría la verdad ni queriendo.
—Vale, tiene razón, alcaldesa. Pero no tengo una orden judicial para registrar la casa, y hace días que nadie ha visto a Harley, ni a Eddie en realidad. —Señaló el camión de petróleo de la empresa donde trabajaba Russell—. Y Russell no se ha presentado por el trabajo, tampoco.
—Ni lo hará —dijo Nika, en tono serio—. Ha muerto.
—¿Qué dice?
Nika señaló el compartimento de carga del helicóptero, de donde dos guardacostas, también con traje hermético, sacaban la bolsa para transporte de cadáveres.
—Lo encontraron en la isla. Los lobos lo mataron.
Era evidente, incluso a media docena de metros de distancia, que el sheriff estaba anonadado.
—Guárdenlo en hielo y mantengan la bolsa cerrada —intervino Slater; luego miró a Nika y bajó la voz—. A lo mejor deberíamos dar esa vuelta ya.
—Claro —respondió ella, sabiendo muy bien lo que Frank quería decir.
Con cuidado de no resbalar en el hielo, y bajo la perpleja mirada del sheriff y de su ayudante, Nika condujo a Slater hasta el garaje municipal situado en un extremo de la pista de hielo; la última vez que había estado allí dentro fue para aparcar la pulidora. Ahora pasó justo por delante de ella, de las quitanieves y del camión de la basura, y se detuvo ante la única ambulancia todoterreno de Port Orlov.
—Suba —le dijo a Slater, y se deslizó en el asiento del conductor; él dio la vuelta corriendo hasta el lado del copiloto—. ¿Adónde primero?
—A casa de Harley.
—Póngase el cinturón de seguridad —contestó ella, al tiempo que bajaba la ventanilla y metía una marcha.
Cuando salía del garaje, el sheriff corrió a ponerse delante de los faros, levantando las manos.
—Eh, espere, ¿adónde va con eso? —gritó, apartándose la mascarilla de la boca—. Nadie puede ir a ningún lado esta noche… Son las órdenes.
—Menos para la alcaldesa —respondió a gritos Nika.
Viró bruscamente para rodearlo y rebasó la esquina del centro cívico.
Durante un segundo el ayudante alzó su escopeta, como si esperara órdenes de disparar, pero el sheriff se limitó a quedarse allí, con las manos en las anchas caderas y sin estar muy seguro de qué autoridad se imponía en una situación como ésta.
Front Street estaba desierta, y las pocas tiendas de aparejos de pesca y de comestibles, bien cerradas. Hasta el Yardarm estaba a oscuras. El viejo tótem, torcido a un lado, se alzaba delante. Slater miró sus sonrientes nutrias y sus lobos, que enseñaban los colmillos, con una nueva sensación de comprensión. Nada como un viaje a la isla de Saint Peter para ampliar horizontes.
Con un ensordecedor estruendo, el helicóptero, con el depósito lleno de nuevo y unas luces rojas parpadeando, se elevó sobre sus cabezas; se dirigía hacia el este… llevando su valioso, y comprometido, cargamento.
—¿Lo logrará? —preguntó Nika.
Y esta vez Slater no supo qué contestar. Había dado meticulosas instrucciones al médico militar jefe de a bordo, y la doctora Levinson había preparado el equipo de Juneau. Pero no había modo de saberlo.
—Eso espero —respondió por fin.
Mientras tanto lo único que podía hacer era vigilar de cerca a Nika.
Ésta metió la ambulancia por el camino particular que había entre una armería y un almacén de maderas y dijo:
—Harley vive en esa caravana de ahí atrás. —Un resplandor violeta se veía entre las enredadas láminas de la persiana de la ventana—. Probablemente esté dándole de comer a su serpiente.
