Russell se había pasado horas en la cabaña, saboreando la última cerveza que llevaba en el bolsillo y esperando a que Harley y Eddie acudieran a por él. ¿De verdad creían que iba a encontrar solo el camino de vuelta por el bosque, y, mucho menos, a localizar la pequeña cueva de mierda en la que habían estado escondiéndose?
Había agotado las posibilidades de diversión de la cabaña en la primera media hora. Viejas pieles de animales —de nutria, castor y oso— tapaban algunas lápidas sin terminar, y había una colección de palas y hachas, oxidadas y viejas, apoyadas en las paredes. El libro encuadernado en cuero que había sobre la mesa estaba escrito en ruso, pero, por el modo en que los nombres y las fechas parecían estar puestos en fila en casi todas las páginas, Russell supo que debía de haber sido el libro mayor del sacristán. Un registro de quién iba a enterrarse, dónde y cuándo. Durante un rato fue arrancando páginas una a una e intentando mantener encendido un fuego con su encendedor Bic, pero las hojas sencillamente se deshacían en una bocanada de humo sin producir más que un segundo de calor. Se metió lo que quedaba en el bolsillo por si acaso resultaba valer algo para algún chiflado de los que iban a aquellas tiendas de antigüedades de Nome.
Sólo cuando la última luz del día se fue y las luces del norte aparecieron de pronto en el cielo se dio cuenta de que estaba solo, de que nadie iba a ir a por él ni a brindarle una pizca de ayuda. Podía morirse de frío poco a poco en esta cabaña o podía intentar regresar por su cuenta a la cueva. El viento silbaba por entre los espacios de los maderos y sacudía las estacas de la puerta, tan fuerte que sonaban como castañuelas.
Maldiciendo a Harley, maldiciendo a Eddie y maldiciendo su suerte, Russell se puso de pie e inmediatamente se arrepintió. Se había torcido el tobillo en aquel bache del cementerio y, aunque había creído que se le pasaría el dolor, se le había seguido hinchando. Se bajó el calcetín y vio que la piel ya tenía un intenso color morado. Las punzadas también iban a peor. Despacio, con cuidado, fue cojeando hacia la puerta, donde arrancó una de las estacas para hacerse una muleta en que apoyarse.
No quería ni pensar cómo iba a dolerle cuando de verdad tratara de andar con una torcedura tan grave.
Fuera el cielo seguía encendido con el reluciente resplandor de la aurora boreal. La había visto un millón de veces en su vida, de manera que, decididamente, el efecto sorpresa se le había pasado, pero confiaba en que por lo menos aquella luz se mantuviera. Llevaba una linterna en la mano libre —Harley se había asegurado de que fueran con lo fundamental—, pero incluso en medio de la densa maleza y los árboles que sobresalían, la aurora boreal proporcionaba suficiente iluminación como para ayudarlo a atravesar con dificultad el bosque. Las ramas cubiertas de nieve se teñían con los cambiantes colores del cielo —verde y amarillo, y un pálido rosa oscuro— que hacían que todo el bosque pareciera falso y extraño, como una escena de película. Una película en la que Russell no quería estar.
Un fuerte viento soplaba también, y los copos de nieve y hielo giraban rápidos por el aire. Russell sólo tenía una noción muy vaga de dónde estaba. Sabía que la colonia se encontraba allá hacia el mar, y que la cueva estaba más o menos al oeste, pero cuando oyó las voces que se acercaban y se metió corriendo como loco en el bosque, había perdido por completo el sentido de la orientación.
Probablemente las cervezas no hubieran ayudado tampoco.
Mientras seguía cojeando, con la luz de la linterna enfocada a los pies para no tropezar con alguna irregularidad del terreno, se dijo que si a estas alturas el Kodiak no se había puesto a flote con la marea, iba a llamar a tierra firme, confesar que estaban tirados en Saint Peter y volver pitando a Port Orlov como fuera. Aunque hubiera joyas dentro de aquellos ataúdes, este tipo, Slater, y la Guardia Costera habían llegado primero allí, de modo que, ¿qué sentido tenía quedarse?
Cuando las luces del norte se apagaron de repente —aquello siempre le recordaba a Russell el modo en que su abuelo pellizcaba la llama de una vela entre el pulgar y el índice—, el bosque se puso casi negro a su alrededor. Sólo la guía de la luna y las estrellas ofrecía un poco de ayuda para avanzar.
