CAPÍTULO 39

Pero ¿y Russell? —preguntó Eddie en tono quejumbroso—. ¡Tenemos que seguir buscando a Russell!

Por lo que a Harley se refería, a Russell ya lo habían buscado bastante. Habían vuelto al cementerio, donde se escondieron detrás de unos árboles el tiempo suficiente para ver a un tipo fornido con una barbita canosa empujar lo que parecía una segadora de césped por la nieve, y luego habían intentado seguir el rastro de su amigote borracho a través del bosque. La única pista que encontraron fue su linterna, aún encendida bajo un grupo de arbustos. Pero aquello no pintaba bien; por muy estúpido que fuera, ¿por qué habría tirado Russell la linterna?

—¡No podemos dejarnos a un hombre! —dijo Eddie, con los ojos brillando en el atardecer.

Al oírlo Harley casi había potado. ¿No podemos dejarnos a un hombre? ¿Qué se creía Eddie que eran, marines?

—No te preocupes —respondió—. O está tieso por ahí, o ahora mismo está escondido en la colonia, bien calentito y contando chorradas sobre cómo se perdió yendo en kayak.

Y a la colonia era adonde se dirigía Harley. Ya estaba harto del cementerio y más que harto del puto bosque. Si los tíos de la Guardia Costera habían desenterrado algo especial, lo encontraría en la colonia.

No había sido difícil deslizarse por el boquete de la empalizada, y justo antes de que la luz del día desapareciera del todo guio a Eddie hasta un sitio apartado, detrás del cobertizo del generador. Luego hurgó en la mochila, sacó un par de prismáticos de visión nocturna y se colgó el cordón al cuello.

—Oye, ¿dónde los has pillado? —le preguntó Eddie en tono de envidia mientras Harley regulaba el ajuste.

—The Arctic Circle Gun Shoppe.

—¿Qué te costaron?

—¿Cómo demonios voy a saberlo?

No los había pagado precisamente. Los había birlado junto con las raciones de combate.

Las tiendas de campaña brillaban verdes, pero el terreno que había entre ellas estaba oscuro y era allí donde los objetivos con sensibilidad a los rayos infrarrojos venían bien. Harley barrería el recinto, y si alguien se movía en los caminos, vería el borroso contorno de su cuerpo. El único inconveniente era el leve y agudo silbido que emitían los prismáticos, como un mosquito que le zumbara sin cesar junto a las orejas.

Igualito que Eddie.

—¡Yo quiero mirar! —dijo Eddie, buscando a tientas los prismáticos—. Déjame echar una ojeada.

Harley tuvo que apartarle las manos de un manotazo, y entonces comprendió que Eddie estaba colocado. En algún momento debía de haber ingerido anfetas. Eso era lo único que a Harley le faltaba ahora: un adicto a las anfetas como cómplice.

Mientras observaba, vio que había actividad arriba junto a la iglesia: el fulano aquel, Slater, corría de acá para allá vestido con uno de aquellos trajes de laboratorio… y llevaba a Nika Tincook, la alcaldesa; los dos iban cargados con lo que parecían sábanas, mantas y maletas de instrumental médico. ¿Qué leches estaba pasando? Incluso por encima del viento cada vez más fuerte oía sus voces —parecían asustadas—, pero lo que no oía, ni veía, era ningún movimiento abajo, en aquella tienda de campaña grande que estaba junto a la entrada principal; las puertas ondeaban fuerte y las luces estaban todas encendidas dentro.

—Vamos —le dijo a Eddie—, pero agáchate y ten el pico cerrado.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a rescatar a Russell?

Harley no se molestó en contestar. Bien pegado al suelo, cruzó el recinto de la colonia, saltando por encima de los tubos de PVC y los cables eléctricos que se extendían sobre la nieve y pasando por debajo de las cuerdas trenzadas que señalaban los caminos. Al llegar a la rampa aflojó el paso un momento —¿aquello de la barandilla era sangre?—, pero no podía quedarse fuera tampoco. Se metió por debajo de las puertas y esperó a que Eddie entrara detrás de él.

—Eh, tío, ¿has visto la sangre en…?

—Cállate —dijo Harley, mirando a su alrededor pero sin ver a nadie.

Había mostradores a ambos lados, cubiertos de vasos de precipitados y frasquitos y microscopios; a Harley le recordó la clase de química, que había suspendido. En una pantalla de ordenador vio algo que parecía una molécula —¿o era un átomo?— girando despacio sobre su eje.

—Echa un ojo —dijo Eddie, señalando tres recipientes de ratones blancos—. ¿No le gustaría a tu serpiente probar estos pequeñines?