Tras salir de la ambulancia, Nika subió a saltos los escalones hasta la puerta, llamó fuerte con la palma de la mano, y luego se inclinó hacia la ventana y miró dentro. De pie, con un pie en el coche y el otro fuera, Slater se quitó la mascarilla de la boca y se aventuró a inspirar una bocanada de aire fresco. La ropa interior térmica y el traje aislante que llevaba puestos abrigaban mucho dentro del vehículo —demasiado en realidad—, pero sólo al cabo de uno o dos minutos fuera el frío de Alaska empezaba a penetrar en ellos. Cuando Nika dio media vuelta estaba negando con la cabeza.
—¿A casa de Eddie ahora? —preguntó él.
—La madre de Eddie es una pastillera. Nadie va por allí, ni siquiera Eddie.
—Y dice usted que este Charlie Vane es un embustero.
—Sí, señor —repuso ella, volviendo a ponerse detrás del volante—, aunque no he dicho que fuera un buen embustero.
Dando marcha atrás por la calle vacía, giró a la derecha en la esquina del almacén de madera y se metió por un camino oscuro y lleno de baches que ya no estaba bordeado de tiendas o establecimientos comerciales. Sólo era una carretera comarcal salpicada con alguna que otra choza, montada a base de tablones curados por la intemperie y papel alquitranado, o una caravana aparcada en la ladera. Viejos armazones de madera para secar carne se inclinaban entre ruinosos cobertizos y montones de leña. Por el camino, Nika le dio a Slater más detalles sobre Charlie y su Iglesia de las Sagradas Escrituras.
—¿Y dice usted que incluso tiene discípulos?
Nika se encogió de hombros.
—En Internet, me imagino que se encuentra de todo. Aunque a Charlie le ha ido aún mejor. Consiguió convencer a aquellas dos mujeres que vio usted en el funeral, Rebekah y Bathsheba, para que vinieran a llevarle la casa.
Pisó varias veces el freno con suavidad al ver que algo grande y negro cruzaba pesadamente la carretera. Cuando el alce volvió la cabeza con un lánguido movimiento, la cuerna y los ojos brillaron a la luz de los faros. Para ser un animal de semejante tamaño las patas eran demasiado largas y delgaduchas y las huesudas rodillas, absolutamente frágiles.
Una vez que el alce bajó sin prisas por un terraplén, Nika aceleró de nuevo.
—Las necesitaba —continuó— desde el accidente.
—¿Qué fue lo que ocurrió?
Nika repitió suficiente historia familiar —barcos cangrejeros hundidos, un centenar de acusaciones de robos de poca monta, el disparatado aunque trágico intento de bajar los rápidos del río Heron— como para darle a Slater una impresión renovada de con quién se las veía.
—Pero sigue yendo por ahí bastante bien: tiene su silla de ruedas y una furgoneta con tracción en las cuatro ruedas que se ha adaptado completamente con mandos manuales y un motor de ocho cilindros. Lo único que me sorprende es que no la haya destrozado todavía.
La ambulancia avanzó dando sacudidas al meterse en una serie de baches, y Nika agarró el volante más fuerte con los guantes de látex.
—La familia Vane —dijo, resumiendo— tiene un misterioso talento para la destrucción.
Mientras clavaba la mirada en la profunda oscuridad Slater se preguntó hasta dónde llegaba ese talento. Aunque encontrara a Harley, ¿podría razonar con él? Si todavía tenía los viales del congelador del laboratorio, por no hablar del rollo de papel y el icono, ¿podría explicarle el peligro mortal en el que se había puesto a sí mismo al cogerlos? ¿Podría convencerlo de que no se harían más acusaciones en su contra, que hasta su identidad se ocultaría, si se limitaba a renunciar a aquel mortífero botín? Slater era muy consciente de la catástrofe en que se había convertido toda esta misión, pero si pudiera contener el peligro antes de que llegara más lejos, eso tal vez resultara un adecuado detalle de cortesía con que poner fin a su carrera pública. Aún le parecía oír la voz de su exmujer, todas aquellas veces que trataba de convencerlo para que montara una tranquila y aburguesada consulta donde tratar alergias y rodillas rasguñadas, pero a Frank aquella idea seguía resultándole odiosa. Él quería que su trabajo tuviera importancia en el mundo, quería sentir que hacía algo valioso y necesario y útil.
