Sergei nunca había tenido problemas para esconderse. Cuando se crece en las estepas de Siberia, uno sabe cómo vivir de la tierra y mantenerse oculto; eso lo llevaba en los huesos cualquiera cuyos antepasados hubieran tenido que huir alguna vez de una horda mongola, o evitar a una desmandada banda de cosacos.
Pero últimamente el asunto era particularmente difícil. Después de depositar sin contratiempos a Anastasia en las manos de la hermana Leonida, Sergei había rondado por la ciudad de Ekaterinburgo, donde empezaban a producirse grandes cambios, sobre todo en la Casa del Objetivo Especial. Desde las sombras había observado cómo se eliminaba todo rastro y vestigio de la familia imperial y se quemaba luego en una hoguera en el patio. Vio a los guardias rojos supervisando a los obreros de la zona mientras éstos raspaban la cal de las ventanas, fregaban las pintadas obscenas del retrete y traían trapos, escobas y cubos para limpiar el lúgubre sótano. Y se las había arreglado para buscar entre la basura en la ciudad y encontrar un manchado ejemplar de un periódico local, cuyo texto sin duda había aprobado, si no escrito, el mismo Lenin. El titular decía DECISIÓN DEL PRESÍDIUM DEL CONSEJO EJECUTIVO DE DIPUTADOS, OBREROS, CAMPESINOS Y GUARDIAS ROJOS DE LOS URALES, y el artículo contenía la declaración oficial del partido: «En vista de que bandas checoslovacas amenazan la capital roja de los Urales, Ekaterinburgo, y de que el verdugo coronado podía escapar al tribunal del pueblo (acaba de descubrirse un complot de la Guardia Blanca para llevarse a toda la familia imperial), el Presídium del Comité Ejecutivo, en cumplimiento de la voluntad popular, ha decidido que el antiguo zar Nicolás Romanov, culpable ante el pueblo de innumerables crímenes sangrientos, sea fusilado. La decisión se llevó a efecto la noche del 16 al 17 de julio. A la familia Romanov se la ha trasladado de Ekaterinburgo a un lugar de mayor seguridad».
«Un lugar de mayor seguridad», pensó Sergei con sarcasmo, mientras estrujaba el periódico en las manos. El fondo de un pozo de carbón en un desolado lugar llamado los Cuatro Hermanos.
Pero el periódico tenía razón en una cosa: los checos y los guardias blancos sí que estaban infiltrándose, e invadiendo la zona. Ocho días después de la carnicería, Yurovski y sus camaradas letones tuvieron que darse a la fuga, y ahora que casi todos se habían marchado Sergei se había arriesgado a volver a Novo-Tijvin a última hora de aquella misma noche.
—Se encuentra mucho mejor —dijo la hermana Leonida, haciéndolo pasar por una puerta trasera—, aunque, como era de esperar, está muy inquieta.
—¿Se la puede llevar a otro lado?
—¿Por qué llevársela? Está segura aquí, entre tantas hermanas.
Pero Sergei sabía que no era así; sabía que en la guerra la suerte siempre estaba cambiando y que al final el destino de Ekaterinburgo era volver a caer en manos rojas. Cuando lo hiciera, probablemente acabaran hasta con el propio monasterio; a Lenin no le encantaba la religión.
Además, podría ser que hasta el comandante Yurovski, que no tenía un pelo de tonto, hubiera llegado a la conclusión de que lo habían engañado, y de que la duquesa menor tal vez estuviera viva aún en algún lugar. No, sólo había un sitio en la tierra donde Ana estaría verdaderamente protegida, y Sergei estaba decidido a llevarla allí.
La monja lo condujo hasta la panadería, vacía ahora pero aún caldeada y aromática de la hornada del día, y sin decir palabra señaló una trampilla en el techo. Luego, discretamente, lo dejó que se las arreglara solo. Sergei se encaramó a un barril de harina, bajó la puerta cautelosamente, desplegó los peldaños y al llegar a lo alto vio a Anastasia sentada ante una pequeña mesa en el rincón del desván, escribiendo un diario a la luz de una lámpara de queroseno. Vestía una negra sotana de prolijo bordado plateado y tarareaba una melancólica melodía entre dientes. No lo oyó, sino que siguió garabateando en las páginas de la libreta, con la cabeza baja y sus rizos de un castaño claro rozándole los hombros. A pesar de todo lo que habían pasado juntos, Sergei seguía siendo tímido: un campesino, un peón de granja que se sentía muy torpe, todo codos y rodillas y remolinos de pelo caídos sobre la frente, cuando estaba con ella.
Aunque, si alguna vez llegaba la ocasión, volvería a arriesgar la vida por salvarla.
—Ana —dijo, y ella alzó levemente la cabeza, como si hubiera oído un fantasma en el techo—. Ana.
Y entonces ella se volvió en la mesa, con sus ojos grises, antes tan llenos de travesura y alegría, ahora rebosantes de una inefable tristeza. Aún no había cumplido dieciocho años, pero su expresión revelaba el dolor y el temor de quien ha visto horrores que nadie debería ver y sobrevivido a pesadillas que nadie debería haber tenido jamás que soportar. Sus mejillas, en tiempos rollizas y rosadas, estaban demacradas y hundidas, y sus labios, más finos, esbozaban un abatido gesto.
—He rezado para que volvieras.
Hasta su voz estaba apagada, agobiada.
Sergei cerró la trampilla tras él y fue a arrodillarse a su lado junto a la mesa. Anastasia le acarició la cabeza como si fuera la mayor —y él acababa de cumplir los veinte, hacía sólo un mes—, pero cuando levantó la mirada hacia ella, Sergei advirtió cuánto se alegraba de verlo.
