CAPÍTULO 41

Sergei empujaba una carretilla de vuelta hacia la casa Ipatiev cuando oyó los disparos. Durante días había sonado el retumbar de artillería lejana, pero éste era fuego de armas ligeras, y mucho más próximo a la casa.

Sonaba como una sarta de petardos.

La carretilla estaba llena de varias latas de gasolina. El comandante Yurovski lo había enviado al pueblo con órdenes de sacar con sifón el combustible de todos los vehículos que encontrara, y, en el caso de que alguien hiciera alguna pregunta, remitirlo al Kremlin. Éste no era la clase de servicio que los bolcheviques le habían prometido cuando llegaron a su pueblo y lo reclutaron a la fuerza la primavera anterior.

Los tiros se oían de uno en uno ahora y Sergei se detuvo en mitad de la oscura carretera, con el miedo atenazándole el corazón. ¿Quién estaba haciendo todos estos disparos, en plena noche, y por qué?

Empujando la carretilla lo más rápido que podía por los baches y rodadas del camino de tierra, llegó a la estacada de puntiagudos palos que rodeaba la casa y cuando el centinela gritó quién iba, él respondió:

—Soy el camarada Sergei Ilyinski. Con la gasolina.

—Da la vuelta y llévala por atrás.

En el patio Sergei encontró un camión esperando y el hedor a pólvora en el aire… y a sangre. Sus ojos fueron rápidamente a la rejilla de hierro que cubría la ventana del sótano, pero dentro estaba oscuro y no vio nada.

Yurovski, que salía de la casa, vio las latas de gasolina y preguntó:

—¿Nada más?

—No hay muchos tractores en Ekaterinburgo —respondió Sergei, con cuidado de que no se le trasluciera ninguna emoción en la voz.

—Ve arriba y trae las sábanas y las mantas.

Sergei subió la escalera de atrás y encontró la casa toda alborotada. Otros guardias subían y bajaban en tropel la escalera, con los brazos cargados de ropa blanca, las bocas llenas de comida; un par bebía vodka de un jarro. Para cuando llegó al cuarto que Anastasia compartía con sus hermanas, de los cuatro catres ya se lo habían llevado absolutamente todo. Libros y diarios, peines y zapatos, estaban desparramados por el suelo. Arkadi, uno de los guardias letones que habían llevado hacía poco a la casa, quitaba unas cortinas de las ventanas encaladas.

—¿Qué pasa? —preguntó Sergei—. ¿Dónde están?

Arkadi lo miró con gesto burlón.

—Para mí que en el Infierno. —Le lanzó las cortinas a Sergei—. Llévalas al sótano.

Estrechando las cortinas en los brazos, Sergei bajó dando traspiés la escalera mientras su mente se negaba a aceptar la horrible realidad de lo que debía de acabar de ocurrir; luego cruzó el patio y bajó al sótano. El acre olor a humo y muerte se hacía más fuerte a cada paso que daba, y el corazón de Sergei se le fue oscureciendo de pesadumbre. Al pie de la escalera Yurovski, con su largo gabán, sostenía un farol y dirigía la operación.

El suelo estaba tan inundado de sangre que los soldados que trataban de envolver los cuerpos en las sábanas y colgaduras no dejaban de resbalarse y dar patinazos.

Sergei examinó la matanza; vio las gafas doradas del doctor Botkin brillando sobre su ensangrentado rostro, vio a Demidova con una bayoneta aún clavada en el pecho. Vio las viejas y gastadas botas del zar sobresalir de una sábana, y que a su joven hijo Alexei, con un lado de la cara borrado por un tiro a quemarropa en la oreja, lo envolvían en un mantel, como en una mortaja.

Pero ¿dónde estaba Anastasia?

—¡No te quedes ahí parado! —gritó Yurovski, dándole un tortazo en el hombro—. ¡Al trabajo!

Sergei entró en el cenagal buscando a Ana y la encontró bajo el cadáver de su hermana Tatiana, empapada de sangre, con su perrillo aplastado debajo de ella. Tenía el cabello ensangrentado y la ropa hecha jirones, y sus manos agarraban algo que llevaba debajo del canesú.