Habían recorrido un buen trecho sin que hubiera indicios de habitantes en absoluto; sólo era una carretera solitaria que poco a poco había vuelto a retroceder serpenteando hacia el accidentado litoral. Nieve y aguanieve, llevadas desde la misma Siberia y a través del mar de Bering, acuchillaban las ventanillas. Costaba imaginar el entusiasmo que debió de haber impulsado a aquella minúscula secta rusa, hacía más de cien años, a hacer aquel mismo viaje cruzando este helado estrecho para establecerse en un vedado trozo de tierra extranjera, un lugar al que se atrevieron a darle nuevo nombre en honor a su patrono, san Pedro.
Más asombroso todavía era el hecho de que su viaje, olvidado hacía mucho tiempo y que había terminado con la aniquilación de todos, representase ahora semejante amenaza para el mundo que había más allá de este desierto.
—Es al doblar la siguiente curva —dijo Nika, mientras reducía la marcha de la ambulancia—. La cruz luminosa que Charlie puso en el tejado no tiene pérdida.
Slater recordó haber visto la cruz la primera vez que había sobrevolado el pueblo. Los faros del coche barrían la rala maleza que crecía cerca de la playa, pero en lugar de eso Frank tenía los ojos clavados en un destartalado embarcadero. Amarrado a un pilote de hormigón, un pequeño barco saltaba de un lado para otro en el agua helada.
Era la semirrígida.
—Harley está aquí —afirmó—. ¡Ése es el bote de la isla!
Nika asintió, metió la ambulancia por un estrecho camino particular con montañas de ventisqueros a ambos lados y se detuvo junto a un tramo de escalones combados. La cruz luminosa brillaba al lado del cañón de la chimenea. Dentro de la casa había luces encendidas, y un garaje independiente lo bastante viejo como para que en su día lo hubieran construido como caballeriza.
—Déjeme hablar a mí —dijo Nika—. Tal vez estén locas, pero yo sé cómo tratarlas.
Subió la escalera y Slater sacó una linterna de la guantera y rodeó la casa con sigilo hasta el garaje. Mientras acercaba a rastras un podrido leño hacia una ventana situada en lo alto de la pared, oyó a Nika aporrear la puerta. Los cubrezapatos del traje aislante estaban mojados, y Frank tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio al tiempo que dirigía el haz de luz de la linterna a través del mugriento vidrio cubierto de telarañas. Dentro distinguió un montón de neumáticos usados, una pirámide de oxidadas latas de pintura y una motonieve.
Pero no había ni rastro de una furgoneta, ni adaptada ni dejada de adaptar.
—Bájese de ahí —oyó decir detrás de él—, o si no…
Cuando Slater volvió la cabeza vio a Rebekah que, a unos dos metros de distancia y vestida con un largo y andrajoso abrigo de piel, lo apuntaba con una escopeta. A juzgar por la expresión de su flaco rostro, sus palabras no eran una amenaza hecha a la ligera.
Slater se apartó del leño, alargando las palmas de las manos para mostrar que no tenía malas intenciones.
—Buscamos a Harley Vane —dijo, con voz apagada por la mascarilla—, nada más.
—Podría matarlo a usted de un tiro —contestó ella—, aquí mismo, y estaría en mi derecho.
—Es que tenemos que hablar con él —respondió Frank, en el tono más calmado que pudo.
—Vamos —dijo ella, indicándole con la punta de la escopeta que debía rodear la casa hasta la escalera delantera y subir.
Slater sintió que lo apuntaba con el rifle todo el camino. En el vestíbulo encontró a Nika, también con las manos en alto, y a Bathsheba que, con mano temblorosa, apuntaba más o menos hacia ella con una pistola.
—Creí que había dicho que a usted la escucharían —dijo Slater.
Nika se encogió de hombros.
—Me han dicho que Harley no está aquí —respondió.
