CAPÍTULO 49

La sirena de la policía se acercaba, y Charlie apenas tuvo tiempo de cerrar las puertas de la sala de reuniones —donde Harley estaba inconsciente en el sofá— antes de que los faros de un coche barrieran las ventanas delanteras y oyera unos neumáticos crujir en el hielo y la grava.

Rebekah, aún hecha una furia porque Harley hubiera vomitado en la alfombra, fue como un huracán hacia la puerta, pero Charlie salió en la silla de ruedas al vestíbulo, le cerró el paso y le ordenó que volviera a la cocina.

—¡Y dile a tu hermana que se quede allí también!

Rebekah replicó:

—¿Cómo? ¿Ahora no puedo abrir mi propia puerta?

—No, y además, de todos modos no es tu maldita puerta. Es la mía.

Se oyó el sonido de unas botas sacudiéndose la nieve a zapatazos en el porche.

—Ahora fuera de aquí —dijo Charlie en un susurro—, y ni una palabra a nadie sobre Harley.

Los golpes llegaron un segundo después, sonoros y fuertes, y Charlie oyó la voz del sheriff diciendo:

—¡Abre, Charlie! ¡Soy Ray Blaine!

Charlie se tomó su tiempo en descorrer los cerrojos para asegurarse de que Rebekah no estuviera a la vista antes de abrir la puerta. El coche patrulla de la policía estaba aparcado en el camino de entrada, con las luces del techo lanzando destellos azules, pero más sorprendente que eso eran la mascarilla de gasa que cubría la boca y la nariz del sheriff, los guantes de goma que llevaba puestos y el hecho de que se echara atrás más de un metro.

—Hola, Ray —dijo Charlie—. ¿Qué te trae por aquí una noche como ésta?

—¿Has visto a Harley?

—No. ¿Por qué? Por favor, no me digas que ha vuelto a meterse en un lío —contestó Charlie, meneando la cabeza como un padre a cuyo hijo siempre pillaran haciendo diabluras.

—¿Y a Eddie Pavlik?

—No, a él tampoco. Oye, ¿a qué viene la mascarilla? ¿Estás malo, o es que ya es Halloween?

—Mira, no vayas a mentirme, Charlie —repuso Ray, estirando el cuello para echar una mirada dentro—. Si ves a alguno de los dos, me llamas, ¿te enteras? Y si yo fuera tú, no dejaría que se me acercaran demasiado.

—¿De qué demonios estás hablando? —respondió Charlie, justo cuando el walkie-talkie sonó en el cinturón del sheriff.

Ray contestó la llamada y, tras apartarse un par de metros en el porche, dijo:

—Sí, señor, estoy aquí ahora. —Se quedó escuchando unos instantes—. Estamos poniendo los controles de carretera todo lo rápido que podemos.

—¿Los controles de carretera?

El sheriff cortó la comunicación, se sacudió la nieve de los hombros y dijo:

—No hagas planes de ir a ningún sitio esta noche.

—¿Quieres decir que estoy detenido? —preguntó Charlie, fingiendo más indignación de la que sentía—. ¿Por qué?

—Quiero decir que las carreteras están cerradas.

Y eso era lo único que Charlie necesitaba oír. En cuanto el sheriff volvió a subir al coche patrulla, Charlie hizo girar rápidamente la silla y le gritó a Rebekah que le preparara comida y café para llevar.

—¡Y nada de esa mierda de achicoria descafeinada! Que sea del de verdad, el que servimos las noches de reunión.

Luego abrió de par en par las puertas correderas y, a voces, le ordenó a Harley que se despertara.

—¡Nos vamos!

Harley masculló algo, pero no se movió hasta que Charlie no le hincó un dedo en el brazo y le repitió la orden.

—Tío, qué dormido estaba —dijo Harley—. ¿Por qué nos vamos?

—A lo mejor tienes que contármelo tú a mí, mientras vamos en el coche.

Aunque ahora Charlie fuese un hombre de Dios, había sido un hombre del mundo muchísimo más tiempo, y en momentos como éste volvía a ser el de antes. Sabía que si la Policía se pasaba por su casa, y además andaba poniendo controles de carretera y buscando por cielo y tierra a Harley, la cosa debía de ser grave. Incluso si sólo era por aquellas condenadas joyas —la cruz de esmeraldas y aquel icono de los diamantes—, era mejor ir corriendo a la tienda de Voynovich, venderlas por lo que pudiera pillar, y luego esconderse en la cabaña para pescar en el hielo durante un tiempo…, o por lo menos hasta que entendiera qué diantres pasaba.

