CAPÍTULO 38

¡Las líneas siguen en la pantalla! —le gritó Kozak a Slater desde el otro lado del cementerio.

Empujaba el GPR de acá para allá como una aspiradora por el suelo cubierto de nieve.

—Entonces, ¿no es un fallo del ordenador?

Kozak hizo un gesto negativo, con la cabeza gacha y las orejeras aleteando, mientras observaba atentamente el monitor digital montado en medio del manillar. Las líneas de fractura que no dejaban de aparecer en las gráficas geotérmicas del suelo habían desconcertado al profesor, que insistió en volver allí una vez más para ver si aparecían de nuevo.

Y habían aparecido.

Bueno, se preguntó Frank, ¿tendría Kozak una explicación? Al mirar el cementerio azotado por el viento le costaba figurarse cómo, o por qué, alguien habría elegido voluntariamente establecerse en un sitio tan inhóspito e inaccesible como la isla de Saint Peter; un sitio donde el simple acto de realizar un entierro habría exigido un esfuerzo hercúleo.

—¡Claro! —exclamó de pronto Kozak para sí mientras se daba una palmada en la frente.

La exclamación fue lo bastante fuerte como para que Slater la oyera a través de las hileras de viejas tumbas.

—¿Claro qué? —le preguntó, pisando entre las piedras y lápidas.

—Éstas son como las rayas y deformaciones que sólo suelen verse en campos de minas.

Slater, que llegaba ya a su lado, respondió:

—Aquí no había minas.

—Pero hubo explosiones —repuso Kozak, y señaló la cuarteada maraña de líneas que cruzaban la cuadrícula del ordenador—. ¿Ve dónde están?

—Parece que están por todas partes.

—Por todas partes del cementerio —dijo Kozak—, pero no cuando se llega al final de las hileras. No cuando se empieza a entrar en el bosque.

—Bueno —admitió Slater—, me lo creo.

—Los colonos hacían explosiones en el cementerio. Usaban dinamita, probablemente, para hacer pedazos la tundra y el permafrost.

«Claro», pensó Slater, repitiendo lo dicho por Kozak. Aquello parecía completamente lógico. El calentamiento global tal vez hubiera aflojado el suelo, pero era el lecho de roca de debajo lo que ya se había roto. No era de extrañar que aquel ataúd hubiera caído al mar.

Pero ¿qué significaba aquello desde el punto de vista epidemiológico? ¿Qué significaba para los cadáveres o las víctimas de la gripe? ¿Habría provocado unas condiciones de terreno gasificadas o inestables? Y, de ser así, ¿habría contribuido eso a la descomposición de los cuerpos y la disipación de todo peligro vírico? El estado del cuerpo del diácono daba razones para pensar otra cosa —estaba congelado como un cubito de hielo cuando lo habían desenterrado—, aunque él tal vez fuera una anomalía. La única forma de saberlo con certeza era exhumar al menos dos o tres cuerpos más.

Y hacerlo antes de que la tormenta que llegaba empeorara.

Slater casi se había decidido por qué tumba excavar después. Estaba alrededor de una docena de metros más apartada del borde de los acantilados, y si después de ésa investigaba la sepultura situada en la esquina más noroccidental, tendría un triángulo aproximado desde el que trabajaría o bien dentro o bien fuera, dependiendo de los resultados que él y Lantos obtuviesen en el laboratorio. Se figuró que ella ya tendría una muestra de sangre purificada del diácono, y que incluso tal vez hubiera empezado las pruebas con animales vivos. Estaba impaciente por averiguar cómo le iba.

—¿Qué le parece si lo dejamos? —le preguntó al profesor.

Pero Kozak, cautivado con los números que aparecían a un lado de la pantalla de su ordenador, se limitó a contestar con un gruñido.

—¿Vassili?

—Váyase usted; yo quiero estudiar esto más —contestó Kozak—. Ya lo veré a usted en el campamento.

Slater sabía bien que no había que interrumpir a un compañero científico cuando estuviera ensimismado en su trabajo —él mismo sabía que se había quedado dormido en su mesa tras diez o doce horas consecutivas de devorar datos—, de modo que le dio una palmada en la hombrera de la parka y volvió a pasar por entre las tumbas con cuidado. Pero debió de tomar una ruta un poco distinta porque de repente el pie se le hundió en la nieve y se metió en un agujero que había en el suelo. La suela de la bota dio un golpe encima de un ataúd, que crujió.

¿Cómo se le había escapado a él —y a Kozak— aquello en su reconocimiento general del cementerio hacía días?

Tras sacar la bota, se arrodilló y quitó con la mano la capa de nieve. A unos cincuenta centímetros de profundidad vio la tapa de un féretro astillada, como si le hubieran dado un hachazo. Por un gran boquete de la madera vio las oscuras sombras de un cadáver.

