CAPÍTULO 47

Con pavor en el corazón Slater se precipitó hacia la tienda de Nika. Le resultaba imposible llamar golpeando a las puertas pero, por encima del viento, gritó que iba a entrar y que debía ponerse la mascarilla y la ropa.

Lo que vio por debajo de las gafas protectoras de la joven fue un par de ojos atemorizados. La bombilla pelada que había en el techo se movía con su cordón, igual que ondeaba la tienda de campaña.

—Deje que le vea la mano —dijo él.

Como un perro con una pata herida, Nika tendió la palma. Con los guantes Frank examinó el punto donde la aguja había pinchado la piel. Aún se veía la marca, pero hasta ahora no estaba inflamada ni parecía sospechosa en ningún sentido. Un pequeño alivio, aunque no mucho más que eso. La etiología y el período de incubación de esta gripe eran inciertos, como poco.

—¿Cómo está?

—Asustada —confesó ella.

Su largo cabello negro estaba recogido en dos lustrosas trenzas que le caían sobre los hombros.

—Todos lo estamos —respondió él—. Pero todo va a ir bien, confíe en mí.

—¿Cómo está Eva?

—He hecho todo cuanto puedo hacer por ella aquí. —En realidad, acababa de cambiarle los vendajes, volver a coserle varias suturas rotas y administrarle una sedación más fuerte—. Van a evacuarla en helicóptero muy pronto. Y a usted también.

—Pero si estoy bien. Si necesita usted el sitio del helicóptero para…

—Necesito que me ayude usted a localizar a Harley Vane y a Eddie.

—¿Qué dice?

Lo más rápido que pudo, Slater le contó lo que sabía, incluido el hecho de que el cadáver congelado de Russell se había descubierto junto a la iglesia. Nika lo miró con expresión incrédula.

—¿Lo atacaron los lobos? —preguntó.

—De eso no cabe duda —contestó Slater.

Luego pasó a explicarle lo que pensaba que los otros habían andado haciendo en la isla.

—Y entonces, ¿no hay manera de saber a qué pueden haber estado expuestos?

—No —respondió Slater—. Y ellos tampoco lo saben.

Nika, que entendía perfectamente la gravedad de la situación, dijo:

—Pero ¿habrán llegado a tierra en ese bote? ¿Con esta mar?

—Como no es imposible, tenemos que suponer que sí.

—Debería llamar al sheriff del pueblo —dijo ella, e hizo amago de coger el teléfono vía satélite.

Slater levantó una mano para detenerla.

—Ya se lo he notificado y le he dicho qué precauciones debe tomar para sí mismo y para sus hombres.

También se lo había comunicado a la Guardia Costera, la Guardia Nacional y las autoridades civiles de la capital del estado, Juneau. Lo que necesitaba era que se formara un estrecho cerco en torno al pueblo de Port Orlov, y otro más amplio, con un perímetro de quince kilómetros, en torno a aquél. Por fortuna la población del noroeste de Alaska era escasa, y la zona no es que se encontrara precisamente entrecruzada de carreteras y autopistas; casi todos los desplazamientos se hacían por mar y por aire, y Slater ya lo había organizado para que bloquearan el puerto y los aviones comerciales permanecieran en tierra. Cuando había tropezado con alguna resistencia, había remitido las llamadas al cuartel general del AFIP en Washington. A estas alturas se figuraba que la doctora Levinson probablemente estuviera pensando llevarlo ante un pelotón de fusilamiento cuando volviera, si es que volvía.

—Frank —dijo Nika—, ¿qué va a ocurrirle a la gente de Port Orlov?

—Nada —contestó él—. Vamos a detener esto en seco.

—Es que no lo soportaría —repuso ella, aún con aire temeroso—, si lo que sucedió en 1918 volviera a suceder… y siendo yo la responsable. Yo soy la alcaldesa, soy la anciana de la tribu, soy la única en quien confían. Recuerdo las historias de mi pueblo, cuando murió en sus cabañas y los perros estuvieron comiéndose los cuerpos durante semanas.

—Eso no ocurrirá —respondió Slater.

Le cogió las manos entre sus guantes y deseó poder quitarse todo el equipo de protección —el de él y el de ella— y tocarla de verdad.

—Mis bisabuelos transmitieron las historias. Se contaron entre los pocos supervivientes.

—Y benditos sean sus antepasados, porque esa inmunidad tal vez la haya heredado usted, y otros más. Vamos a tomar todas las precauciones —contestó Slater—, como es nuestra obligación, pero controlaremos el peligro.

