Lo importante era la improvisación. Cualquier epidemiólogo que se preciara sabía que tenías que ser capaz de actuar rápido cuando las circunstancias cambiaban…, y en el campo las circunstancias cambiaban siempre.
En menos de una hora Slater se las había arreglado para montar una tienda de cuarentena provisional dentro de la nave de la iglesia, que tenía desde una lámpara de techo hasta un potente radiador, y le había puesto a Lantos, herida y medio delirando, un par de goteros. Uno contenía un antibiótico de amplio espectro para evitar la septicemia que seguro que le producía el tajo de la garra del lobo, y el otro, una solución concentrada de Demerol que la había mantenido lo bastante sedada como para permitir que Frank hicera lo que tenía que hacer. Lo que Slater necesitaba de verdad era un anestesista, pero cuando llegó a la isla no tenía pensado practicarle una operación a nadie que estuviera todavía vivo.
A Groves y Rudy los había desplegado para que precintaran las ventanas de la iglesia con el fin de que no hubiera corrientes de aire ni riesgo de hipotermia, y Nika estaba reclutada como enfermera jefe. Después de ver cómo reaccionaba al trabajo que él había tenido que hacer en el cementerio —sacar con el taladro muestras del cadáver del diácono—, Slater no estaba seguro de que fuera a soportarlo, pero en su favor había que decir que Nika no había puesto el mínimo reparo a su petición. En realidad parecía contenta por tener aquella oportunidad de redimirse.
—Usted dígame lo que tengo que hacer —le dijo—, y lo haré.
Y eso había hecho. Slater le había mandado ponerse el traje al completo, desde guantes a gafas protectoras, y ahora estaba de pie al otro lado de la camilla, comportándose como si llevara toda la vida en los quirófanos. Cuando Slater necesitó su ayuda para colocar los goteros, ella siguió sus instrucciones perfectamente, y sus hábiles dedos realizaron la tarea sin vacilar. Cuando él le pedía una pieza del instrumental, Nika parecía saber de forma instintiva a cuál se refería, y cuando necesitaba que sujetara una esponja, o incluso que pusiera el dedo sobre una sutura mientras él tiraba del hilo a través de la carne herida, Nika no palidecía… o si lo hacía, Frank no lo veía detrás de la ropa protectora.
—Está haciéndolo usted estupendamente —le dijo Slater, con la voz apagada por su propia mascarilla.
—Entonces, ¿por qué estoy sudando tanto?
—Todos sudamos. Por eso quemamos estos condenados trajes después.
Se le ocurrió que Nika habría sido una excelente médico rural… y por lo que había oído en el pueblo, Port Orlov necesitaba uno.
Sus temores por Lantos, sin embargo, aumentaban rápidamente. Había perdido el conocimiento a ratos, y aunque Slater había procurado atontarla lo suficiente como para practicarle la operación precisa sin causarle un dolor insoportable, era un equilibrio sutil el que trataba de alcanzar. Tenía que mantenerla inconsciente e inmovilizada, pero sin reducir su función respiratoria más de lo necesario.
El trabajo era de más envergadura de lo que él había esperado; el lobo, un experto en el arte de destripar a su presa con un único golpe de las garras, había causado estragos en la cavidad abdominal de Lantos, y además estaba la omnipresente, y mucho más grave, amenaza de que un componente vírico hubiera entrado en juego. La sala de autopsias estaba llena de palanganas con sangre y órganos, y Lantos había sufrido una gran herida abierta. La gripe española era una enfermedad que se propagaba por el aire cuando la transmitían sus anfitriones vivos, pero prosperaba en la sangre y los fluidos corporales de sus víctimas. Si alguna de las muestras que habían tomado era viable, Lantos podría haberse infectado enseguida e, incluso ahora, mientras respiraba débilmente a través de la mascarilla, tal vez estuviera haciendo las veces de auténtica fábrica de gripe.
Estaba claro que la situación se volvía insostenible. Iba a haber que evacuar a Lantos a un hospital de verdad, y pronto… Y en cuanto a los materiales biológicos que se había dejado sin protección en la tienda laboratorio, iba a haber que recogerlos, con sumo cuidado, y destruirlos de forma segura. En su estado de congelación las muestras tomadas in situ en la tumba ya eran bastante peligrosas. Pero una vez que el cuerpo se había descongelado para la autopsia y para recoger más tejidos, era imposible saber qué le había sucedido a cualquier virus que aún pudiera conservarse en la carne y las vísceras. Lo más probable era que ya estuviera inerte, o que el cambio térmico lo dejara así.
