CAPÍTULO 43

Fue la llamada más difícil que Slater había tenido que hacer jamás, pero ahora que había vidas en peligro —la de Eva seguro, y posiblemente la de Nika también— llamó a la doctora Levinson a Washington. Por lo visto la sorprendió en una cena, y hasta que Levinson no se metió en un despacho privado, Slater oyó de fondo un tintineo de copas y el chocar de cubiertos.

Lo más concisamente que pudo, le contó lo que estaba ocurriendo en la isla, y con cada palabra que pronunciaba se imaginaba la expresión de creciente incredulidad, y de ira, que se pintaba en el rostro de Levinson. Ella había ido a dar la cara por él en el consejo de guerra, le había ofrecido esta oportunidad de oro para subsanar su error y Slater la había echado por tierra. Cuando por fin habló, Frank oyó la dureza de su voz.

—¿De modo que tiene usted no uno, sino dos miembros del equipo en peligro? —preguntó Levinson.

Slater no tuvo valor para contestarle que tal vez él fuese el tercero.

—Sí. Y necesito que los evacúen inmediatamente a un hospital del continente donde pueda establecerse una rigurosa cuarentena.

—¿Por qué no lo ha pedido ya?

—Lo he hecho, pero tenemos un problema de prioridades. Parece que la Guardia Costera a lo mejor va a necesitar una buena patada en el trasero por parte del cuartel general de la AFIP, o ayuda de la Guardia Aérea Nacional.

—Delo por hecho.

Cuando Slater le dio las gracias, Levinson respondió:

—No me lo agradezca, Frank. Sabe lo que esto significa, ¿verdad?

Él lo suponía, pero ella se lo dijo de todos modos.

—Una vez que resolvamos esto, lo quiero a usted de vuelta en Washington para que me presente un completo informe de la operación. Después su vinculación civil con el AFIP se considerará concluida.

Igual que ya se había concluido su vinculación con el Ejército.

—Lo comprendo.

—¿Ah, sí? —Era la primera vez que una emoción auténtica traspasaba la glacial reserva que Levinson había mantenido hasta ahora—. Es usted lo mejor que teníamos, Frank, y yo me la jugué por usted. Y ahora me corta el condenado cuello también.

Cuando Levinson colgó, Slater se quedó en la tienda de comunicaciones unos cuantos segundos, ordenando sus ideas mientras veía cómo se esfumaba toda su carrera, hasta que entró el sargento Groves, cubierto de nieve. Slater se apresuró a ponerse la mascarilla de nuevo y levantó una mano para mantener a Groves a distancia.

—¿La tienda laboratorio está despejada? —preguntó Slater—. ¿No hay rastro del lobo?

—Se fue hace rato —contestó Groves, mientras volvía a colocarse la mascarilla sobre la boca y la nariz—. He dejado a Rudy de guardia. Pero hay algo que tiene usted que ver.

—¿Se trata de Eva? ¿Está bien?

—Sin cambios, por lo que sé.

—¿Nika?

Frank le había dicho que no saliera de su tienda hasta nuevo aviso.

—No, no es nada de eso —contestó Groves, y le hizo señas de que lo siguiera.

Slater, que no había dormido más de dos horas, se puso el chaquetón y los guantes encima del traje protector limpio y salió detrás de Groves a la tormenta. Sólo había una tenue luz en el cielo, y para que el viento no lo hiciera caer tuvo que agarrarse a las cuerdas que bordeaban el sendero. Groves atravesó con paso lento y trabajoso el recinto de la colonia hasta la iglesia, pero dio un rodeo al llegar a los escalones delanteros para ir a la parte lateral. Allí se detuvo junto a una zona donde la nieve, muy revuelta, tenía un matiz color frambuesa. Slater no tardó mucho en distinguir los mutilados restos de un cuerpo y los jirones de un uniforme de trabajo azul… ni en reconocerlos como pertenecientes a un tipo llamado Russell, a quien había visto por primera vez en el bar, y luego en la misa de difuntos de la iglesia luterana. Formaba parte de la pandilla de Harley Vane.

—¿Cuánto tiempo crees que lleva aquí?

Groves se encogió de hombros.

—No puede ser mucho. Lo habríamos visto en las patrullas habituales.

Slater se preguntó si Russell habría estado solo en la isla, o si habría llevado a Harley. O al tercer mosquetero, el que se llamaba Eddie no sé qué. ¿Estarían los otros, de hecho, todavía por aquí?

Y de ser así, ¿qué hacían? ¿Eran los responsables de aquel agujero del cementerio? ¿Por qué diablos estarían intentando abrir tumbas, y mucho menos ahora, con su propio contingente allí?

—Parece que los lobos lo pillaron —dijo Groves.

—Entre otras cosas —respondió Slater con gravedad.

No estaba seguro de lo que serían capaces estos tipos, pero Nika tendría bastante más idea. Por ahora no era sino otro comodín que añadir al montón de naipes que crecía rápidamente. En la nieve vio un libro viejo, mojado y con la encuadernación desgarrada, y lo cogió. Parecía un libro mayor, en ruso.

—Seca esto, y a ver si Kozak puede leerlo.

—De acuerdo. ¿Y el cuerpo?

—Mételo en una bolsa, en una manta aislante, y lo mandaremos de vuelta a Port Orlov cuando llegue el helicóptero.

