CAPÍTULO 36

La araña eléctrica resplandecía de luz, y Jemmy, que por lo general dormía profundamente a sus pies, se movía. Anastasia se frotó los ojos y preguntó:

—¿Qué pasa?

Su padre estaba de pie en la puerta vestido con la camisa de dormir.

—El comandante nos ha pedido que nos vistamos y vayamos a una de las habitaciones de abajo.

—¿Por qué? —preguntó Olga desde su catre.

—Dice que hay disturbios en el pueblo, y que será más seguro para nosotros que no estemos en el piso de arriba.

Las cuatro muchachas se apresuraron a mirarse, preguntándose lo que esto podría significar en realidad, pero Anastasia le pidió a Dios que fuera la primera noticia de la liberación de la familia. Sergei había dicho que había habido un ir y venir de telegramas desde Moscú y que se tramaba algo. Tal vez el Ejército Blanco estuviera cerca, en efecto. Incluso ahora el viento nocturno llevaba el apagado retumbar de cañones lejanos.

Las chicas saltaron de la cama, y apenas habían empezado a vestirse cuando apareció su madre y les recordó que se pusieran los corsés especiales: los que tenían las joyas imperiales tan laboriosamente cosidas en todos los forros.

—Debemos estar preparados para cualquier cosa —dijo Alejandra. Pero en su voz también había un eco de esperanza, un eco que Ana no había oído durante los muchos meses de cautiverio—. Quizá no volvamos a estas habitaciones.

Aunque habían pasado innumerables horas trabajando en los corsés, lo cierto es que las muchachas no se los habían puesto aún, y Ana descubrió que el suyo pesaba mucho más de lo que había imaginado. Le costó trabajo ponérselo, y con la cruz de esmeraldas del padre Grigori al cuello también, se sentía un joyero ambulante.

Como sus hermanas, se vistió con una larga falda oscura y una blusa blanca, y para cuando salieron al pasillo los compañeros de la familia en el exilio ya se habían reunido allí: el doctor Botkin, limpiándose las gafas de montura dorada; el ayuda de cámara de su padre, Trupp; la doncella personal de su madre, Demidova, y Jaritonov, el cocinero. Tatiana preguntó qué hora era y el doctor Botkin consultó su reloj de bolsillo.

—Casi las nueve en punto.

Su madre salió después, agarrando uno de los cojines en cuyo interior, asimismo, había una reserva de joyas; Demidova llevaba el otro. Luego apareció su padre, con un soñoliento Alexei en brazos. No era un hombre alto, pero tenía el pecho ancho y fuertes brazos, y de algún modo siempre se las arreglaba para llevar a su hijo con tan poco esfuerzo como si el niño estuviera hecho de plumas. Ana tenía en brazos a Jemmy, que estaba insólita, aunque felizmente, callado para variar.

Con Nicolás abriendo la marcha, la familia bajó en tropel la escalera, que crujía, hasta el vestíbulo. Yurovski esperaba al pie, acariciándose la negra perilla; vestía un largo gabán, demasiado abrigado para la noche de julio.

—Por aquí —dijo, guiándolos hasta el patio.

Ana se alegró tanto de aquella oportunidad de ver las estrellas y respirar el aire fresco, envuelto en el perfume de las lilas y la madreselva, que estuvo a punto de gritar de alegría…, pero enseguida Yurovski los condujo de nuevo por una escalera que llevaba al sótano.

—Haced el favor de esperar aquí —dijo—. No será mucho tiempo.

La habitación no era mucho mayor que el dormitorio de las chicas en la planta de arriba, y las paredes estaban cubiertas de papel pintado con un dibujo de rayas amarillas que empezaba a despegarse. No había ni un solo mueble en la habitación —Ana se preguntó si Yurovski no habría empezado ya el saqueo de la casa— y una sola bombilla eléctrica, sin pantalla, colgaba de un cordón, iluminando con una fuerte luz blanca el deslucido espacio. Justo antes de que el comandante cerrara la puerta tras él, Alejandra preguntó:

—¿No podemos tener unas sillas?

Ana sabía que la espalda de su madre estaba muy mal, pero también sabía que era por Alexei por quien se preocupaba sobre todo.

—Claro —contestó Yurovski, y cerró la puerta de dos hojas.

