La que rompe las cadenas.
Cuando Charlie Vane leyó estas cinco palabras en la pantalla del ordenador le pareció que acababa de forzar la cámara acorazada de Fort Knox.
La cruz de plata estaba sobre un bloc escolar, y sus esmeraldas lanzaban destellos al amarillento resplandor de la lámpara. Como un ganador de la lotería que tuviera que mirar el billete afortunado una vez más, Charlie la cogió y le dio la vuelta. La inscripción estaba en ruso, pero había escrito en el bloc la traducción que Voynovich le había dado.
«Para mi pequeña. Nadie puede romper las cadenas de santo amor que nos unen. Tu padre que te quiere, Grigori».
Había estado leyéndola mal del todo. Malinterpretando lo que decía.
Pero ahora ya sabía a qué se refería. Era como si, con aquella sencilla frase, acabaran de darle la clave de un código secreto. Ahora sabía la historia. Todas sus investigaciones por Internet por fin habían dado fruto.
En el año 1901, Nicolás II, el zar Romanov reinante, llevaba mucho tiempo pidiéndole a Dios un hijo varón. Él y su esposa, Alejandra, ya habían tenido tres hijas, y para asegurar la supervivencia de la dinastía Nicolás necesitaba que naciera un heredero. Pero la noche del 18 de junio la zarina dio a luz a una cuarta hija, y para que su esposa no viera su decepción, Nicolás dio un largo paseo con el fin de serenarse antes de entrar en la alcoba imperial. En ese paseo debió de leerse bien la cartilla, porque decidió sacar el mayor partido posible a las circunstancias y honrar el nacimiento de su nueva hija liberando a varios estudiantes a quienes habían metido en la cárcel por provocar alborotos en Moscú y en San Petersburgo el invierno anterior.
El nombre que eligió para ella fue Anastasia, que significaba «la que rompe las cadenas».
Mientras Charlie observaba atentamente la cruz de nuevo, entendió cómo ahora todo encajaba a la perfección.
La pequeña —malenkaya— a quien se dirigía la dedicatoria era un apodo con que solían referirse a la traviesa gran duquesa menor, Anastasia. Y el padre que te quiere no era su padre, sino un sacerdote. Un sacerdote llamado Grigori.
Como Grigori Rasputin, el autoproclamado hombre santo que los Romanov veneraban y la nación vilipendiaba.
Lo que Charlie tenía en la mano no sólo era un trozo de historia, sino un objeto de un valor absolutamente inimaginable. ¡Los tiempos de pedir mezquinas aportaciones a la página web de las Sagradas Escrituras de Vane se habían acabado para siempre! Llevaría su mensaje —¡la liberación personal mediante la sujeción absoluta, en todas las cosas, a la santa voluntad!— a millones de personas a la vez. Y algo no menos importante: con ello se haría más rico todavía y más famoso, aunque eso, asimismo, sin duda formaba parte del plan celestial que le estaba destinado.
Apenas había tenido tiempo de saborear su triunfo, y de imaginar la guerra de ofertas que surgiría entre los coleccionistas y museos más acaudalados del mundo, cuando de pronto las luces que se activaban con el movimiento se encendieron frente a la casa, bañando el camino de entrada en su frío y blanco resplandor. Charlie empujó hacia atrás la silla de ruedas por las amontonadas alfombras, miró fuera y, aunque esperaba ver un alce que pasaba sin prisas, o tal vez un par de zorros corriendo por la nieve, lo que vio fue a su hermano Harley, con aspecto de estar en las últimas, que se dirigía tambaleándose hacia los escalones delanteros.
—¡Rebekah! —gritó—. ¡Ve a abrir la puerta!
—¿Por qué? —contestó ella a voces desde la cocina—. ¡Estoy horneando!
El olor a pan de masa madre carbonizado llevaba horas invadiendo la casa.
Se oyó aporrear la puerta y a Harley que gritaba:
—¡Abre! ¡Por el amor de Dios, abre!
Charlie llevaba la silla hacia el vestíbulo cuando oyó que Bathsheba bajaba dando brincos la escalera y decía con entusiasmo:
—¡Ya abro yo! Es Harley.
Estaba colada por su hermano pequeño; una vez había dicho que parecía uno de esos jóvenes vampiros de sus libros.