—Entren en la sala de reuniones —ordenó Rebekah.
Bathsheba se hizo a un lado. Más allá Slater vio una gran habitación con alfombras por todo el suelo y unas sillas plegables apiladas junto a un armero abierto de par en par.
Slater y Nika obedecieron, y las dos hermanas parecieron quedarse sin saber qué hacer. A Bathsheba incluso se le había olvidado mantener la pistola levantada, y Rebekah no paraba de mover la boca de la escopeta de dos cañones de uno a la otra.
—¿Charlie tampoco está? —preguntó Nika.
—Trae cuerda —le dijo Rebekah a su hermana.
—¿Cuánta?
—¡Toda la que encuentres!
Slater estaba analizando rápidamente el sitio que llamaban la sala de reuniones; le daba la impresión de que servía de algo más que de despacho. Había una enorme y destartalada mesa, con papeles y copias impresas que rebosaban de las papeleras metálicas, y dos monitores de ordenador de pantalla grande. Uno mostraba el salvapantallas: una imponente cruz, con un lobo blanco en la base, y el título de SAGRADAS ESCRITURAS DE VANE. Pero las imágenes del otro eran mucho más interesantes.
Cuando Bathsheba salió a por la cuerda, Slater se acercó muy despacio y vio una colección de iconos rusos, la mayoría representando a la Virgen María con un velo rojo y con el Niño Jesús en el regazo. El encabezamiento decía: DE LA COLECCIÓN DEL MUSEO DEL HERMITAGE, SAN PETERSBURGO, RUSIA. Uno de ellos era la viva imagen del icono que habían encontrado en la tumba del diácono.
Si aún tenía una mínima duda sobre la complicidad de Harley en la desaparición del icono o sobre dónde acababa de estar, se desvaneció.
Igual que cualquier duda sobre los planes de las hermanas; pensaban tenerlo como rehén allí, junto con Nika, todo el tiempo que los chicos de Vane necesitaran para llevar a cabo su huida en la furgoneta que no aparecía.
—¿Adónde han ido? —preguntó.
Por primera vez reparó en una mancha mojada de la alfombra y en un casi imperceptible olor a vómito.
Rebekah agarró más fuerte la escopeta.
—Tiene usted que saber algunas cosas —prosiguió Slater en tono severo—. Me llamo doctor Frank Slater, y le pido, como representante del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, sito en Washington, que suelte la escopeta y conteste a mis preguntas.
Rebekah estaba escuchándolo, pero la escopeta no se movió.
—Si no colabora usted, si no me dice ahora mismo adónde han ido Harley y su hermano, se enfrentará usted a acusaciones locales, estatales y federales. La procesarán a usted, se lo garantizo, y después a usted, y también a su hermana, se las condenará a una grave pena de cárcel. —Volvió a clavar la mirada directamente en su pálida cara—. Ésta es su última oportunidad de colaborar.
—Al pueblo —dejó escapar Rebekah por fin—. Han ido al pueblo.
—Eso es mentira —dijo Nika—. Nos habríamos cruzado con ellos al venir hacia aquí.
Bathsheba volvió a entrar afanosamente en la habitación arrastrando una cuerda por la alfombra tras ella.
—Aunque ellos no lo saben —dijo Slater—, Harley y su marido corren gran peligro.
—No más que usted —contestó Rebekah, y sacudió bruscamente la escopeta—. ¿Y a qué vienen esas mascarillas y los guantes de goma? A mí me parecen ustedes un par de ladrones. Eso es lo que diré cuando me pregunten por qué tuve que pegarles un tiro.
—Deben de estar dirigiéndose hacia Nome —le dijo Nika a Slater como si estuvieran solos.
—Pues allí es adonde iremos —respondió Slater sin hacer caso de Bathsheba, que se mantenía aparte, jugueteando con la cuerda, ni de Rebekah, que seguía agarrando la escopeta, aunque estaba claro que se preguntaba qué hacer después—. Vamos.