«Santo Dios. ¿Cuándo ha ocurrido esto?». A la pálida y menguante luz del día Frank no sabía si el daño se había producido hacía poco o si aquello no era más que un antiquísimo accidente que no habían advertido hasta ahora.

Fuera como fuese, había que contenerlo, y enseguida.

—¿Qué hace usted? —gritó Kozak.

—Hay un hoyo en el suelo aquí —contestó a voces Slater—, y un enterramiento en peligro.

—Eso no es posible —respondió el profesor, indignado, al tiempo que se dirigía hacia él—. Cubrí todo el terreno, y si hubiera habido un agujero de alguna clase…

—Está aquí —lo interrumpió Slater—, y no se acerque más. Tendremos que precintar esto inmediatamente.

Ya estaba reorganizando el programa de exhumaciones; esta tumba, y su apenas vislumbrado ocupante, tendrían que ser los siguientes examinados. Tras echar mano a varios de los banderines que señalaban la cuadrícula, los hincó lo más firmemente que pudo en la tierra cubierta de nieve alrededor de toda la sepultura.

—No se acerque más —volvió a advertirle a Kozak—, y no deje que Rudy ni Groves se acerquen más tampoco.

Se puso de pie y miró a su alrededor buscando algún indicio de invasión, pero la nieve reciente había borrado cualquier huella que hubiera podido haber. Nada de esto tenía lógica. Si el agujero se había hecho recientemente, ¿quién lo había hecho? ¿Por qué?

¿Y estaría aún en algún lugar de la isla?

—Estese atento —le dijo al profesor en un tono que no presagiaba nada bueno—. Puede que no estemos solos aquí.

Justo cuando el profesor lo miraba boquiabierto, Slater marchó rumbo a la colonia. Tenía que hacer circular la voz de que ahora el acceso al cementerio estaba absolutamente prohibido a todo el mundo…, aunque era en Nika en quien pensaba principalmente. No podía arriesgarse a que viniera aquí a celebrar un ritual nativo mientras una sepultura abierta supusiera un posible peligro.

El sendero cubierto de estera estaba resbaladizo con la nieve y el hielo, y mientras iba deprisa por él Slater tuvo que recuperar el equilibrio una o dos veces echando mano a un poste del alumbrado para agarrarse. La luz del día desaparecía rápido. Al cruzar corriendo la entrada oyó un grito… que era inequívocamente de Lantos y llegaba del laboratorio.

«¿Y ahora qué?».

Tras subir disparado la rampa y entrar en la tienda de campaña, olvidando toda prudencia y todos los protocolos de seguridad, vio un lobo negro que de un salto se lanzaba contra la envoltura de plástico de la sala de autopsias. Lantos estaba dentro, blandiendo la sierra circular y pidiendo ayuda a gritos. El plástico ya estaba hecho trizas, pero el lobo aún no había podido abrirse paso por él.

Los ojos de Slater buscaron en el laboratorio algo que pudiera servir como arma, pero lo único que vio fueron microscopios, frasquitos y recipientes de vidrio con inquietos ratones blancos.

El lobo le asestó un nuevo golpe al plástico, arrancó otra tira, y luego le dio un tirón con las mandíbulas.

—¡Eh! —gritó Slater, sólo para atraer su atención—. ¡Aquí!

El lobo volvió veloz la cabeza. Tenía una marca blanca en el hocico y plástico colgando de los dientes.

Slater cogió una balanza de muestras del banco de trabajo y se la arrojó; no dio en el blanco, pero al menos distrajo al animal durante un instante.

—¡Vamos! —chilló, mientras retrocedía hacia la salida—. ¡Sígueme, so malnacido! —Echó mano a una carpeta sujetapapeles y se la tiró también; las páginas se soltaron y cayeron mientras la carpeta volaba—. ¡Sígueme!

Pero el lobo se negó a morder el anzuelo. Ahora parecía saber que Frank era inofensivo y, con renovado vigor, volvió la cabeza de lado, cogió un buen trozo del grueso revestimiento en la boca y empezó a arrancarlo de nuevo.

Lantos dio un grito cuando una gran franja de la cortina hecha trizas se vino abajo, lo suficiente para que el lobo lograra colarse dentro de la sala de autopsias.

Lantos blandió la sierra, pero el lobo se lanzó sobre ella de un salto, con los colmillos brillantes y enseñando las garras, y mientras Slater atravesaba corriendo el laboratorio la vio caer bajo el peso de la fiera.