Pero cuando Bathsheba abrió la puerta Harley prácticamente se dejó caer dentro, cerró de un portazo y corrió el cerrojo. Luego se apoyó en la puerta, con los ojos desorbitados y el pelo castaño en pie, formando pinchos cubiertos de hielo. Sus botas chorreaban agua en las alfombras que tapaban las viejas y desiguales tablas del suelo, y tenía la piel aún más blanca que la de Bathsheba, que ya es decir.
—¡No se paran! —gritó—. ¡No se paran!
—¿Quiénes no se paran? —preguntó Charlie.
La rueda de la silla se le enganchó en el borde de una alfombra.
—¡Eddie y Russell!
—¿Qué estás diciendo? ¿Han venido también?
—No, tío… ¡Se han ido!
¿Ido? No sabía a qué se refería Harley en realidad pero, fuera lo que fuese, Charlie supo que tenía un problema muy gordo entre manos. Bathsheba retrocedió hacia la escalera.
—Vale, Harley, ¿por qué no te tranquilizas? Anda, vamos adentro y me cuentas qué pasa. Bathsheba, ve a decirle a tu hermana que nos traiga té del suyo y ese pan que ha estado toda la tarde quemando.
Harley tardó varios segundos en lograr apartarse de la puerta, y cuando lo llevaba a la sala de reuniones, donde estaba trabajando, Charlie oyó el tintineo de algo que sonaba a cristal y metal en la mochila que llevaba al hombro. Se preguntó si era una buena señal. Hacía días que no tenía noticias de la isla de Saint Peter, y aunque sintió alivio al ver que Harley estaba vivo, era muy evidente que estaba volviéndose majara.
—Ya estás bien —dijo Charlie—. Anda, siéntate y tranquilízate.
Harley fue a la ventana primero y se quedó allí, mirando fijamente hacia fuera hasta que las luces por fin se apagaron y el camino de entrada se oscureció. Entonces corrió de un tirón las cortinas y se dio la vuelta como un rayo, presa del pánico, cuando Rebekah entró llevando el té y pan tostado. Bathsheba miraba, medio escondida, desde la puerta.
—Venga —dijo Charlie—, pon la bandeja en la mesa y déjanos en paz.
Rebekah obedeció, pero le dio un golpe con la bandeja en el ordenador y dejó que el té se derramara sobre el borde de los tazones como protesta por un trato tan áspero.
—Ese pan no es de ninguna tienda —contestó, como si alguien hubiera insinuado otra cosa.
Luego juntó de un portazo las puertas correderas al salir.
—Bébete esto —dijo Charlie, pasándole a su hermano un tazón—. Sabe a mierda, pero te sentará bien.
Harley lo cogió, con las manos temblando, y bebió un poco, sorbiendo ruidosamente. Dejó que la mochila resbalara hasta el suelo, entre sus pies. Después engulló también un par de gruesas rebanadas de pan tostado, sin molestarse siquiera en ponerle la mermelada casera. Charlie lo observó como si fuera uno de aquellos chiflados que de vez en cuando aparecían —por Internet o en persona— en su Iglesia. Por lo general afirmaban que oían voces dentro de su cabeza, o que los perseguían. Uno de los inuit del pueblo llegó una vez gritando que le seguían la pista, y resultó ser verdad: se había fugado de un psiquiátrico allá en Dillingham y los asistentes sociales le pisaban los talones.
Harley tenía el mismo aspecto, pero Charlie dejó que se sentara y fuera dando sorbos al té casero —esta vez no se quejó del brebaje— hasta que pareció calmarse.
Pero ¿qué había ocurrido en aquella isla? ¿Y qué quería decir con lo de que Eddie y Russell se habían ido?
—Oye, quítate el chaquetón y quédate un rato —dijo Charlie.
Pero daba la impresión de que Harley aún tenía demasiado frío como para quitárselo, y Charlie sabía bien que no debía meterle prisa. Y era a la mochila, de todos modos —no al chaquetón— a lo que se moría de ganas de meterle mano.
—Mientras estabas fuera yo también hice una pequeña excursión —dijo Charlie para distraerlo—. A Nome.
Aparte de frotarse con gesto nervioso el muslo, Harley no reaccionó de ninguna manera.
—Fui a ver a ese ladrón de Voynovich.