Antes de que Harley pudiera detenerlo, el imbécil había metido la mano dentro de un contenedor y había levantado a uno por la cola. Tenía el lomo manchado con tinta naranja y colgaba agitándose con frenesí en el aire.

—Suelta el puñetero ratón —le ordenó Harley.

Con una amplia sonrisa, Eddie lo levantó sobre su boca abierta como si estuviera a punto de tragárselo y Harley le dio un empellón, lo bastante fuerte como para que el ratón se soltara y corriera chillando a esconderse.

—Voy a darte una buena paliza como hagas otra estupidez —dijo Eddie.

—Fortachón —respondió Eddie, pero bajó la mirada y no se le enfrentó más.

Harley miró otra vez por la habitación; lo único que merecía la pena robar aquí dentro tal vez fueran los ordenadores portátiles, o quizá los microscopios, y no había un dios que los llevara de vuelta a la cueva. Al otro extremo de la tienda había unas cortinas de plástico rasgadas que llegaban hasta el suelo. Aquello parecía una especie de sanctasanctórum, aunque uno en el que hubieran entrado a la fuerza. Sólo con eso ya le parecía bien a Harley.

Fue por el centro de la habitación, fijándose en que aquí también había sangre, y más todavía en las tiras de plástico. Incluso Eddie se hacía el remolón.

Harley asomó la cabeza por lo que quedaba de esta sala y estuvo a punto de vomitar allí mismo.

Había un cadáver desmembrado sobre una mesa de acero inoxidable, y palanganas y cuencos de sangre y órganos en carros quirúrgicos y encima de los mostradores.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Eddie, aunque estaba tan acelerado que aquello parecía fascinarlo. Se puso junto al cuerpo y echó atrás el colgajo de cuero cabelludo que le ocultaba el rostro—. ¿Quién sería?

«Uno de los antiguos rusos», pensó Harley; aunque el motivo de que le hicieran algo así ahora…

—Parece que un lobo lo ha pillado también.

—¿De qué hablas? —contestó Harley, temiendo mirar demasiado de cerca.

¿Cómo lo conseguía Eddie?

—Huellas de patas —respondió Eddie.

Ahora Harley echó un vistazo el tiempo suficiente como para ver que Eddie sí que estaba en lo cierto. Había huellas ensangrentadas de patas —y de aspecto muy reciente además— encima de la mesa.

Paseó la mirada por la minúscula sala, como si un lobo aún pudiera estar al acecho en algún sitio, pero lo único que le llamó la atención esta vez fue un frigorífico con una rueda como las que se veían en la cámara acorazada de un banco.

Aunque, dado todo lo demás que había en la habitación, no estaba muy seguro de querer abrirlo.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Eddie, nervioso.

Harley había llegado hasta aquí: no tenía sentido detenerse ahora. Hizo girar la rueda, se oyó un siseo al abrirse el burlete y una brillante luz blanca se encendió dentro.

De nuevo había una colección de matraces y frasquitos, muchos de ellos rotulados con pegatinas y etiquetas, pero también, el inconfundible centelleo de los diamantes blancos; tres, engastados en un viejo icono de latón de la Virgen María. Eddie lo vio también e intentó echarle mano, volcando la mitad de los frascos y tubos que estaban en el frigorífico, pero Harley fue más rápido; se lo metió como pudo en el bolsillo interior y dijo:

—Lo llevaremos al perista de Nome.

—Pero inmediatamente que lo llevaremos —repuso Eddie—, y esto también.

Era un viejo pedazo de papel enrollado, que agarró de una balda y se apresuró a abrir; la página crujió y se rompió por varios sitios.

Tenía unas cuantas líneas escritas en tinta negra, que se había vuelto gris, y en ruso.

—¿Qué te creías que iba a ser? —preguntó en tono desdeñoso Harley—. ¿El mapa de un tesoro?

—A lo mejor, tú no lo sabes —contestó Eddie, al tiempo que se lo metía en el bolsillo de la parka.

Luego, para consternación de Harley, echó mano a unos cuantos tubos de ensayo y frasquitos y se los guardó en el bolsillo también.

—Eso no vale una mierda —dijo Harley—. ¿Qué haces?

—A lo mejor vale algo para alguien —respondió Russell— y me pagan para recuperarlo. —Cuando se dio cuenta de que tenía el bolsillo lleno, le metió otro par en los bolsillos a Harley hasta que ya no cupo nada más—. ¡Y te pagan a ti también!

Harley lo apartó de un manotazo de nuevo —cada vez más deseaba haber inspeccionado las mochilas de todo el mundo, por si llevaban drogas y priva, antes de salir de Port Orlov— y cerró la puerta del congelador. Por si acaso, hizo girar la rueda.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo.