Tranquilamente, pero con fría seguridad, Slater inclinó el cañón del rifle a un lado mientras Nika salía a toda prisa de la habitación, y luego, conteniendo el aliento, fue tras ella hasta la ambulancia. Ambos se subieron corriendo, y mientras Nika ponía el vehículo en marcha atrás para volver a recorrer el camino de entrada, en tono elogioso dijo:
—La próxima vez que alguien necesite un negociador en un secuestro, sabré a quién llamar.
—Conduzca.
Pero sólo habían llegado a mitad de la cuesta cuando Bathsheba, agitando la cuerda como un cowboy, echó a correr tras ellos hasta apoyar las manos en el parachoques trasero.
—¡Dejen en paz a Harley! —gritaba—. ¡Él no ha hecho nada!
Nika pisó el freno, pero la ambulancia siguió patinando veloz pendiente abajo, empujando a Bathsheba detrás.
—¡Déjenlo en paz!
Soltando una maldición, Nika pisó repetidamente el freno otra vez, pero el camino de entrada estaba cubierto de hielo y el vehículo coleó. Entonces se oyó un alarmante golpetazo y Bathsheba salió despedida hasta un ventisquero.
—¡Ay, no! —exclamó Nika. Golpeó el volante en un gesto de frustración y por fin logró parar del todo la ambulancia.
Frank se había desabrochado el cinturón de seguridad y alargaba la mano para coger la manilla de la portezuela cuando Rebekah bajó volando los escalones delanteros, gritando como un alma en pena al ver a su hermana en el montón de nieve. Para estupefacción de Slater, alzó la escopeta y, sin pensarlo dos veces, disparó directamente al vehículo.
Mientras el faro derecho estallaba en una lluvia de chispas blancas y vidrio hecho añicos, Slater extendió el brazo por encima del asiento y tiró de Nika hasta cubrirla con su cuerpo.
El segundo balazo dio en el parabrisas y abolló el techo sobre sus cabezas. Un agujero del tamaño de un puño se había abierto en el vidrio, pero el resto del parabrisas, cuarteado con un millar de grietas, aguantó sin romperse.
Slater oyó meter en la recámara dos nuevos cartuchos, pero no tenía la mínima intención de esperar a que Rebekah perfeccionara su puntería. Abrió de par en par la portezuela lateral y salió rodando sobre la nieve. Un copete de barro y hielo voló por los aires tras él mientras se ocultaba detrás de un árbol. Oyó crujir la nieve bajo los pies de Rebekah, que lo perseguía corriendo, y cuando se asomó a mirar por el tronco, otro disparo de escopeta arrancó un buen trozo de corteza, que le lanzó trocitos de madera y astillas a la cara.
Pero eso quería decir que ambos cañones estaban vacíos de nuevo, y que Frank tenía unos cuantos segundos como máximo antes de que ella volviera a cargar.
Limpiándose los ojos, salió de golpe de detrás del árbol. Rebekah acababa de meter de cualquier modo otro cartucho cuando Frank dio un salto hacia ella. Pero los cubrezapatos patinaron y lo único que pudo hacer fue desviar de un manotazo el cañón, a tiempo para que el disparo surcara veloz las copas de los árboles e hiciera que una bandada de pájaros se internara chillando en la noche.
Rebekah dio un gruñido de indignación, y Slater buscó a tientas la escopeta. Ella intentó apartarla, pero Frank la agarró y, de un fuerte tirón, consiguió arrancársela de las manos. Con los dedos extendidos como garras, ella soltó un grito aterrador y se le abalanzó a la cara, y Slater no tuvo más remedio que subir rápidamente la culata del rifle bajo la barbilla de Rebekah. Las mandíbulas se le cerraron con un fuerte ruido, como una trampa para osos, y los ojos se le pusieron en blanco; antes de dar en el suelo ya estaba totalmente inconsciente.
Cuando el estrépito del disparo del rifle por fin dejó de resonarle en la cabeza, Slater oyó que, allá junto al montón de nieve, Nika pedía ayuda a gritos.