CAPÍTULO 45

En cuanto Slater entró en la tienda de cuarentena comprendió que Lantos había pasado de un estado estacionario a grave. Tenía la frente cubierta de sudor, su pelo generalmente ensortijado estaba lacio, apelmazado y pegado al cuero cabelludo, y tenía los labios color azul pálido. Delirando, se revolvía con violencia en las improvisadas correas que por fin habían tenido tiempo de hacerle, y musitaba algo sobre lobos y sangre y ratones.

—Eva, deje de forcejear —dijo Frank, tratando de sujetarle más los brazos a la cama plegable—. Le daré algo para el dolor.

—Hospital —contestó ella; su mirada apenas podía enfocarlo bien—. Tengo que… estar… hospital.

—Lo sé, y estará allí —respondió Slater—. La sacaremos de la isla muy pronto. Se lo prometo.

Pero ¿era una promesa que podría cumplir?

Revolviendo por las mínimas existencias con que contaba en la tienda de campaña, buscó otra jeringuilla y una ampolla de morfina. En zonas de combate los médicos llevaban barritas de morfina, como esas boquillas que se hacen de mazorcas de maíz secas, que se metían justo bajo la piel; Frank habría dado cualquier cosa por tener una de ellas ahora mismo. Pero esta misión no se había ideado para eso. Slater no iba equipado con una mochila de campaña. En realidad, ni siquiera encontraba una jeringuilla sin usar; lo que tenía seguía estando en el módulo de laboratorio y sala de autopsias.

Conectó lo que quedaba del Demerol a uno de los goteros de Lantos, junto con los antibióticos que estaban introduciéndose por el otro, y dijo:

—Vuelvo ahora mismo. Va a conseguirlo. Va a ponerse bien.

Después advirtió a Kozak que hiciera guardia, pero sin acercarse, y salió corriendo a la tormenta. En medio del viento y de la nieve que volaba, las otras tiendas no eran más que borrones verdes, y Frank se temió que el helicóptero ni siquiera intentase el aterrizaje en semejantes condiciones. Agarrado a las cuerdas de guía, consiguió atravesar el recinto de la colonia y bajar hacia la entrada principal, donde se encontraba la tienda laboratorio. Al llegar allí, acurrucado justo dentro de la entrada, encontró a Rudy, con su ropa protectora, que se daba golpes con los brazos para no enfriarse.

—Lo va a tener difícil el piloto —dijo Rudy, señalando la tormenta—. No sé cómo va a poder aterrizar así.

Pero Slater ya había estado pensando en la única alternativa.

—Quiero que baje usted a la playa y prepare la semirrígida. Quizá tengamos que usarla.

—¿Con este tiempo?

—Haga lo que le digo.

Slater entró en el laboratorio, pasó por delante de los recipientes de vidrio repletos de ratones blancos y fue directamente al armario del material, que, pese al caos derivado del ataque del lobo, seguía estando cerrado e intacto. Lo abrió y sacó varios paquetes y pequeñas bolsas de retrovirales y antibióticos, que procedió a meterse en los grandes bolsillos del chaquetón y, cuando éstos se llenaron, en los del traje aislante que llevaba encima. También cogió algodones, vendas estériles y jeringuillas.

¿Qué más? Procuraba pensar en todo, pero su mente no dejaba de volver como un rayo a Nika. El que Lantos sufriera las secuelas de las heridas físicas era una cosa. Pero si, en efecto, estaba enferma de gripe, entonces era posible que Nika también se hubiera infectado por el pinchazo de la aguja. Con la gripe, y mucho más una variante de la cepa que llevaba congelada más de cien años, era imposible saber cómo, o a quién, se transmitía, y en qué circunstancias. Una cosa que Frank sí sabía era que Nika tenía que salir de la isla lo antes posible. Lamentaba el día que le había permitido intervenir en la misión. Se había vuelto demasiado importante para él, y ésa era una situación en que ningún epidemiólogo debería encontrarse jamás.

Los paneles de plástico de la sala de autopsias, manchados de sangre, colgaban como cintas rojas al otro extremo del laboratorio; el rótulo que anunciaba que éste era el lugar donde los muertos se alegraban de ayudar a los vivos estaba en el suelo, con una ensangrentada huella de pata encima. Slater apenas distinguía los contornos carmesíes del cuerpo del diácono sobre la mesa de dentro…, lo cual le recordó algo que Kozak le había contado. La puerta del diácono en el iconostasio era la que llevaba al santuario, donde se guardaba todo lo más sagrado. De modo que este hombre, este profanado cadáver, había sido el guardián de los más grandes tesoros y los secretos más misteriosos de la colonia.

El cuerpo no debería haberse dejado expuesto así. Incluso para alguien de temperamento puramente laico como Slater resultaba manifiestamente irrespetuoso, y además desde un punto de vista médico era arriesgado. A pesar de la prisa que tenía, dedicó un momento a abrir la cortina y entrar.

El habitáculo estaba completamente desordenado, igual que lo había dejado, pero algo le parecía raro: los órganos que se habían extirpado estaban intactos en las palanganas, y en el propio cuerpo no había ninguna muestra de violencia animal. Frank sabía que muchos carnívoros, por oportunistas o hambrientos que fueran, percibían u olían la enfermedad en la carroña, y se preguntó si era eso lo que había sucedido aquí. ¿Había descubierto el lobo algo tan malo como para hacerlo dejar su comida?

El cadáver estaba tan contaminado que no se podía hacer más trabajo de investigación con él de todos modos, así que cogió la lona recauchutada que se había utilizado para transportarlo desde el cementerio y la extendió sobre el cuerpo como una sábana. Pero antes de taparle la cabeza se dio cuenta de que los ojos, para su sorpresa, habían cambiado de dirección. Los recordaba mirando fijamente al frente, como canicas de un gris azulado sujetas bajo unas cejas color rubio pálido. Pero ahora miraban a la izquierda, con las pestañas aún húmedas por la descongelación.

Un efecto de la putrefacción, sin duda, aunque desconcertante, de todas formas.

Frank siguió la mirada… hasta el congelador del rincón.

Que estaba abierto. Y vacío.

Enseguida se inclinó, sin dar crédito a sus ojos, e incluso pasó una mano por las desiertas baldas donde había depositado las muestras tomadas in situ, además de algunas de las que él y la doctora Lantos habían obtenido después durante la autopsia.

Lo único que encontró fue un par de viales rotos, como si alguien hubiera tenido tanta prisa que los hubiera dejado caer antes de huir con los demás. Pero ¿quién? ¿Russell? ¿Para qué diablos los querría?

Nada de aquello tenía el mínimo sentido.

Y entonces recordó que Eva, de la impresión al ver entrar al lobo, había lanzado la oración de papel y el icono de los brillantes al congelador también. Y tampoco estaban allí.

Eso, por fin, sí que tenía sentido.

Y cuando Rudy irrumpió para decir que la semirrígida había desaparecido, Slater estalló.

—¿Cómo que ha desaparecido? ¿Por qué no estaba bien sujeta?

—Sí que estaba —replicó rápidamente Rudy—. ¡Alguien desató las cuerdas, y hay huellas en la arena!

De repente todo encajaba como un trueno aterrador. Russell no estaba solo; sus amigotes Harley y Eddie debían de haber estado en la isla también.

Y en aquel preciso instante volvían navegando a Port Orlov… con el virus en los bolsillos.