—¿Cuándo es eso?

«Ojalá lo supiera», pensó Slater. Mirando al cielo no vio más que agitadas nubes grises, que cedían ante el avance de los bancos de cúmulos más negros que se acercaban desde el otro lado del estrecho. Llegara cuando llegase el helicóptero, sería mal momento.

—Y no se lo comentes a nadie más todavía —dijo Slater.

Groves asintió con la cabeza. En misiones como ésta, y ambos lo sabían, la información se revelaba únicamente a quienes tuvieran que saberla.

Al entrar en la iglesia le sorprendió no ver a Kozak sentado en el taburete frente a la tienda de cuarentena que se había levantado alrededor de Lantos; Frank le había asignado la tarea de custodiar el terreno y estar atento a cualquier señal de que Lantos hubiera recuperado la consciencia otra vez. El gotero de Demerol debería mantenerla tranquila y sedada, pero nunca se sabía. Slater miró hacia el otro extremo de la iglesia, y vio el haz de luz de una linterna moviéndose de acá para allá por el enorme montón de bancos rotos y enmarañados herrajes.

—Ha abandonado usted su puesto —dijo al tiempo que se acercaba al profesor—. En tiempos de guerra lo habrían fusilado por eso.

En teoría Kozak tenía que llevar una mascarilla de gasa también, como parte del atuendo que Slater exigía para el servicio de cuarentena, pero se la había dejado colgando del cuello. Con un gesto, Frank le indicó que volviera a subírsela, pero antes de hacerlo, Kozak le preguntó:

—¿Sabe usted qué es esto?

—A mí me parece un montón de cachivaches.

—Mire detrás de los cachivaches —dijo Kozak, colocándose por fin la mascarilla por encima de la canosa barba recortada con esmero—. Los cachivaches los han puesto aquí para ocultar la mampara que protegía el altar.

—¿Hay un altar ahí atrás?

—Sí, debe de haberlo, y la mampara se llama iconostasio. Las hay en todas las iglesias ortodoxas rusas. Protege el sanctasanctórum, el santuario. En una iglesia grande, como a la que yo iba en Moscú de niño, había varias puertas que atravesaban el iconostasio. Sólo ciertos monjes o sacerdotes podían usar cada una de ellas. Había muchas normas. Pero en una iglesia más pequeña, una como ésta, a veces había una sola puerta: la puerta de san Esteban, el protomártir.

—¿El qué?

A Slater nunca le había gustado mucho la religión. Según su experiencia, no era más que otro motivo para que la gente se matara con convicción e impunidad.

—San Esteban, el primer mártir de la Iglesia cristiana —contestó Kozak, con un deje de exasperación—. ¿Nunca ha cantado usted la canción del buen rey Wenceslao, el día de la fiesta de san Esteban?

Kozak empezó a tararear la melodía, pero Slater ya estaba asintiendo al reconocerla, y se detuvo.

—A san Esteban lo juzgó el sanedrín —dijo Kozak, reanudando la explicación—, y luego lo lapidaron.

—¿Por qué?

—Por predicar que Cristo tenía naturaleza divina.

«Ya estamos otra vez», pensó Slater. Un apunte más para su inventario de matanzas religiosas.

Al tiempo que alzaba su cámara digital para hacer una fotografía al batiburrillo, Kozak dijo:

—Voy a escribir un artículo sobre esta iglesia, me parece.

—No mientras tenga que estar de servicio vigilando a Eva.

—Está durmiendo. He escuchado el monitor —le aseguró Kozak; su voz se volvió seria—, pero debería estar en un hospital ya, ¿sí?

—Sí, y pronto lo estará. Un helicóptero viene de camino.

—Ah, de modo que ha logrado comunicar con alguien, después de todo.

—He tenido que llamar a la directora del AFIP en Washington. Si ella no los hace echar a correr, nadie lo hará.

Kozak volvió a meterse la cámara en el bolsillo.

—Sospecho que no se puso contenta al oír la noticia —dijo en tono compasivo.

—No.

Ahora que conocía de su existencia, Slater vio que, en efecto, sí que había una especie de mampara levantada detrás de todo aquel camuflaje. Incluso percibió un destello de pintura dorada en un desvaído mural.

Kozak hizo un gesto afirmativo al tiempo que bajaba la mirada.

—Los burócratas no entienden nunca. La situación sobre el terreno jamás es la misma que la situación en sus planes. Ellos creen que siempre debería ser fácil, como parece sobre el papel.

«Ya lo creo», pensó Slater. Estaba procurando no dar vueltas a las consecuencias de su conversación con la doctora Levinson. El resto de su vida aparecía ante él como una inmensa llanura vacía y casi fue un alivio oír unos murmullos, bajos pero atormentados de dolor, procedentes de la tienda de cuarentena que interrumpieron sus pensamientos.

—Eva está despierta otra vez —dijo.

La voz de la doctora sonó entre un crepitar de interferencias por el monitor de sonido.

—Pero parece que tiene dolores.

Slater podía aumentarle el gotero, incluso ponerle una inyección, pero no podía hacer nada más en estas circunstancias. Y mientras volvía deprisa a ayudarla, le llegó un sonido aún peor.

Un ataque de tos. Áspera y húmeda. Y que sonaba a gripe.