CAPÍTULO 42

Harley acababa de pasar la peor noche de toda su vida, y no tenía la menor intención de aguantar otra igual. Había echado mano del resto de las existencias de cerveza de Russell y se había adormilado una media hora a ratos, pero cada vez que lo hacía había vuelto a despertarse sobresaltado, esperando ver a aquella anciana de los acantilados o a Eddie, lleno de cardenales y cubierto de sangre, maldiciéndolo por cortar la cuerda.

O a aquel tipo despedazado de la mesa de autopsias en la tienda de campaña.

Por lo que se refería a él, la isla de Saint Peter era peor todavía que todas las historias y leyendas que hubiera oído nunca. Era una gran casa encantada, que no valía nada más que para los muertos y para quien estuviera dispuesto a unirse a ellos. Tenía que salir de allí mientras aún hubiera tiempo.

Si es que aún había tiempo.

Tan pronto como la tormenta amainó lo suficiente como para permitir que brillara un poco de luz del día, se había aventurado a salir de la cueva para ver si las encrespadas mareas habían liberado el arrastrero Kodiak.

Liberado era poco. Más bien barrenado. El barco se había adentrado más en la cala, y Harley vio que la corriente arrastraba pedazos de él con cada glacial ola. Los crujidos que había oído la noche anterior eran el casco arañándose en las rocas, la cabina inundándose, los mástiles, las puertas y los portalones partiéndose en el retumbante oleaje.

En cuanto al esquife —y no es que Harley hubiera podido volver a Port Orlov en aquel endeble trasto, de todos modos—, la marea lo había arrastrado hasta reducirlo a un montón de astillas y serrín.

Lo cierto es que sólo le quedaba una opción: la semirrígida que había visto allá en la playa debajo del cementerio, donde la Guardia Costera debía de haberla dejado para una evacuación de emergencia.

Bueno, si esto no era una emergencia, ¿qué demonios lo era?

Ir hacia allí otra vez era casi lo último del mundo que quería hacer —aquel tipo negro del fusil no acababa de írsele de la cabeza—, pero no veía otra forma de conseguirlo. Harley también sabía que si se lo pensaba mucho más, perdería las pocas horas de luz del día que le quedaban. Antes había vaciado los bolsillos del chaquetón —frasquitos, icono y todo— de cualquier manera en la mochila, y ahora sacó unas PowerBar, una botella de agua y la pistola que Russell había tenido la amabilidad de olvidarse. Habría querido coger más cosas, pero quería viajar ligero. No se sentía muy allá y no le habría sorprendido tener un poco de fiebre. Para cuando volviera a la caravana probablemente llevaría un señor resfriado.

Mientras caminaba de nuevo hacia la playa y los peldaños de piedra que bajaban hasta el bote neumático, vio que sus huellas del día anterior ya se habían borrado. Es lo que hacía Alaska. La naturaleza no tardaba en eliminar todo rastro de vida humana, y si algo duraba, como la colonia, terminaba siendo sencillamente un recordatorio de lo vacía, corta y vana que en realidad era la vida. A veces, como ahora mismo, Harley pensaba que tal vez hubiera sido buena idea irse a vivir a otro sitio, después de todo. Debería haberlo hecho el día que Charlie instaló a sus dos chifladas en la vieja casa.

Cuando se acercaba a la parte trasera de la empalizada, Harley oyó graznidos de cuervos y se fijó en que un par de halcones, ratoneros de cola roja, daban vueltas lentamente en el cielo. Si hubiera podido evitar atajar por la colonia de nuevo lo habría hecho, pero el viento en los acantilados era tan fuerte y sus recuerdos del espectro que había visto allí estaban tan recientes que le pareció menos arriesgado cruzar corriendo el campamento y escabullirse por la entrada principal. A pesar del frío glacial, estaba sudando dentro de la parka.

Había todavía más aves dando vueltas en el cielo por encima del lateral de la vieja iglesia, y toda una bandada en el suelo, pavoneándose y picoteando cerca de un dentado hoyo que había en los cimientos. Un ventisquero se había levantado pegado a una pared, pero justo cuando pasaba con sigilo por delante, las aves alzaron el vuelo de mala gana y Harley vio que allí había algo, casi oculto bajo la capa de nieve. Parecía que otros animales habían estado rebuscando en el ventisquero también, y vio que la nieve tenía un matiz ligeramente rosado… y que lo que él había tomado por una rama que sobresalía en realidad era la puntera de una bota. Se acercó más y con las puntas del guante quitó un poco de nieve. Sólo tuvo que ver los desgarrados jirones de una camisa de trabajo de una empresa de propano para saber que éstos eran los restos de Russell, y que los bichos de la zona habían estado papeando con ganas.

