CAPÍTULO 37

Lantos, acostumbrada a trabajar en condiciones óptimas en el Tecnológico de Massachusetts, se veía obligada a hacer algunos reajustes. No estaba habituada a que los pies se le pegaran a las húmedas esteras de goma del suelo, por ejemplo, ni a que ráfagas árticas azotaran las paredes de su laboratorio. Y tampoco estaba habituada al continuo fragor del viento, como un incesante retumbar de oleaje, ni a que las lámparas se balancearan sobre su cabeza.

El traje de polietileno y el delantal de goma que llevaba puestos no eran lo que se dice cómodos tampoco. Con los dedos revestidos de látex, la boca y la nariz cubiertas por una mascarilla y los ojos protegidos por unas gafas muy grandes, diseñadas para que cupieran las suyas, tenía que moverse más despacio, y con mayor prudencia, de lo que su naturaleza imponía. Pero sabía que esta misión tenía que proporcionar algunas respuestas, y rápido. ¿A qué se enfrentaban? ¿A los restos inertes de una plaga extinta, o a los vestigios latentes, aunque aún viables, del mayor asesino que el mundo hubiera conocido jamás?

Durante horas no había hecho sino estudiar las muestras obtenidas de los diversos yacimientos orgánicos del joven diácono, cuyo cuerpo aún se encontraba, como un motor desarmado, en la sala de autopsias situada al fondo de la tienda laboratorio. A Lantos no le gustaba dejarlo así, no sólo porque aquello suponía un riesgo, sino también porque siempre procuraba ser respetuosa en su trabajo. En cuanto Slater volviera del cementerio, adonde había ido con Kozak a decidir qué tumba abrirían después, le pediría ayuda para volver a montar el cuerpo.

Con el fin de estar seguros de los resultados, ella y Slater habían decidido que necesitaban exhumar al menos otros tres cadáveres, procedentes de puntos distintos y separados del cementerio. Para evitar cualquier riesgo de contaminación cruzada o confusión entre las muestras, habían decidido, asimismo, trabajar sólo en un cadáver cada vez, recoger la cosecha que precisaran, y luego volver a meter los disecados restos en su tumba helada. Lantos opinaba que los protocolos de laboratorio más sencillos eran siempre los más seguros y elegantes, en particular cuando tenían que vérselas con los llamados agentes selectos —los patógenos más tristemente famosos, como la ricina, el ántrax y el ébola— y en condiciones tan difíciles como éstas.

Después de estirar los músculos y llevarse las manos a la zona lumbar, se planteó si acercarse a la tienda comedor para tomar un rápido estimulante —unas gachas de avena calientes y un tazón de café— o si poner en marcha sólo una prueba más. La idea de un descanso resultaba muy tentadora, pero era tal follón quitarse el traje y después vestirse de nuevo que decidió seguir adelante primero sólo con un poco de trabajo más.

Las pruebas con animales.

Lantos tenía debilidad por los ratones que sometía de forma habitual a estas pruebas. Eran criaturas mucho más inteligentes e incluso ingeniosas de lo que se creía. Pero innumerables millones de ellos se habían criado, utilizado y sacrificado ya en aras de las investigaciones médicas y para el beneficio científico; tenían la mala suerte de reproducirse rápido y de tener equivalentes genéticos, algunos casi idénticos, al noventa y nueve por ciento de los genes humanos. Ojalá hubiera modos mejores de recoger la información que los científicos necesitaban…, pero hasta ahora nadie había encontrado ninguno.

En este preciso instante tenía tres contenedores de vidrio, cada uno con seis ratones blancos, alineados sobre un banco de trabajo. Uno de ellos era el grupo de control, que permanecería absolutamente intacto; a los inquilinos de otro se les inyectaría un virus de gripe común, y el tercero se reservaba para los ratones que se expondrían a las cepas o materiales víricos que se extrajeran y aislaran del cuerpo del diácono.

Arrimado a una esquina de la tienda laboratorio se guardaba un cajón descubierto con más ratones vivos para pruebas subsiguientes. Lantos les había revisado las reservas de comida y agua aquella mañana.

La doctora metió la mano en el segundo recipiente y, con un paquete de jeringuillas que le resultaba endemoniadamente difícil manipular con los guantes puestos, inyectó a cada uno una dosis de la cepa más extendida en la población humana en el momento en que había partido para la isla. Mucha gente de todo el planeta iba a ponerse enferma con ella ese invierno, aunque nadie cuya salud no estuviera comprometida por otro motivo moriría de ella. Los ratones empezaban a corretear, tratando de evitar que los agarrara, pero después se quedaban dóciles en su mano mientras les ponía las inyecciones, les marcaba el lomo con un toque de tinta azul y volvía a colocarlos entre sus camaradas.

Era con el tercer recipiente con el que debía estar extraordinariamente atenta y tener sumo cuidado. Había hecho un suero con la sangre extraída de las congeladas venas del diácono, lo había centrifugado y purificado y lo había llamado ISP —por la isla de Saint Peter— #1. Habría varios más en los días venideros. El suero se encontraba en un inocente frasquito marrón con una pequeña etiqueta naranja, y mientras llenaba una nueva jeringuilla con el mejunje y luego inyectaba una o dos gotas a cada uno de los seis ratones del tercer tanque, Lantos se preguntó si estaría viendo un caldo inofensivo o el mismísimo apocalipsis en un frasco. Cada ratón ISP #1 quedó marcado con una mancha de pintura naranja en el lomo y la cola.