Ana supuso que jamás verían las sillas, igual que no habían visto la salvia en polvo ni ninguna otra cosa de las que el comandante prometía, pero, para su sorpresa, al cabo de un momento éste abrió la puerta de una patada y metió a rastras dos sillas de madera.

Alejandra se sentó en una de ellas, al tiempo que, con aire despreocupado, se colocaba el cojín detrás de los riñones como si pretendiera ponerse cómoda, mientras que Nicolás se sentó en la otra con Alexei abrazado en el regazo.

—Los periódicos capitalistas han estado haciendo circular historias —dijo Yurovski—. Afirman que os habéis escapado, o que no os tenemos en lugar seguro. Hemos de haceros una fotografía para poner fin a estos rumores de una vez por todas. Haced el favor de colocaros para que se os vea a todos.

Como los habían retratado un millar de veces, la familia imperial no tuvo inconveniente en disponerse en los lugares de costumbre: los padres y Alexei en medio y las muchachas desplegadas a ambos lados.

—Sí, sí —dijo Yurovski, al tiempo que indicaba al doctor Botkin y a los demás que se pusieran en una sola fila pegados a la pared detrás de ellos—. Exacto. Quedaos todos justo donde estáis.

Luego volvió a salir un momento por la puerta. No había nada que mirar y nada que hacer. Ana se tiró del corsé, sofocada no sólo por el peso, sino por el calor que daba. ¿Quién iba a saber que los brillantes y los rubíes eran tan pesados? Olga puso una mano en el hombro de su madre, y Alejandra se la besó y se la estrechó, esperanzada.

Ana se preguntó dónde estaba Sergei, y si sabía lo que estaba ocurriendo. Sólo había una ventana, con rejas de hierro, que daba a nivel del suelo, pero estaba situada muy alta en la pared y Anastasia no veía nada de fuera. Se preguntó cuántos oficiales iban a caballo al rescate de su familia en aquel preciso instante.

El tiempo pareció detenerse en el mal ventilado sótano mientras mantenían la postura y esperaban a que el fotógrafo entrara con su trípode, su cámara y su paño negro. Jemmy se retorcía en sus brazos, pero Ana no quiso soltarlo por miedo a que se metiera en un lío. El comandante había dejado claro en ocasiones anteriores que no le gustaban los perros.

Cuando la puerta por fin se abrió de nuevo, Yurovski entró, con el largo gabán desabrochado y casi una docena de guardias dándose empujones para entrar con él. Leyendo en voz alta una hoja de papel que sostenía en alto, Yurovski anunció que «en vista de que vuestros parientes y partidarios han proseguido sus ataques contra la Rusia soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido ejecutaros».

Ana creyó que no lo había oído bien, y su padre, después de lanzar una rápida mirada a su familia reunida en torno a él, miró otra vez a Yurovski con gesto incrédulo y preguntó:

—¿Cómo? ¿Cómo?

El comandante repitió deprisa la sentencia, palabra por palabra, y luego se sacó un revólver del cinturón y le disparó al antiguo zar directamente en la frente. Ana vio a su padre salir despedido hacia atrás en la silla, al tiempo que dejaba caer a Alexei al suelo. Vio a su madre levantar rápidamente una mano para santiguarse, y a sus hermanas retroceder hasta la pared. Oyó que Demidova lanzaba un grito y Botkin protestaba, y después todo se volvió un espantoso borrón.

Los guardias rojos también sacaron sus pistolas y Ana sólo recordaba un ensordecedor estruendo cuando los disparos sonaron y la habitación se llenó de un humo asfixiante y de gritos que pedían piedad y del caliente chapoteo de la sangre, la sangre que volaba por todas partes. Jemmy se convirtió en un flácido y empapado trapo en sus brazos, y mientras las balas la golpeaban con estrépito y rebotaban en las gemas de su corsé, Ana se tambaleó y cayó bajo la masa de cuerpos muertos y moribundos… Y, aun así, los disparos continuaron. La bombilla del techo estalló, y lo último que vio, al tratar de agarrar la cruz de esmeraldas que llevaba bajo la blusa, fue el amenazador fantasma del propio Rasputin alzándose delante de ella, como si su negra barba y su sotana estuvieran hechas de arremolinado humo y de pólvora. Al oído oyó el grave murmullo de su voz que, como una vez hiciera, el día del baile de Navidad, susurraba:

—Siempre estaré velando por ti, pequeña.

Malenkaya.