Se metió a toda velocidad por el mismo agujero que el lobo, cogió el bisturí más grande que había en la bandeja del instrumental y le dio una cuchillada al erizado pelo del lomo del animal. Del primer tajo no hizo caso, y tampoco del segundo, pero al tercero el lobo aulló y se revolvió furioso.

Frank dio un paso atrás, con el ensangrentado bisturí resbalándosele de la mano, al tiempo que se agarraba bien al congelador y se preparaba para recibir el ataque. Para su asombro, el lobo gruñó, pero en lugar de cargar contra él, se apartó y se subió de un salto a la mesa de autopsias, poniendo las patas directamente a ambos lados del cadáver del diácono, como un depredador defendiendo su pieza.

—¡Corra! —le dijo Slater a Lantos, que estaba tendida en el suelo con el traje de laboratorio y el delantal de goma—. ¿Puede correr?

Lantos salió con dificultad de la sala, agarrándose el abdomen con las manos, mientras que Slater, con el aliento cortándole la garganta, le cubría la retirada.

El lobo inclinó la cabeza hacia los destrozados restos de la mesa y los olió. Su propia sangre le apelmazaba el tupido pelaje negro, dándole un brillo aceitoso.

Slater retrocedió muy despacio, sin apartar la vista del lobo y agarrando el bisturí.

Pero el animal se mantuvo firme encima de la mesa, sin molestarse siquiera en mirarlo mientras Frank abría las desgarradas cortinas y entraba en el laboratorio propiamente dicho. Echando ojeadas por encima del hombro, Slater fue rápidamente hacia las puertas abiertas que aleteaban al viento. Justo antes de pasar por ellas, le echó una última mirada al lobo a través de los colgantes jirones de la sala de autopsias. Levantando la poderosa cabeza hacia el cielo, el animal aullaba con un sonido tan triste y desconsolado como una plañidera en un entierro.

Slater cruzó con paso vacilante las puertas de la tienda; estaban manchadas de sangre, igual que la barandilla de la rampa. A la poca luz del día que quedaba, vio un reguero de puntos carmesíes en la blanca nieve que se alejaban hasta internarse en el recinto de la colonia. Por toda la empalizada oyó el aullar de los lobos, respondiendo a la llamada.

Pero no vio a Lantos.

El reguero de sangre y las pisadas parecían ir primero en una dirección y luego en otra, como si la doctora fuera tambaleándose a ciegas, limitándose a tratar de poner distancia entre ella y la tienda laboratorio.

—¡Eva! —gritó, y la única respuesta que oyó fue de los lobos—. ¡Eva!

Las tiendas de campaña brillaban, verdes, por todas partes, pero la sangre lo condujo hacia el viejo pozo, donde encontró un charco más profundo y más húmedo.

—¡Eva!

Estaba desplomada, hecha un guiñapo, abrazándose el vientre, apoyada en la pared de piedra del pozo. Cuando Slater le dio la vuelta, vio que la sangre le rezumaba por un tajo del delantal de goma. Tenía la mascarilla torcida, y Frank, al tiempo que se inclinaba, le preguntó:

—¿Me oye?

No hubo respuesta, pero Slater le buscó el pulso en el cuello y lo encontró.

—Aguante —le dijo—, va a ponerse bien. Se lo prometo.

Era una promesa que no estaba en absoluto seguro de poder cumplir.

La nieve había empezado a caer en serio, y había anochecido. Si quería salvarle la vida, tendría que practicarle una operación de urgencia para cerrar aquella herida, pero ya no podía entrar en el laboratorio, ni en ninguna de las demás tiendas de la colonia. Lantos podría haberse contaminado y Frank debía mantenerla en cuarentena a partir de ahora.

La torcida iglesia, con su cúpula bulbosa, se alzaba delante de él; tras tomar a la doctora en brazos, Slater subió los viejos peldaños de madera, abrió las puertas con un pie y luego la depositó lo más suavemente que pudo sobre uno de los bancos.

Cuando Lantos gimió, Frank sintió alivio al oírlo.

—Eva, vuelvo ahora mismo. —Le colocó las manos, aún calzadas con los pegajosos guantes, sobre el abdomen—. No deje de hacer presión. ¿Me oye? Manténgalo comprimido.

Lantos dio un bajo gruñido y él salió apresuradamente otra vez. Los lobos aullaban en el bosque —¿habían encontrado el rastro de toda aquella sangre?— mientras que Frank cerraba bien de un tirón las puertas. Las tiendas verdes, que sólo estaban a cincuenta metros, parecían encontrarse a un kilómetro de distancia. Pero apenas se detuvo a recuperar el aliento antes de bajar de un salto la escalera para ir a buscar su material quirúrgico.

La misión acababa de descarrilar por completo, pero si no mantenía la calma, aquello podía llevar a un desastre de dimensiones épicas.