Igual que los cangrejos probablemente ya hubieran dado buena cuenta de Eddie.

No es que Harley fuera un completo desalmado —después de todo, hacía mucho tiempo que conocía a estos tipos—, pero no pudo evitar pensar que, valieran lo que valiesen los brillantes del icono (y tenía que ser mucho), ahora repartiría el dinero solamente entre dos, en lugar de entre cuatro. Casi seguro que Charlie diría que todo aquello era la mano de Dios en acción.

Manteniéndose pegado al suelo, Harley pasó rápidamente por delante de las tiendas de campaña de la colonia, cruzó la entrada principal y llegó a la ladera del acantilado. La bruma que se agarraba a la isla de Saint Peter estaba a un centenar de metros de la costa, pero en la playa de abajo aún veía la amarilla semirrígida, bien atada y sujeta con abrazaderas entre improvisados pescantes hechos de leños que la corriente había arrojado a la playa. Pensó que era casi la primera vez que tenía suerte desde que empezara toda esta maldita pesadilla.

Los peldaños que un ruso loco debió de tallar en el acantilado hacía un centenar de años sólo tenían unos centímetros de ancho como máximo, y bajaban en zigzag hasta el agua. Aunque no se hubiera encontrado malucho, el descenso le habría costado la misma vida. El estruendoso viento que llegaba del estrecho de Bering lo obligaba a pegarse a la roca y a bajar bamboleándose, poniendo un pie cada vez y arrastrándolo un poco hasta despejar la nieve y las piedras —y a veces las aves— del sitio más bajo, y luego poniendo con cautela el peso allí. Más de una vez las aves volvían, revoloteando en torno a su cabeza, defendiendo su territorio, pero él ni siquiera se molestaba en apartarlas a manotazos. Necesitaba ambas manos para agarrarse a la resbaladiza roca.

La mochila, incluso con menos contenido, suponía una carga mayor de lo que se esperaba, y su peso no dejaba de amenazar con hacerle perder el equilibrio. Harley procuraba controlar la respiración y no mirar hacia abajo más de lo necesario; si se dejaba llevar por el pánico, la palmaba. Le dolían los brazos de abrazar las paredes rocosas y las rodillas empezaban a temblarle de la tensión, pero por fin oyó las olas chapotear ruidosamente sobre la arena y los guijarros, y notó la espuma del océano dándole en la cara. Cuando los escalones de piedra se acabaron y sintió las botas crujir en la pedregosa playa, se desplomó hecho un guiñapo, con la cabeza gacha y las manos extendidas a ambos lados.

«Nunca más», se dijo; nunca más iba a meterse en algo tan estúpido.

Ahorrando las pocas fuerzas que le quedaban en las piernas, gateó, resoplando, por la grava y la arena. El viento había traído la niebla, y eso iba a hacer mucho más difícil timonear por entre los escollos y bajíos que bordeaban la costa. Por otro lado era normal… Esta isla había dado mala suerte desde el principio hasta el fin, y Harley no veía el momento de salir de ella.

Tras dar una palmada en el bien hinchado costado de la semirrígida, Harley se subió a pulso con las rodillas, lo suficiente para dar un vistazo a la embarcación con aire aturdido. Una impermeable y resistente lona de fondeo negra cerraba el interior, pero mientras trataba desmañadamente de abrir los cierres y nudos que la mantenían en su sitio, Harley tuvo la sensación de que había algo debajo. Una o dos veces, entre el rumor de las agitadas olas, le pareció oír un ruido furtivo, el sonido de algo que se escabullía a esconderse. Meneó la cabeza, tratando de aclararse las ideas, y se concentró en aflojar las demás cuerdas. Una vez incluso creyó oír el crujido de una bota en la arena detrás de él y giró sobre sus talones buscando a tientas la pistola, pero lo único que vio fue una ondulante columna de niebla… y a nadie dentro de ella.

Eddie había muerto, se recordó, despachurrado en los escollos al otro lado de la condenada isla.