Pero siempre existía la posibilidad de que, aunque fuese durante un breve lapso de tiempo, hubiera estado vivo… y con capacidad de transmitirse.
Lantos se movió en la mesa y se le crisparon las manos. Con las prisas por ocuparse de las heridas, a Slater no le había dado tiempo de disponer las correas de costumbre. Le hizo una seña con la cabeza a Nika y le dijo cómo aumentar el gotero de Demerol. El trabajo aún no estaba acabado…, aunque en este momento Frank sólo funcionaba a base de tensión y adrenalina.
En realidad no estaba seguro de cuánto tiempo más podría mantener la intensa concentración que necesitaba, o conservar las manos lo bastante firmes como para realizar las delicadas reparaciones que precisaba Lantos. En realidad sabía que estaba limitándose a hacer un trabajo provisional —suficiente para detener el sangrado y procurar que las cosas aguantaran en su sitio— hasta que un cirujano más experto, en un quirófano completamente equipado, lo hiciera bien.
Pero ¿cuánto tiempo pasaría hasta entonces?
Oyó el chirrido de la puerta de la iglesia al abrirse de nuevo, y luego, la voz del sargento Groves justo ante las precintadas puertas de la tienda.
—Lamento comunicárselo —dijo Groves—, pero no ha habido suerte con la Guardia Costera. Un helicóptero no puede salir porque está en el taller y el otro está ya en una misión de rescate frente a Diómedes Menor.
—¿Y mandar un barco? —respondió Slater sin apartar los ojos de su paciente.
—Dicen que el mar está tan agitado que dudan de que puedan acercarse lo suficiente ahora mismo. Tienen que esperar a que pase la tormenta.
—¿Y cuánto tiempo significa eso? —preguntó Slater en tono impaciente, al tiempo que tiraba de otra sutura.
Lantos dio un gemido y volvió de un lado a otro la cabeza en la mesa.
Al cabo de un instante de silencio Groves confesó:
—No hay modo de saberlo. Pero Rudy ha dicho que el pronóstico no es bueno.
Incluso dentro de la tienda Slater oía el rugir del viento que arañaba los viejos maderos de la iglesia, y no pudo por menos que imaginarse el embate del mar contra los escollos y bajíos que rodeaban la isla de Saint Peter. No le sorprendía que aquella extraña secta rusa eligiera refugiarse aquí; era uno de los lugares más inexpugnables e inaccesibles del mundo. De todos los infiernos en donde había estado Frank, y había estado en muchos, éste le parecía maldito incluso a él.
—Vuelve a la radio —le espetó al sargento, más irritado y distraído de lo aconsejable— y diles que esto no puede esperar. Es una emergencia de vida o muerte.
—Frank —dijo Nika.
—Averigua quién manda… Sube por la cadena todo lo que tengas que subir…
—Frank, es que el sangrado ha empeorado…
—Y diles que llamen a la doctora Levinson del AFIP si necesitan una autorización de alta seguridad. Yo me hago respons…
—¡Frank! —insistió Nika.
Y cuando Slater la miró y vio lo que ella le señalaba con la cabeza, advirtió que un flujo de sangre, como si procediera de una capa de la dermis que se hubiera cerrado de forma insuficiente, se filtraba entre las suturas. Lantos gemía y, aunque el gotero debería haberla dejado inconsciente, sus manos se balanceaban, tal vez con contracciones involuntarias. Nika trató de cogerle una, sin conseguirlo, y Slater dijo:
—Déjeme hacerlo a mí… Usted échese más atrás.
Pero Nika alargó torpemente las manos por encima de la mesa en un intento por agarrar la de Lantos, una infracción del protocolo que una enfermera titulada habría sabido no cometer, y antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de cómo había sucedido, Nika se estremeció y exclamó «¡Ay!» cuando la punta de la aguja de sutura le atravesó la palma del guante. Durante una fracción de segundo que pareció durar una eternidad la aguja se quedó allí, hasta que Slater la sacó de un tirón y miró por el visor a Nika. Ella observaba atentamente el diminuto pinchazo del guante, del que ahora salía un punto de su sangre, y luego alzó la mirada hacia Frank, con los oscuros ojos llenos de incredulidad… y de preguntas.
Exactamente como él se temía que estaban los suyos.