La mirada de Harley subió rápidamente desde el borde del tazón.
—Me contó unas cuantas cosas sobre la cruz. Y yo también he estado escarbando por mi cuenta.
Harley empezaba a centrarse de nuevo.
—Por lo visto podría valer una burrada más de lo que pensábamos.
Harley resopló como si nada de esto importara mucho ya, y Charlie se sintió ofendido.
—Por si te interesa —añadió—, pertenecía a Anastasia, la hija menor del último zar. Y se la regaló un tipo llamado Rasputin. He deducido todo eso yo solo, sentado en esta misma habitación. —Esperó a que asimilara la noticia—. ¿Cómo te quedas?
—Para mí que deberías tirar ese puto chisme al océano.
Ésa no era precisamente la respuesta que Charlie esperaba. Un charco iba formándose en la alfombra alrededor de las botas de su hermano, que empapaba el fondo de la mochila.
—¿Sabes una cosa? —respondió—. No sé qué te has metido ni qué demonios te ha pasado, pero ya estoy harto de este rollo. ¿Vas a decirme qué pasa? ¿Dónde están Eddie y Russell?
Por fin Harley sonrió, pero no era una sonrisa de las que le alegran el corazón a cualquiera. A Charlie le dio la impresión de que parecía tan pirado como aquel tipo de Dillingham.
—Eddie y Russell están muertos.
—¿Muertos?
«Madre mía, pero ¿en qué clase de follón se han metido estos cretinos?».
—Un poco.
—¿Qué quieres decir con eso de un poco?
—Eddie se cayó por un acantilado y a Russell se lo comieron los lobos.
Charlie exhaló fuerte y contestó:
—A mí eso me parece muy muertos.
Harley llegó a reírse entre dientes.
—Sí, pero yo no apostaría por ello.
A Charlie, que no andaba demasiado sobrado de paciencia para empezar, ahora se le agotó. A lo mejor ahora mismo Eddie y Russell estaban allá en el Yardarm igual de colocados y con el mismo pedal que su hermano. ¿Quién sabía lo que ingerían? La mamá de Eddie era conocida por preparar un caballo de puta madre.
—Recoge esa maldita mochila —le ordenó— y dámela.
Harley le lanzó la húmeda mochila al regazo.
Cuando Charlie empezó a rebuscar dentro, Harley dijo:
—Yo tendría cuidado si fuera tú.
Pero ya era demasiado tarde. Charlie se había pinchado un dedo y, tras sacarlo, se lo metió en la boca para cortar el sangrado.
—¿Qué tienes aquí? —preguntó.
Puso boca abajo la mochila y la sacudió sobre la alfombra. Cayó una lluvia de tubos rotos y tapones, algunos ensangrentados o manchados de carne descongelándose. Charlie se echó atrás al ver aquella porquería.
—¿Estás chalado? —No esperó la respuesta—. ¿De dónde has sacado toda esta mierda?
—De la colonia.
—¿Para qué?
—Tú sigue sacudiendo.
Charlie agitó la mochila de nuevo y esta vez el icono le cayó justo en el regazo. La Virgen María y el Niño Jesús… adornados con tres diamantes que centelleaban. A Charlie le cambió el humor de manera instantánea.
—Así me gusta.
Orientó la silla para recibir mejor la luz de la lámpara de mesa y ver brillar los diamantes.
—¿Esto es de una tumba?
Harley asintió con la cabeza.
—¿Y hay más en el sitio de donde ha salido?
—Me figuro que sí.
¿Qué clase de respuesta era ésa? Charlie estaba atrapado entre el júbilo y la frustración. Con la cruz de esmeraldas y este icono habían dado con el filón principal, pero ¿cuánto más se habría dejado el idiota de su hermano sobre el terreno?
—Pues tendremos que volver.
—Yo no.
«Dios mío, dame fuerzas», pensó Charlie. «Si no fuera por esta silla de ruedas…». Y mientras buscaba otro modo de enfocar el asunto e intentaba no perder la calma, Harley se inclinó y, tranquilamente, vomitó el té y el pan tostado sobre las alfombras.
«Ay, joder, a Rebekah va a darle un ataque».
Pero Harley, sin alterarse, sonrió con aire soñador hasta que de pronto se cayó de la silla, inconsciente, en el charco de pota y frasquitos rotos.