Eddie le lanzó otra mirada al mutilado cadáver —¿qué pensaba robar ahora, pensó Harley, un riñón?— y entraron al laboratorio.

—¿Los portátiles? —preguntó Eddie.

Harley negó con la cabeza. Eran del Gobierno y probablemente rastreables; además, él sólo quería largarse pitando de este condenado matadero. Se habían escabullido no más de diez o veinte metros cuando vio a un tipo negro y fornido, vestido con un chaquetón militar, correr hacia la tienda laboratorio con uno de los guardacostas detrás. Llevaban fusiles y estaban cargados con munición para osos… o lobos.

Agachado detrás del cobertizo del generador, Harley volvió a salir a través de la empalizada. Pero ni siquiera con ayuda de los prismáticos de visión nocturna se podía encontrar el camino por el bosque de noche; la ruta más segura era no apartarse del borde de los acantilados y limitarse a seguirlos, rodeando la isla, hasta volver a la cala donde, si tenía suerte, tal vez el Kodiak estuviera a flote por un milagro.

El problema era que su compinche Eddie seguía tan colocado que igual se caía por el acantilado, o se alejaba sin rumbo y se internaba en el bosque, y, de momento al menos, Harley lo necesitaba vivo; el Kodiak precisaba un marinero de cubierta. Entonces sacó una cuerda de nailon de la mochila, ató una apretada lazada alrededor de la cintura de Eddie —Eddie se echó a reír e intentó hacer piruetas durante la operación— y luego anudó el otro extremo en torno a su cinturón de herramientas, donde llevaba el cuchillo y el spray irritante para osos. No había dejado más de tres o cuatro metros de cuerda entre ellos.

Con el lindero del bosque a un lado y el océano al otro, Harley se puso en marcha por los acantilados, localizando con dificultad un paso por las rocas y las zarzas con la linterna y, de vez en cuando, sintiendo el tirón de Eddie cuando iba más lento o tropezaba. Habría sido una ardua tarea un día de verano, pero en las tinieblas, con un viento ártico que cruzaba cortante el mar de Bering, resultaba casi imposible. Una vez que estuvo bien lejos de la colonia, respiró un poco más tranquilo y dejó que la linterna recorriera una extensión de terreno más amplia. La nieve estaba endurecida y sus botas crujían a cada paso que daba. Pero sabía que como hiciera un movimiento en falso los dos se caerían rodando por el borde del acantilado.

Sin puntos de referencia por los que guiarse no podía calcular la distancia que habían recorrido. Lo único que Harley podía hacer era avanzar laboriosamente y contar con localizar la cala donde estaba anclado el Kodiak; desde allí encontraría sin dificultad el camino de vuelta a la cueva. Pero si no veía la cala, o si se la pasaba, él y Eddie acabarían extraviados en la tormenta o algo peor. Ya empezaba a perder sensibilidad en los pies y las manos por el rigor del frío. Tan pronto como volvieran a la cueva encendería el hornillo de camping y prepararía una sopa o un guiso caliente. Nadie habría salido a explorar el terreno una noche como ésta.

Varias veces Eddie tropezó y Harley tuvo que detenerse para esperar hasta que volviera a ponerse de pie. Cuanto más andaban, más le parecía a Harley que lo llevaba en brazos en lugar de conducirlo.

—¡Despierta! —le gritó por fin—. ¡No pienso seguir tirando de ti!

—¡Que te den! —le respondió Eddie a gritos—. Me estoy congelando aquí atrás.

—Sí, claro —contestó Harley—, como si delante hiciera más calor.

Siguió avanzando pesadamente, echando un vistazo al suelo y luego desviando la mirada hasta el negro y turbulento mar que se agitaba con estruendo abajo. Sólo cuando le pareció vislumbrar el barco, prudentemente se detuvo a aclararse la vista e ir sobre seguro. Dirigió la linterna hacia el Kodiak, pero el haz de luz no llegaba tan lejos. Sacó los prismáticos de visión nocturna e intentó enfocar el barco, pero había tantísima nieve volando por el aire ya, y tan poca luz, que fue en vano.

Sin embargo, creyó oír los crujidos del casco por encima del fragor del oleaje.

—Casi hemos llegado —le dijo a Eddie, cuya presencia notaba justo detrás. Se dejó los prismáticos colgados al cuello.

Pero Eddie no contestó nada.

—A lo mejor hasta encontramos a Russell allí.

De nuevo no hubo respuesta, lo cual era extraño en un charlatán como Eddie.

Harley dio media vuelta, levantó la linterna y vio a alguien —aunque, decididamente, no a Eddie— de pie justo tras él.