Como no podía besarla, ni siquiera rozarle la piel de la mano, inclinó la frente hacia la de ella y la apoyó allí. Y aunque era consciente de lo extraña, e incluso cómica, que esta escena le parecería a cualquier observador —una pareja vestida con trajes aislantes comunicándose sin palabras en una tambaleante tienda de campaña sacudida por el viento—, supo que también era el instante de mayor intimidad que había experimentado en años. Cerró los ojos —le dio la impresión de que llevaba una eternidad sin cerrarlos— y de no haber sido por el lejano estruendo de las palas de la hélice, podría haberse quedado así para siempre.

—Frank, ¿oye eso?

Lo oía.

—¡Recoja sus cosas y esté preparada para partir dentro de cinco minutos!

Ya fuera, y mientras se limpiaba la nieve que se le pegaba a las gafas, Slater alzó la vista para ver las parpadeantes luces rojas del helicóptero de la Guardia Costera, que pasó rozando las copas de los árboles, y luego dio una vuelta alrededor del recinto de la colonia. El sargento Groves encendió un círculo de bengalas para señalar el lugar y el helicóptero descendió despacio, bamboleándose con violencia y batiendo la nieve hasta convertirla en una blanca espuma. Slater ni siquiera esperó a que las ruedas se posaran para acercarse en tromba a la portezuela de la cabina cuando ésta se abrió.

—¡Síganme! —ordenó.

Dos médicos, ya envueltos en trajes aislantes azules, salieron de un salto a la tormenta llevando una camilla con refuerzos metálicos. En la iglesia Slater entreabrió de una patada las torcidas puertas y entró de un empujón; el viento llevó una ráfaga de nieve como un pequeño tornado por toda la nave hacia el iconostasio.

—Aquí dentro —dijo, y se detuvo para abrir la improvisada tienda de cuarentena.

Eva estaba apenas consciente mientras Slater quitaba los goteros, les daba a los médicos los datos más recientes sobre su estado y ayudaba a ponerla con cuidado en la camilla.

—Frank —dijo Lantos entre dientes—, perdone…

Pero el resto de las palabras se perdió bajo la mascarilla y en el alboroto del traslado.

—No tiene que pedir perdón por nada —contestó él, y le puso una mano en el frágil hombro.

Los médicos la bajaron con cuidado por los inclinados peldaños y atravesaron el recinto de la colonia hasta el helicóptero. Slater vio que el sargento Groves y Rudy acarreaban una bolsa para el transporte de cadáveres con Russell dentro hacia la escotilla de carga, y cuando Groves abrió los pestillos, el piloto bajó de un salto de la cabina para oponerse a esta carga inesperada y adicional.

Incluso por encima del rugir del viento Slater lo oyó gritar:

—¿Qué demonios hacen? ¡No tengo autorización para eso!

Y de repente a Slater le pareció estar de nuevo en Afganistán, con una niña pequeña que se moría por una picadura de víbora.

—Lo autorizo yo —dijo.

Mientras los médicos subían a bordo con Lantos, Nika apareció y se metió en la cabina como una bala. Hasta bajo la mascarilla de gasa el piloto se quedó desconcertado, sin saber qué hacer con todo aquello, pero Slater se lo aclaró.

—¡Y ahora vamos a despegar!

En momentos así le costaba recordar que ya no era un comandante, sino tan sólo un epidemiólogo civil, pero había aprendido que si se comportaba como un comandante, pocas personas estaban dispuestas a cuestionar sus órdenes. Se subió al helicóptero para poner fin a cualquier discusión.

Segundos después, con las hélices zumbando, el helicóptero se elevó en el aire, zarandeado a un lado y a otro como si una garra gigantesca lo agitara de acá para allá; por la ventana de plexiglás Slater vio a Groves y a Rudy, con las manos levantadas en un gesto de despedida, y mientras se regulaba las correas de los hombros para que no le aplastaran el pequeño bilikin de marfil contra el pecho —por cierto, ¿dónde estaba la suerte que aquel condenado chisme tenía que dar?—, reconoció a Kozak, que apareció dando resbalones, con las orejeras del gorro de piel rectas como alas a ambos lados de la cabeza y alzando los pulgares en señal de ánimo. Era un buen equipo, eso sí lo había hecho bien. Lantos gimió mientras el helicóptero bajaba en picado y después seguía adelante con dificultad, con el morro hacia abajo, hasta elevarse justo por encima de los maderos de la empalizada y la cúpula bulbosa de la torcida iglesia.