—Tenía mucho miedo de no poder darte las gracias.
El dorso de su mano rozó la mejilla de Sergei, y éste sintió un hormigueo en la piel al notar su caricia.
—La hermana Leonida me dice que os estáis recuperando bien.
—Han sido muy buenas conmigo aquí.
Sobre la mesa Sergei vio que había un pequeño florero con unas azules flores de aciano, y sonrió.
—¿Os acordáis del día que me disteis una de ésas?
No le dijo que la tenía aún.
Ana sonrió también, y durante varios minutos recordaron sólo cosas sin importancia: las flores en los campos de verano cuando el tren se adentraba en Siberia, cómo le encantaba a Jemmy tirarse del furgón de cola y correr dando vueltas cada vez que se paraban para repostar carbón, la pasión del doctor Botkin por el ajedrez y lo frustrado que se quedaba cuando el joven Alexei lo forzaba a pedir tablas. Como muchísimos campesinos rusos Sergei había sentido una veneración innata por el zar y su familia; una veneración que los rojos se habían esforzado incansablemente por socavar y destruir. El cruento efecto de la guerra había confirmado las razones de los bolcheviques.
Pero cuando vio por sí mismo a la familia, cuando vio al heredero al trono retorcerse de dolor por una herida sin importancia, o a la zarina preocuparse incesantemente por él, cuando oyó la risa de las cuatro grandes duquesas y observó al melancólico zar ir de un lado a otro de la estacada de la casa Ipatiev, de nuevo cambió de opinión. Ahora para él no eran sólo figuras simbólicas, los sanguinarios títeres que Lenin los había hecho parecer, sino personas de verdad…, personas de las que el starets de su pueblo, en cierto momento el hombre más famoso de toda Rusia, se había hecho amigo.
¿Debía Sergei escuchar a un profeta de su propio pueblo —un hombre de Dios, tocado con el fuego sagrado— o a Lenin, un político exiliado al que los alemanes habían vuelto a meter de contrabando en el país en un tren secreto, simplemente para provocar la rebelión?
—¿Cómo te has mantenido a salvo? —preguntó Anastasia.
Sergei se lo contó, y también dónde había estado escondiéndose en el campo circundante. En julio podía hacerse; más avanzado el año no habría sido tan fácil.
—¿Y sabe el mundo… —preguntó Ana titubeando— lo que le sucedió a mi familia?
Él le dijo lo que había leído en el periódico, incluida la descarada mentira sobre la seguridad de la familia, y un rubor de furia subió a las mejillas de la joven.
—¡Asesinos! —exclamó—. ¡Y cobardes también, temerosos de confesar sus crímenes!
Sergei se preguntó si era eso lo que había estado escribiendo en el diario.
—¡Yo se lo contaré al mundo! ¡Lo gritaré a los cuatro vientos y veré cómo ahorcan a esos asesinos!
Sergei estaba haciéndola callar cuando oyó lo que parecía el palo de una escoba dando golpes en la parte inferior de la trampilla. La hermana Leonida debía de haber estado vigilando abajo en la cocina.
—Algún día —contestó él, procurando tranquilizarla— lo haréis, y yo os ayudaré. Pero ese día aún está muy lejos. Tenéis enemigos, y ya habéis visto de lo que son capaces. Ahora no es momento para eso, Ana.
Respirando con dificultad, ella se calmó.
—Y entonces, ¿de qué es momento? ¿De esconderse en este desván como un ratoncillo?
—No, eso tampoco. —Probablemente ésta fuera una buena oportunidad para sacar a colación el tema que Sergei tenía intención de abordar—. Ahora es el momento de partir, conmigo, hacia el sitio que el propio padre Grigori preparó como refugio. Parte de la visión que tenía para el futuro antes de su muerte.
Ana recordaba bien muchas de las predicciones de Rasputin…, todas las cuales se habían cumplido hasta ahora; para su pesar, incluso las más funestas.
—Es una colonia que está en una isla, y muchos fieles ya están allí. Recuerdo el día que salieron de Pokrovskoe, guiados por el diácono Stefan. No estaréis segura hasta que no hayáis salido del país y estéis escondida en un lugar donde nadie os encuentre.
Anastasia no parecía convencida, pero siguió escuchando.
—¿Dónde está este lugar secreto?
—Muy lejos de aquí, hacia el este, al otro lado de las estepas.
—¿Y cómo propones que lleguemos allá?
Sergei había pasado muchas horas planeando un itinerario en la cabeza, calculando dónde subirían, con nombres falsos, al recién terminado Ferrocarril Transiberiano, y hasta dónde irían en él hacia el este. Cuando se desviara hacia el sur tendrían que bajarse y encontrar un modo de continuar hacia el norte. En algún momento tendrían que buscar un piloto, con un avión, dispuesto a llevarlos al otro lado del estrecho de Bering. Sergei había aprendido que el precio adecuado hacía posible cualquier cosa, y el pago era lo único que sabía que no era un obstáculo. Justo cuando llevaba en brazos el cuerpo exánime de Ana por el bosque, había vislumbrado la reserva de valiosas joyas cosida en el corsé. Una chuchería o dos de aquel forro hecho jirones y estaba seguro de que conseguiría cualquier transporte que necesitaran. Pero en lugar de empezar a explicarle a grandes rasgos el plan —habría muchas semanas para hacerlo— se limitó a señalar la cruz de esmeraldas que Ana llevaba al cuello y dijo:
—He leído la inscripción que hay en la parte de atrás.
Anastasia se ruborizó, como si la hubiera sorprendido saliendo del baño.
—La bendición de él os ha protegido hasta este día —añadió Sergei—. ¿Por qué iba a terminarse ahora?