Era una vieja con una larga falda y un pañuelo atado a la cabeza. Harley alzó el haz de luz hasta su cara y vio dos ojos azules, duros como los de un husky, hundidos en un rostro curtido, lleno de pliegues y arrugas como un mapa antiguo. Estaba mirándolo fijamente, aunque no a la cara; sus ojos se dirigían al bolsillo interior del chaquetón, donde estaba guardado el icono.

No tuvo que decir ni una palabra; Harley sabía lo que quería.

E intentó darle un golpe con la linterna.

Pero, sin saber cómo, erró el blanco.

Harley trataba de coger el cuchillo cuando Eddie se le acercó dando traspiés y dijo:

—¡Dios bendito!

Harley sintió un extraño alivio al saber que Eddie la veía también, pero cuando giró sobre sus talones, alargando el cuchillo y buscando a la vieja en la nieve, se enredó tanto en la cuerda que fue a Eddie al que estuvo a punto de apuñalar.

—¡Cuidado con el cuchillo de las pelotas! —gritó Eddie al tiempo que se echaba atrás lo más rápido que podía.

Demasiado rápido, en realidad.

De repente Harley sintió que la cuerda le daba una fuerte sacudida en el cinturón de herramientas, y un instante después iba tambaleándose hacia el acantilado. Eddie daba gritos, resbalando ya hacia atrás por la helada pendiente. Harley agitó los brazos, tratando de agarrarse a cualquier cosa.

—¡Ayúdame! —gritó Eddie.

Harley consiguió echar mano a una rama baja cargada de nieve. El cuchillo se le cayó al suelo.

Pero, aunque se agarró con una mano, el guante se deslizó poco a poco por la rama arrancándole la nieve y luego las agujas, hasta soltarse, y él cayó de rodillas. Oyó el crujido de tubos de ensayo rompiéndosele en los bolsillos, y al momento sintió un agudo dolor: el cristal roto se le había clavado en el muslo. El peso de Eddie en la cuerda lo arrastraba hacia el borde del acantilado también.

—¡Santo cielo! —exclamó a voces Eddie aterrado, mientras sus botas arañaban la roca buscando algún saliente o una grieta.

Harley hundió los dedos en la nieve y el hielo, y encontró una rugosidad en la tierra, un duro pedazo de tundra helada, tal vez de ocho o diez centímetros de profundidad, y se agarró desesperadamente, pero la cuerda de nailon tiraba de él, enrollándole el cinturón como un torniquete. Las axilas le ardían del tirón de las mangas.

Alargó la mano para coger la hebilla, pero el cinturón estaba tan apretado que no pudo soltársela.

—¡Súbeme, Vane! ¡Súbeme!

Pero Harley no tenía asidero para hacerlo, y sabía que sus propias fuerzas no tardarían en agotarse. El cuello del chaquetón estaba ahogándolo y los prismáticos se le hincaban en el pecho. Agarrado al suelo con una mano, con la otra buscó a tientas el cuchillo, que sólo estaba a unos centímetros, y luego metió a duras penas la hoja por debajo de la tirante cuerda.

—¡No aguanto aquí! —gruñó Eddie—. ¡La cuerda está matándome!

Con torpes dedos, Harley se puso a cortarla. Estaba tensa como una cuerda de piano, pero notó que una hebra empezaba a deshilacharse. Serró de nuevo, más fuerte.

—¡Tira! —gritó entre jadeos Eddie.

Parecía que estuvieran sacándole el mismísimo aire de los pulmones.

La parka de Harley lo envolvía como una pitón, y dentro de unos segundos ni siquiera podría moverse. Torpemente, pasó la hoja de acá para allá, de acá para allá.

—¡Tira!

Y entonces, justo cuando Harley creía que iba a perder el conocimiento, oyó un ruido seco, como la cuerda de un banjo al romperse, y al instante toda la presión, todo el peso que lo agobiaban, cesó. La cuerda cruzó como una bala la nieve, mientras que los dedos de Harley seguían agarrados fuerte al suelo. Luego oyó el aterrorizado grito de Eddie, que se apagaba rápidamente hasta desaparecer en el viento. Si hubo un chapoteo, se perdió en la tormenta.

Harley bajó la cara, sintió la fría nieve bañarle la ardiente piel, y se limitó a quedarse tendido allí, respirando despacio, inspirando y espirando, mientras se decía, una y otra vez, que aún estaba vivo, aún estaba vivo.

Tardó un rato en recuperar el valor, o las fuerzas, para levantar la cabeza, mirar a su alrededor y ver que la vieja se había ido también. Estaba completamente solo en la oscuridad.