Sergei sintió que la ira y la bilis le subían por la garganta y, de haber podido, en aquel mismo instante hubiera matado a Yurovski y a todos los demás guardias que estaban en la casa. La Casa del Objetivo Especial; así es como la mansión Ipatiev se llamaba oficialmente, y Sergei siempre había supuesto que eso quería decir la cárcel.

Ahora sabía que significaba el asesinato.

Dejó las cortinas en el suelo —eran del color de la nata y estampadas con pequeños caballitos de mar azules— y, con cuidado, enrolló el cuerpo de Ana en ellas. Le miró la cara, manchada de sangre, ceniza y lágrimas, y después cerró las puntas de las cortinas como si estuviera envolviendo un precioso regalo.

—¡Vamos, circulad, todos! —gritó Yurovski.

Sergei oyó el motor del camión al ralentí en el patio. Los letones se echaban los cuerpos restantes al hombro como alfombras y los acarreaban fuera. Sergei levantó a Anastasia en brazos como si llevara a un niño a la cama, y cuando salía del sótano oyó la broma de Yurovski:

—Sí, ten cuidado, no vayas a despertarla.

Sergei estaba aturdido por la impresión y la pena, y cuando los guardias le dijeron que tirara el cuerpo en la parte de atrás del camión con todos los demás, sencillamente se montó y se dejó caer pegado a la pared lateral con el cuerpo entre las rodillas.

—Tú siempre estuviste colado por ésa —comentó un guardia con sorna—. Por eso el comandante te mandó al pueblo esta noche. —Cerró de un portazo la media portezuela trasera del vehículo—. Ahora puedes ayudar a enterrarla.

Dio un golpe en el lateral del camión, y el conductor metió una marcha. Tras arrancar con una sacudida, el camión atravesó pesadamente el patio, salió por la estacada y tomó el camino de Koptyaki. El montón de cadáveres —Sergei contó otros diez en total— se balanceaba y se mecía suavemente, como si todos fueran un único ser, en cada hoyo y bache de la carretera. El zar y su ayuda de cámara, la zarina y su doncella, sus hijas, el heredero al trono, el cocinero, el médico…, todos enredados juntos en un indiscriminado montículo de ropa blanca empapada en sangre.

Sergei se preguntó adónde se dirigía el camión… y qué haría él cuando llegara allí.

Un coche viejo, lleno de palas, gasolina y letones, iba dando tumbos tras ellos.

Durante al menos una hora atravesaron el bosque por viejos caminos mineros llenos de baches. Sergei oía las ramas de los árboles que, a ambos lados, arañaban los laterales del camión, y los neumáticos chapoteando en el barro.

Y entonces, a menos que la mente estuviera engañándolo, oyó algo más también.

Inclinó la cabeza.

El sonido volvió a oírse.

Un gemido.

Sergei abrió la cortina color crema.

—Ana —susurró—, ¿estáis viva?

Ella tenía los ojos cerrados, y su cara se crispó como la de alguien que siguiera atrapado en una pesadilla.

—¡Ana, estaos quieta!

El rostro de la joven estaba torcido de angustia; abrió los labios y empezó a gritar.

Sergei le puso la palma de la mano en la boca, y dijo:

—Ana, no hagáis el menor ruido. ¿Me oís? Soy Sergei. No os mováis.

Ella intentó gritar de nuevo, y de nuevo él le puso la mano sobre los labios.

—Si saben que estáis viva, nos matarán a los dos.

Los ojos se abrieron, llenos de pánico, y él se inclinó más cerca todavía para que lo viera mejor. A pesar de todo lo que había pasado entre ellos, en miradas, palabras y flores, nunca se habían traspasado los límites del decoro. Hasta esta noche Sergei se había planteado abrazar a una gran duquesa de Rusia tanto como convertirse en zar.

Conforme crecía la esperanza en el corazón de Sergei —¡tenía al amor de su vida acunado en sus brazos!—, un torbellino de pensamientos invadió su mente. ¿Cómo había sobrevivido a la carnicería? ¿Era la sangre que le cubría el cuerpo suya… o de su hermana?

¿Y cómo podría hacerla desaparecer de esta caravana de muerte?

El camión subía una cuesta con dificultad cuando Sergei oyó un tronar de cascos de caballo y unos exaltados gritos que llegaban del bosque. Los frenos chirriaron, y justo cuando el camión se detenía, Yurovski saltó como un demonio del coche de atrás, echando pestes y blandiendo un máuser de boca larga.