Intentando no hacer caso al dolor del tobillo, Russell se concentró en lo que haría una vez llegara de vuelta al pueblo —se imaginó a sí mismo levantando una birra en el Yardarm y, a lo mejor, jugando un poco al billar— cuando oyó algo moverse en un matorral de alisos. Se detuvo, esperando que una nidada de codorniz saliera volando, o quizá que una ardilla se le escabullera entre los pies, pero no pasó nada. Esperó en silencio —si era un oso, éste querría evitarlo a él tanto como él quería evitar al animal— y luego, con toda la bravuconería que pudo, exclamó:
—¡Eh, gilipollas, mira que voy!
Siempre era mejor avisar bien a un oso.
Pero no hubo más ruido, ni rastro, ni olor de nada que permaneciera en la maleza, de modo que Russell continuó a grandes pasos. No es que no deseara poder cambiar la linterna por una lata de aquel spray irritante que llevaba Harley. Sabía que había lobos en la isla, pero los lobos nunca atacaban a los humanos; buscaban rebaños de wapitis y separaban a los pequeños, o a los débiles, de la manada. Siguió adelante, apoyándose en la estaca con una mano y usando la otra, la que agarraba la linterna, para apartar a golpes las ramas bajas. Nunca pensó que echaría de menos conducir el camión del propano, pero ahora mismo hasta eso le parecía bueno. Sólo esperaba que a su jefe no le importara que hubiera faltado unos cuantos días de trabajo; le había dicho que tenía que ir a ver a un familiar enfermo, pero si la verdad le llegaba, o peor aún, si le llegaba al policía de la libertad condicional, aquello sería un buen lío.
El crujido volvió a oírse, y esta vez por el rabillo del ojo Russell vio un destello de movimiento detrás de un tronco de árbol cubierto de musgo. Se frotó los ojos con el dorso del guante para aclararse la vista —la nieve empezaba a caer más rápido ahora— y barrió la maleza con el haz de luz de la linterna. Pero todo estaba repentinamente quieto.
Demasiado quieto…, como si los animales habituales del bosque hubieran huido o estuvieran escondidos.
Sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Sus pies no se movían, pero él sabía que aquél no era momento de pararse. Se preguntó si debía retroceder a la cabaña, donde podía echar mano a una de aquellas viejas y oxidadas palas y por lo menos tendría un arma si era preciso. La estaca que llevaba cogida no iba a servirle de mucho.
Pero al dar media vuelta se dio cuenta de que no tenía más idea de cómo volver a la cabaña que de encontrar la cueva. Los árboles estaban tan juntos, y el suelo tan cubierto de musgo, hojas y nieve húmeda y embarrada, que tendría que ser uno de los inuit nativos para volver sobre sus pasos. Y la perspectiva de quedarse desamparado en aquella helada y espeluznante choza por la noche daba demasiado miedo como para pensar en ella.
Se volvió de nuevo hacia donde se dirigía antes y, lo más sigilosamente que pudo, reanudó la marcha cojeando. Si pudiera seguir en línea recta, calculó, al final daría con los acantilados del otro lado —la puñetera isla entera no era tan grande— y desde allí se limitaría a pegarse a ellos hasta que descubriera el barco abajo en la cala. No sería tan difícil ni se tardaría tanto. Se dijo que lo único que tenía que hacer era no perder la cabeza, no hacer caso al dolor del tobillo y no dejar de avanzar.
Y entonces algo cruzó a saltos el camino delante de él.
«Santo Dios». Se paró en seco, preguntándose qué había sido. Se había movido como una sombra, negra y rápida. Russell había oído todas las leyendas nativas sobre los hombres nutria, pero ¿quién creía en gilipolleces así? Aquel viejo tótem del pueblo, el que estaba medio caído, en teoría explicaba aquella historia. Su maestra de tercer curso había intentado contárselo a la clase un día, pero Russell no había prestado ninguna atención.
Ahora casi deseaba haberlo hecho.
Dudaba si era mejor quedarse callado y largarse pitando o hacer ruido e intentar avanzar a base de bravatas. Pero todo dependía de a qué se enfrentaba, y hasta ahora en realidad no había visto nada con suficiente claridad como para saberlo.