Harley estaba poniéndose las mojadas botas y quejándose de que le dolía la pierna, pero Charlie no quiso escucharlo.

—Anda y métete en la furgoneta —le contestó, mientras se guardaba la cruz y el icono en los bolsillos.

En la cocina echó mano a las provisiones que Rebekah había puesto en una bolsa de plástico y luego salió por la puerta trasera y subió la rampa del garaje.

Bathsheba, que se había quedado rondando por la puerta, tímidamente preguntó si Harley estaba bien.

—No está en un apuro, ¿verdad?

Charlie no tuvo más remedio que echarse a reír.

—¿Y cuándo no? —respondió, sin mirar atrás siquiera.

Mientras se montaba en el asiento del conductor y ajustaba los mandos manuales, le llegó un fuerte tufillo de su hermano y pensó que ojalá lo hubiera hecho ducharse primero. Tenía una pinta tan mala como su olor: los ojos chispeando con expresión desquiciada y la piel un poco sudorosa. Se rascaba el muslo. ¿Qué diablos veía en él Bathsheba, aunque fuera tan tonta?

Charlie llevó marcha atrás la furgoneta por el camino de entrada, inclinado y cubierto de hielo, sin dejar de pensar en qué rumbo seguiría. Debía evitar la única carretera principal que conectaba Port Orlov con la civilización —si podía considerarse a Nome la civilización—, pues el sheriff estaba patrullando el tramo local y Charlie no sabía exactamente dónde se colocaría el punto de control. Tendría que rodearlo, pero una vez conseguido eso, probablemente sería una travesía segura el resto del camino.

En la primera curva condujo la vieja furgoneta Ford por un campo y atravesó un par de oxidadas vallas de alambre de púas hasta una antigua carretera de explotación forestal. La furgoneta daba botes arriba y abajo por el camino lleno de baches y Harley dijo:

—¿Por qué has hecho eso? Vas a partir un eje.

—Te lo voy a partir a ti en la cabeza si no me dices por qué tienes hasta al último poli de Alaska por ahí buscándote.

—¿Eso hacen?

—No me jodas, Harley… ¿Has matado a Eddie? ¿O a Russell?

—Claro que no, ya te lo he dicho. Eddie se cayó por un acantilado, y a Russell…

—… se lo comieron los lobos. Sí, sí. Sé lo que me contaste, pero también sé que nadie se toma tantas molestias sólo por coger a un ladrón. —Apartó los ojos del estrecho camino de tierra un instante y se hizo cargo del desaliñado aspecto de Harley—. ¿Qué te pasa, por cierto? ¿Por qué lleva una mascarilla el sheriff?

—¿Qué mascarilla? —respondió Harley rascándose el muslo de nuevo.

—¿Y qué coño te pasa en la pierna?

—Me corté, con toda esa porquería que Eddie me metió en el bolsillo. Bastante de ella se rompió.

Charlie se había cortado también cuando fisgoneaba en la mochila de Harley.

—Enséñame la pierna.

—¿Cómo? —preguntó Harley en tono de protesta—. No pienso bajarme los pantalones para que me veas.

Charlie extendió una mano y agarró a su hermano por el cuello.

—Que me enseñes la pierna, te digo.

Desde el accidente los brazos de Charlie se le habían puesto mucho más fuertes, pero aun así necesitaba las dos manos para conducir la furgoneta y manejar las palancas. Tuvo que soltarlo, mientras Harley se desabrochaba el cinturón de seguridad y se bajaba los pantalones vaqueros hasta las rodillas. Entonces Charlie detuvo la furgoneta, encendió la luz interior y vio un pequeño corte, tal vez de cuatro o cinco centímetros, en la pálida piel de Harley. No era gran cosa, pero partiendo de la herida había unas líneas levantadas y fibrosas, como rojas tiras de regaliz.

Recordó cuando el sheriff le advirtió que no dejara que su hermano se le acercara demasiado.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí esas rayas?

—No sé —contestó Harley, como si no fueran problema suyo—. Ahora están más largas.

De pronto se dobló, tosió y una gotita de sangre saltó al salpicadero.