Y Russell… Bueno, Russell sólo era aquel bulto debajo del ventisquero.

Desató la última correa que sujetaba la lona de fondeo y la echó atrás de un tirón.

Dos espantados ojos lo miraron fijamente, y antes de que Harley pudiese siquiera manifestar su sorpresa, el animal pasó como un rayo por delante de él, una mancha de mojado pelaje marrón y garras negras.

Harley retrocedió dando traspiés mientras que la nutria subía corriendo por la playa, sacudiendo la cola, antes de cambiar bruscamente de rumbo, torcer hacia el agua otra vez y meterse sin hacer ruido en la marisma glacial.

Todo pasó en cuestión de segundos, pero Harley tardó uno o dos minutos en calmarse de nuevo y volver al trabajo.

«Maldita nutria…». Recordó vagamente una leyenda acerca de las nutrias, chorradas indígenas, pero como era probable que dieran mala suerte —igual que todo aquí— no se esforzó demasiado en recordarla. En las emisiones de las Sagradas Escrituras de Vane Charlie siempre procuraba demostrar que las historias inuit tenían algo que ver con Jesús, pero Harley no se lo tragaba. Le parecía que su hermano se limitaba a intentar timarles unos cuantos pavos más a la gente de la zona.

Con los dedos helados soltó las abrazaderas que sujetaban el bote a los pescantes, y luego, tirando de la cuerda trenzada, lo arrastró hasta el agua.

La lancha, de un amarillo vivo, se movía en el oleaje como un patito de goma, y Harley necesitó tres intentos para subirse a pulso, con las botas y los pantalones chorreando, al asiento que había en la parte posterior y poner el motor en marcha.

Tras dirigir el bote en paralelo a la costa, lo desvió de unos puntiagudos escollos y, despacio, se adentró en el mar. Sabía que nadie en su sano juicio intentaría algo así, y precisamente por eso probablemente se saliera con la suya. La niebla era tan densa que era como cruzar un cuenco de sopa de almejas, pero se disiparía una vez que se alejara un poco más de la isla. Su plan era navegar en paralelo a los acantilados, y después hacia el suroeste hasta Port Orlov. Pero Harley no era tan tonto como para entrar directamente en el puerto; no, iba a atracar en el viejo embarcadero familiar, a unos cuantos kilómetros de distancia, y luego, cuando todo se hubiera olvidado, quizá desmontara la lancha para venderla por piezas.

La espuma le daba en la cara y aunque se la secara con la manga, no veía mucho mejor; su chaquetón también estaba empapado. Y empezaba a estar chungo de verdad. Tosía, y no le gustaba cómo sonaba aquella tos. Lo que necesitaba era una comida bien caliente y a Angie Dobbs otra vez en su cama. Sí, un poco de Angie por la noche le curaría aquello, fuera lo que fuese.

Avanzaba más lento de lo que esperaba, y le dio un fuerte acelerón al motor.

Aunque el bote iba tan poco cargado que debería haber rozado apenas el agua, o bien la corriente era más fuerte de lo que Harley calculaba o bien, por alguna razón, la proa estaba lastrada. El viento bramaba tan fuerte en sus oídos que le parecía oír voces; estaría bien si fuera Angie diciéndole lo bueno que era en la cama, o Charlie —el bueno de Charlie— explicándole cómo montar un timo fácil.

Pero no era ni lo uno ni lo otro.

Aquello se parecía más a Eddie preguntándole por qué había cortado la puñetera cuerda… o a Russell gritando mientras los animales salvajes lo despedazaban.

Que le dieran a Eddie. Que le dieran a Russell. Ellos habían corrido el riesgo. Harley no era su guardián.

La lancha corcoveó sobre una ola y Harley agarró fuerte el acelerador.

Santo cielo, qué frío tenía. Se subió la suelta lona hasta la cintura.

Y en la hinchada niebla que se tragó el bote Harley hubiera jurado que durante sólo un instante los vio a los dos —sus dos cómplices— sentados en la proa, esperando a que él los llevara de vuelta a casa. «Peso muerto», pensó, «como siempre».

Cuando parpadeó habían desaparecido; Harley sabía reconocer una alucinación, y esta maldita isla parecía especializarse en ellas.

Pero cuando parpadeó de nuevo —«¡Ay, Dios bendito!»— allí estaban otra vez, mirándolo como si, por alguna razón, todo aquello fuera culpa de él.