Una ramita se partió con un chasquido tras él, al otro lado, y Russell se dio la vuelta rápidamente. Una racha de viento quitó la nieve de una rama y se la echó en la cara, pero justo cuando parpadeaba para aclararse la vista vio un par de ojos amarillos y resueltos que lo miraban fijamente desde la maleza.
En un gesto automático metió la estaca por los matorrales, pero no le dio a nada. Los ojos se habían marchado tan de golpe como habían aparecido.
Russell no tenía la mínima intención de quedarse esperando. Abriéndose camino a toda costa por el bosque lo más rápido que podía, con el dolor del tobillo arrollado por la adrenalina que le bullía por las venas, avanzó laboriosamente, apartando a golpes las ramas, pasando a gatas sobre los troncos de árboles muertos, patinando en el musgo mojado y, una vez, en un rollo de excrementos de ganso. Con las botas resbaladizas de la mierda, la puntera de una de ellas se dio con algo duro, que sobresalía del suelo, y Russell se cayó de espaldas y se dio un golpe en la cabeza con un tronco podrido. La linterna salió volando de su mano.
Se quedó allí tendido, aturdido por un momento, pero percibió que aún le seguían la pista, que algo seguía observándolo, esperando a ver qué hacía. Primero oyó un sonido a su derecha —nieve que crujía bajo un pie o una pata—, luego oyó un sonido a la izquierda, como resuellos. Había más de uno. Le pareció como si estuvieran estudiándolo, como si se hubieran dado cuenta de su achaque y ahora los acosadores se limitaran a aguardar la ocasión idónea para abatirlo… como a un animal herido apartado del rebaño.
Del modo en que lo hacían los lobos.
Respirando rápido, Russell se levantó con esfuerzo de nuevo, apoyándose en la estaca. Cuanta más impresión de debilidad y temor diera, más envalentonaría eso a los atacantes. Si a uno lo amenazaba un oso, era mejor no ceder terreno, inflarse para parecer todo lo grande que se pudiera y montar mucho follón. Pero si se trataba de lobos, la cosa era distinta. Nunca se cansaban de la caza… y para ellos era una caza. Se intercambiaban responsabilidades: uno daba alcance al animal y luego descansaba, mientras otro continuaba la persecución. Hostigaban y acosaban a su presa, mordisqueándole los talones, ladrándole en la cara, corriendo en círculo para que se mareara sólo al intentar no perder de vista a tantos lobos. Una vez Russell había ido de caza con su tío y vio cómo una manada de ellos rodeaba a un hambriento coyote que se había atrevido a rebuscar una de sus piezas. Se habían separado perfectamente para cubrir cualquier posible ruta de huida, y después se acercaron con sigilo hasta que el coyote, al levantar de pronto la vista de su banquete, se encontró sin ningún sitio por donde escapar.
Y entonces los lobos se lanzaron sobre él de repente, en un erizado frenesí de colmillos y garras.
Russell estaba tan desorientado y tan lleno de pánico ya que apenas sabía hacia dónde ir. Pero sí que sabía que la cueva aún estaba muy lejos, mientras que la vieja colonia rusa estaba cerca. Se entregaría a la Guardia Costera, diciendo que no era más que un estúpido kayakista que la tormenta había arrastrado a la orilla. Tal vez aquel tipo, el doctor Slater, incluso le echara un vistazo al tobillo, y mejor aún, le diera algo para el dolor.
La colonia, por lo que él calculaba, quedaba a su izquierda, hacia donde se encontraba el estrecho. Vigilando bien la maleza, y moviéndose todo lo rápido, pero también todo lo cautelosamente que podía, atajó por entre los árboles. La nieve se arremolinaba más copiosamente que nunca. Recordando una cosa que su tío le había dicho una vez, pensó en partir la punta de una rama aquí y allá para marcar por dónde iba, aunque sabía que estaba demasiado oscuro como para que volviese a encontrar siquiera los trozos rotos. Sólo podría encontrarlos al día siguiente… y empezaba a dudar que fuera a vivir tanto.
Algo saltó por encima de un tronco caído a su derecha, y Russell vislumbró un lustroso pelaje negro.
Y entonces, desde el otro lado, oyó un agudo ladrido.
Un ladrido breve, una señal para su colega.