—Oye, perdona —dijo entre dientes, mientras la limpiaba con la manga del chaquetón—. Sé cómo estás con este coche.

—¿Cuánto tiempo hace que te pasa eso?

—A lo mejor unas cuantas horas. Creo que me he puesto malo viniendo con aquel maldito bote para acá. —Volvió a subirse los pantalones y se abrochó el cinturón—. Deberían darme una medalla sólo por ser capaz de hacerlo.

Algo pasaba aquí, algo malo, pero Charlie no sabía qué. Y quedarse allí en el bosque no iba a arreglar nada. Harley necesitaba un médico, y si alguien sabía de un médico que no dijera esta boca es mía —por el precio adecuado—, ése era Voynovich. Charlie metió una marcha y fueron dando tumbos por el camino maderero, con el viento azotando el chasis y la nieve acumulándose en el parabrisas, hasta que llegó a la cima de una árida loma, donde apagó las luces y se detuvo. Allá abajo, en la carretera, vio media docena de tipos, vestidos con trajes de faena de la Guardia Nacional, colocando balizas de carretera y disponiendo una tira de pinchos de un lado a otro de los dos carriles.

—¿Todo eso es por nosotros? —preguntó Harley con un deje de orgullo.

Charlie bajó la furgoneta por el otro lado de la colina y siguió dando tumbos hasta que estuvo seguro de que había rebasado de sobra el control de carretera. Habría continuado por entre los árboles y la maleza, pero sabía que por allí había unos cuantos barrancos y hondonadas, y ni siquiera un Humvee habría conseguido ir mucho más lejos. Además, mientras él se dirigía hacia el sureste las autoridades continuaban buscándolo al noroeste de su verdadera posición.

Con las dos manos accionando frenéticamente las marchas y las palancas del acelerador y del freno, condujo la furgoneta por una larga y resbaladiza pendiente; una o dos veces estuvo a punto de perder el control.

—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó Harley.

—Como si supieras.

—Yo sé conducirlo. ¿Quién te trajo de Dillingham aquella vez que te pillaste un pedal que no te tenías en pie?

—Por si se te ha olvidado, nunca me tengo en pie.

—Bueno, si hubieras podido.

Charlie llevó el coche por una larga zanja de drenaje y luego subió un terraplén y llegó al asfalto. Por primera vez en más de una hora todos los neumáticos estaban a la misma altura. Pero teniendo en cuenta que la Policía había difundido un aviso urgente para la busca y captura de Harley, pensó que tal vez fuera mejor que su hermano resultara un poco menos visible por si se cruzaban con algún buen ciudadano que fuera radioaficionado.

—Ponte en la parte de atrás —dijo— y usa la manta para taparte.

—Nadie ha salido a la carretera con esta mierda de tiempo —respondió Harley en tono de queja—. Ya me agacharé si hace falta.

—¿Vas a discutir absolutamente todo lo que digo?

Rezongando, Harley gateó por encima del asiento delantero; sus embarradas botas desparramaron los cedés bíblicos de Charlie por todo el suelo. Tras hurgar entre el material de emergencia que todo conductor de Alaska sabía que debía llevar —latas de gasolina adicionales, bengalas, linternas, pilas, una rueda de repuesto, una llave de cruceta, algo de cecina de vaca, agua embotellada, repelente de mosquitos, saco de dormir—, Harley sacó una andrajosa manta y se la puso por los hombros.

Charlie le echó una ojeada por el espejo retrovisor, acurrucado detrás del asiento del conductor, y lo que vio no le gustó. ¿Estaba tiritando?

—Ahora túmbate e intenta dormir un poco —dijo.

Por una vez, Harley obedeció.

Mientras seguía adelante en medio de la noche, Charlie encendió la radio para poner la emisora meteorológica local y oyó que la tormenta no iba a hacer más que empeorar. Bienvenidos a Alaska. Empujó la palanca del acelerador hacia delante, ajustó el control de crucero a una velocidad constante de sesenta y cinco kilómetros por hora —como fuera más rápido seguro que daba un trompo— y se concentró en la carretera. Los faros iluminaban sólo una estrecha franja justo en el medio, pero Charlie sentía por todas partes las bajas y heladas colinas agobiándolo, solitarias, vacías y oscuras. Una oscuridad que, como tan acertadamente habían expresado el Éxodo y el reverendo Abercrombie, se palpaba.