¿Iban a rescatar a Anastasia después de todo? ¿Eran éstos los oficiales de caballería blancos, fieles al zar, por los que Ana y su familia habían rezado tanto tiempo? ¿O serían soldados checos renegados que aborrecían a los revolucionarios? A Sergei le daba igual, siempre que fueran suficientes para derrotar a los guardias rojos. Correría el riesgo.

—No os mováis —le dijo a Anastasia, alisándole el ensuciado cabello con la mano.

Oyó caballos resoplando y el chirriar de ruedas de carro.

—¡Nos prometieron que los traerías! —gritaba alguien—. A todos… ¡vivos!

—Bueno, pues ya llegas demasiado tarde —contestó Yurovski—. Pero este camión no puede seguir. Necesitaremos esos carros para llevar los cuerpos a los Cuatro Hermanos.

Sergei sabía que los Cuatro Hermanos era como se conocía a los tocones de cuatro altísimos pinos que en tiempos se habían alzado donde ahora no había nada más que minas de carbón y turberas. ¿Era así como Yurovski planeaba deshacerse de los cuerpos? ¿Tirándolos a los abandonados pozos de carbón?

—Les prometí a mis hombres que se divertirían con las duquesas —se quejó el hombre—. Y yo pensaba gozar a la zarina.

—Cállate la boca, Ermakov, y haz lo que te digo. —Yurovski se esforzaba por seguir controlando a los pendencieros jinetes; Sergei lo notó por el tenso tono de su voz—. Descargad los cuerpos, y al primero que vea robando algo, le pego un tiro.

¿Qué iban a robar?, pensó Sergei. ¿Los anillos de los dedos? Pero en el mismo momento en que oía a unos cuantos hombres desmontar, y a los letones salir del coche, supo que ésta era su única oportunidad de salvar a Ana. En cuanto bajaron el panel trasero de nuevo y Sergei vio las caras de los campesinos asomándose y lanzando miradas lascivas al ensangrentado cargamento, se puso de pie, tambaleándose un poco como si estuviera borracho, y dijo:

—Lleváoslos, camaradas.

Unas cuantas manos sucias se metieron, agarraron los colgantes brazos y piernas de los muertos y los sacaron a rastras del camión. Las sábanas se apartaron de un tirón, y un hombre gritó:

—¡Tengo a una duquesa, pero maldito si sé cuál!

Aquello provocó risotadas, superadas sólo cuando otro hombre gritó:

—¡Y yo tengo a la mismísima lagarta emperatriz!

Tras coger en brazos el cuerpo de Anastasia, y manipulándolo con deliberada despreocupación, Sergei pasó por encima de los cadáveres de la doncella y el cocinero y bajó de un salto el suelo. Los faros del coche iluminaban la carretera, pero el bosque era tupido a ambos lados, y mientras llevaban los carros de heno hasta la parte de atrás del camión, Sergei cargó con su fardo y fue dejando atrás un carro, y luego otro. Cuando sonó un berrido que saludaba el descubrimiento del zar —«¿Quién quiere escupirle en la cara al mismísimo Nikolashka?», preguntó, exultante, Ermakov—, Sergei fingió hacer eses y, con andares de borracho, se alejó dando traspiés por el camino lleno de baches hasta meterse por un montón de zarzas.

Pero nadie lo llamó a gritos, y nadie se dio cuenta. Todo el mundo estaba tan empeñado en ultrajar el cadáver del zar que no lo vieron desaparecer, y tras echarse a la muchacha al hombro como un saco de trigo —¿y cuántas veces no había hecho eso mismo en los campos de Pokrovskoe?—, Sergei se internó rápidamente en el denso bosque negro como la pez. Ana gimió, y lo único que pudo decirle fue:

—Callaos, Ana, callaos.

Pesaba más de lo que él creía, y su cuerpo era más duro y más rígido de lo que había imaginado. En medio de tanta barahúnda y confusión los rojos tal vez ni siquiera se dieran cuenta de que faltaba una de las duquesas hasta que reunieran todos los cuerpos en los Cuatro Hermanos. Para entonces Sergei pensaba estar a kilómetros de distancia, escondido en el único lugar que sabía que proporcionaría refugio seguro a la única superviviente de la familia imperial.