Los misterios de la gripe eran legión. La gripe española había sido una enfermedad de transmisión aérea, que se extendía y difundía en las toses y los estornudos de sus víctimas; todos los fluidos y secreciones corporales de éstas, desde el moco a la saliva, desde las lágrimas hasta las heces pasando por la sangre, estaban empapados del virus, y la siguiente víctima sólo tenía que aspirar un vaho envenenado, o tocar sin querer una superficie contaminada antes de llevarse esa misma mano a la boca o la nariz o los ojos, para que se realizara la transmisión. La gripe estaba en otro anfitrión.

Y, además, sin parar de mutar todo el tiempo. Igual que Lantos sentía cierta compasión por los ratones, también sentía una reticente, aunque horrorizada, admiración por la gripe. Casi todos los investigadores al final coincidían en ello. El virus era un auténtico Houdini, pertrechado con un millar de números, trucos y contorsiones que le permitían moverse por una población de anfitriones lo más grande posible, con la mayor facilidad y velocidad posibles, y mantenerse en una posición de ventaja respecto a la capacidad de sus víctimas para producir anticuerpos o mecanismos de defensa con que derrotarla. Incluso armada con la última tecnología y decenios de resultados de investigaciones previas, la comunidad científica, Lantos incluida, a menudo se asombraba de los cambios infinitesimalmente pequeños que transformaban la gripe de una ligera molestia en enfermedad mortal de proporciones excepcionales. En las reconstrucciones de la gripe de 1918 los científicos investigadores habían llegado a la conclusión de que eran los genes de la polimerasa, y en concreto los genes HA y NA, los que la habían hecho tan virulenta. Pero las secuencias de esas proteínas de la polimerasa no sólo se encontraban en cepas humanas posteriores, sino que se diferenciaban apenas en diez aminoácidos de algunos de los más peligrosos virus de gripe aviar vistos en los últimos años. Lantos sabía que la gripe podía metamorfosearse, casi delante de tus narices, y cambiar su estructura genética para armonizar con cualquier multitud, como un inmigrante que se pone un traje nuevo para pasar desapercibido al andar por las calles.

Y, para colmo de males, con los siglos había aprendido a saltar de especie también, con tanta habilidad como un artista del trapecio. Nadie sabía si la siguiente pandemia estaba fraguándose en una pocilga de Bolivia o en una granja avícola de Macao.

Una vez que todos los ratones recibieron la inyección y quedaron marcados —los contenedores, con ventilación por separado y colocados a una distancia prudencial—, Lantos tapó el frasquito de ISP #1 y lo llevó de nuevo, para que estuviera en lugar seguro, al congelador de la sala de autopsias. Allí, lo puso junto a las diversas muestras tomadas del cadáver del diácono, junto con el icono de los brillantes y la oración de papel que antes sostenía el difunto en sus rígidas manos. Slater le había prometido a Kozak que si los resultados iniciales del laboratorio sobre la sangre y los tejidos salían limpios, le permitiría que descongelara el papel, lo desenrollara y leyera todo lo que decía. El profesor se quedó como un crío al que le prometen un viaje a Disneylandia.

«Todos somos seres muy extraños», pensó Lantos mientras cerraba el congelador. Tenemos nuestras pasiones e intereses individuales, la mayoría de los cuales toman forma en cierto modo en la infancia, y luego en nuestra vida posterior esos mismos intereses se traducen en profesiones. Kozak probablemente coleccionara piedras y geodas, y había acabado siendo geólogo, mientras que a ella siempre la habían fascinado el mundo natural y las innumerables formas que tomaba la vida. Los veranos los pasaba en el litoral de Massachusetts, observando atentamente la animada vida de las pozas de marea y recogiendo almejas con su padre. ¿De dónde procedía toda esta actividad? ¿Cómo sobrevivía todo aquello? Eva veía que todo estaba conectado, pero ¿qué lugar ocupaba ella (aparte de disfrutar, con sentimiento de culpabilidad, tomando sopa de almejas) en aquel panorama? Si había un orden —o desorden— natural, ¿quién o qué era responsable de él? Grandes preguntas. Antes le encantaba darles vueltas y vueltas en la cabeza, y ahora, al centrarse en una de las más diminutas y sin embargo más infatigables formas de vida del planeta, había llegado a dedicarle su vida a lo grande, después de todo. Si se conseguía descifrar la gripe, sería como hacer girar la llave de una caja llena de misterios.

Aunque podía ser una caja de Pandora si no se tenía cuidado.

Lantos cerró el congelador y cuando daba la vuelta para salir de la sala de autopsias, le pareció ver un resplandor amarillo, como la luz de un farol, rondando cerca de la entrada principal de la tienda laboratorio. Y quizá la silueta de alguien también; alguien más bien bajo. Pero Lantos estaba mirando a través de varias capas de grueso revestimiento de plástico, y era como mirar algo que estuviera en el fondo de una turbia charca. Le recordó a los cangrejos que corrían a ponerse a cubierto cuando ella metía la mano en una poza de marea.

Abrió las cortinas de la sala de autopsias y salió, con la mascarilla y las gafas protectoras aún puestas, esperando ver a Slater o tal vez al profesor entrando en la tienda. Después de tantas horas de trabajo se alegraba de tener compañía.

Pero se equivocaba.

Se equivocaba más de lo que se había equivocado nunca en su vida.

Se detuvo en seco y se quedó inmóvil, aunque no es que pudiera volverse invisible. La silueta humana había desaparecido, las puertas de la tienda estaban abiertas y un lobo negro, con una mancha blanca en el hocico, tenía las patas plantadas en la estera de goma, con el lomo erizado por el viento y los ojos mirándola feroces, con una extraña intensidad humana.