Al que respondió el mismo sonido.
Russell apretó el paso, con el corazón palpitándole en el pecho. Agarró más fuerte el extremo de la estaca, su única arma. Sus ojos se esforzaron por ver lo que había delante, por divisar la colonia. El aliento le salía entrecortado, y se dijo que debía respirar más regularmente, más profundamente. Lo fundamental era seguir andando. Ellos sólo se pondrían manos a la obra para matar si pensaban que estaba inerme y se había rendido… o si ya habían tomado gusto a la carne humana.
«Concéntrate», se dijo a sí mismo, al tiempo que avanzaba a grandes pasos. «Concéntrate». Y entre los árboles, al pie de una cuesta, vio una brizna de algo verde vivo. Y brillante.
¡Una tienda de campaña! ¡Una de aquellas tiendas de la colonia!
Estaba detrás de lo que quedaba de la empalizada. Joder, parecía que hacía cien años que había visto por primera vez este condenado lugar. Metió la estaca por entre la maleza, al tiempo que bajaba, penosa y torpemente, la ladera, y luego se regocijó mientras se metía con esfuerzo por una brecha de los maderos.
Fue a salir detrás de aquella vieja iglesia, pero al darse la vuelta vio que los lobos —eran cuatro, no dos, negros del todo, y sus amarillos ojos relucían— se colaban entre los troncos también. Tenían las cabezas gachas, el pelo erizado y no daban muestras de ir a renunciar a la caza.
Russell blandió la estaca en un gran arco, pero sólo uno de ellos se echó atrás. Los demás se mantuvieron firmes, gruñendo ya, y chorreándoles saliva por las mandíbulas.
—¡Socorro! —gritó Russell, pero el viento le rugía en los oídos—. ¡Que alguien me ayude!
Sintió que los lobos se dispersaban en torno a él, cortándole toda posibilidad de retirada. Volvió a blandir la estaca, y esta vez el lobo dominante, situado delante de la manada y con una mancha blanca en el hocico, intentó morder el extremo del palo y casi logró arrancárselo de un tirón de las manos. Russell sintió el calor de su cuerpo y olió su apestoso aliento.
Miró un instante hacia atrás y vio un agujero en los cimientos de la iglesia, no mucho mayor que una tapa de alcantarilla, aunque lo bastante grande para él. Entonces retrocedió, pinchando con la estaca a cualquier lobo que se acercara. Cuando el dominante volvió a arremeter contra el palo —y esta vez lo agarró entre los dientes— Russell lo soltó de pronto, dio media vuelta y entró con dificultad en el agujero. La madera no era lisa y las astillas le atravesaron los guantes, pero iba arrastrándose con todas sus fuerzas, metiendo con dificultad el cuerpo detrás. Estaba encajado en el sombrío interior cuando algo se le agarró a la suela de la bota. Tiró de la pierna más fuerte, pidiéndole a Dios que se hubiera enganchado el zapato en un trozo de madera, pero el pie sólo sintió una sacudida hacia atrás más fuerte todavía.
Y ahora Russell notó el mordisco, los colmillos que se le hundían en la bota y traspasaban el gordo calcetín de lana… y se le hincaban en la piel.
Tiró de nuevo pero, para su sorpresa, sintió que lo arrastraban hacia atrás. Sus manos se clavaron en la gruesa madera de la pared, intentando encontrar asidero, pero lo único que consiguió fue un puñado de astillas y serrín. Sacudió la pierna y dio una patada con el pie. Oyó rasgarse los pantalones y notó su propia y caliente sangre calando el calcetín.
Volvió a gritar, y su grito resonó en la iglesia vacía.
Y entonces sintió otro juego de colmillos, agarrado como un torno de banco al otro pie.
Como una serpiente que sacaran de un tirón de su madriguera, Russell se deslizó hacia atrás, fuera del agujero, y se cayó en el suelo. Mientras se volvía para pegarles puñetazos en los hocicos, vio encima de él un frenesí de ojos amarillos, pelaje negro y mandíbulas abiertas y chorreantes. Intentó levantar las manos para devolver golpe por golpe, pero el dominante ya le había metido la cabeza bajo el mentón, buscando, y encontrando enseguida, la yugular. Sus dientes eran largos y finos como agujas de hacer punto cuando se le hincaron en el cuello.