—¿Qué dice que significa eso? —preguntó la doctora Lantos mientras le tendía la cinta adhesiva.
Slater terminó de escribir en la cartulina —Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae— y luego pegó de un manotazo el letrero en la parte exterior de las gruesas paredes de plástico que separaban la sala de autopsias del resto de la tienda laboratorio.
—Significa: «Éste es el lugar donde la muerte se alegra de ayudar a los vivos». En el AFIP siempre teníamos visible el rótulo para recordarnos por qué estábamos allí. Para ayudar a los vivos.
—Espero que el diácono opine lo mismo.
—Era un clérigo, ¿no?
Lantos soltó un resoplido.
—Debe usted de tener más estima por la religión organizada que yo.
A Slater lo habían educado sin religión alguna. Y, aunque a veces envidiaba a quienes eran capaces de encontrar consuelo en su fe —su ex seguía acudiendo a la iglesia con regularidad—, él estaba convencido de que si la semilla de la fe no se plantaba pronto, nunca terminaba de prosperar.
Tanto él como la doctora Lantos estaban ya vestidos de la cabeza a los pies con los trajes aislantes, y ahora que estaban listos para entrar en la sala de autopsias, se pusieron las mascarillas con gafas protectoras de plástico. Tardaron unos cuantos segundos más en ajustárselas y asegurarse de que quedaban bien sujetas, ya que una vez estuvieran dentro esa operación no podría hacerse de nuevo sin correr el riesgo de romper el precinto. Satisfecho, Slater sujetó las gruesas puertas de plástico de la sala y, con voz apagada, dijo:
—Después de usted.
Lantos, cuya capucha levantaba tres o cuatro centímetros los rizos pequeños y muy apretados de su pelo, entró y Slater fue detrás, girándose para cerrar bien las largas tiras de velcro de las puertas. Aquí dentro hasta el suelo de goma tenía un grueso plástico encima; de ese modo, cuando el trabajo en la isla de Saint Peter hubiera acabado, toda la sección de autopsias se enrollaría como una enorme lámina de celofán y se incineraría. A Slater le pareció haber entrado dentro de una medusa, con relucientes paredes translúcidas por todos lados, por encima y por debajo de él.
El cuerpo del diácono, aún vestido con su larga sotana negra de forro rojo, yacía en la mesa de autopsias mirando fijamente el techo.
Lantos pinchó el cadáver con un enguantado dedo y dijo:
—Siempre tardan más en descongelarse de lo que una espera.
Era como si estuviera hablando de un pavo de Acción de Gracias y aunque su tono tal vez hubiera desanimado a una persona normal, Slater reconocía lo que había detrás. Así era como los profesionales de la medicina, incluidos los epidemiólogos, solían hablarse. Las bromas informales buscaban disipar las dudas, los temores y la simple y evidente desorientación moral con que se enfrentaba todo el que estuviera a punto de profanar y desmembrar carne humana. De lo contrario era demasiado fácil verse a uno mismo tendido en aquella mesa: un pedazo de ruinas mortales, que iban rápidamente camino de la putrefacción.
—¿Quiere esperar un poco —preguntó Lantos—, o empezar quitando la ropa?
Slater apretó el hombro del diácono, le presionó el abdomen, flexionó un pie metido en una bota y contestó:
—Podemos seguir adelante. La ropa tal vez esté más dura que la piel.
—Entonces vamos con balde y bisturíes.
Todo lo que necesitaban para la autopsia estaba ya en la habitación, desde instrumentos quirúrgicos hasta cubos de basura, y dentro del pequeño congelador del rincón ya habían guardado las muestras in situ procedentes del cementerio; éstas seguirían siendo las más limpias y puras de todas, y se llevarían al AFIP sin tocar.
—Tendrá que tener cuidado con ese papel —dijo Lantos, rozando la oración de absolución que el cadáver seguía teniendo en una mano—. Podría deshacerse.
Slater sabía que la doctora tenía razón, y cuando separó el rollo de la carne muerta que lo sujetaba, lo puso con cuidado sobre una de las bandejas metálicas que había en la encimera de detrás. Como si fuera un ser vivo escondiéndose de un depredador, el papel se enrolló todavía más sobre sí mismo.
Lantos se puso a quitar el icono que estaba agarrado en la otra mano del diácono, aunque ni siquiera eso fue fácil.
—No parece querer soltarlo —dijo, al tiempo que le daba otro tirón y lo liberaba por fin. Le echó un vistazo a través de las gafas protectoras—. Y ahora entiendo por qué.
Le dio la vuelta para que Slater lo viera. Era una pintura de la Virgen con el Niño, lo bastante bien conservada como para mostrar un rojo apagado en el velo y un azul pálido en la túnica que vestía. Era de estilo bizantino y las dos figuras carecían de toda perspectiva, pero en la frente y los hombros de la Virgen había tres diamantes que centelleaban a la luz de la lámpara de techo.
—Somos ricos —bromeó Lantos.
Slater admiró el resplandor de las gemas y contestó:
—Espere a que Kozak lo vea. —Dejó el icono junto al papel—. Estoy seguro de que nos contará toda su historia.
Pero Lantos, como un atareado sastre, ya estaba con las tijeras en la sotana negra, cortando largas tiras a lo largo del cuerpo y luego despegándolas como tiritas. A medida que las separaba, usaba el pedal para abrir el cubo de basura y dejarlas caer dentro. Cuando desapareció toda la tela, entre ella y Slater quitaron las botas de los pies del diácono y las echaron en el cubo también. Cayeron con un metálico golpe sordo.
El cuerpo, completamente desnudo ahora, yacía sobre la mesa, con los brazos aún puestos formalmente en su sitio, cruzados justo por debajo del pecho. Había heridas de pinchazo donde el taladro había aspirado las muestras iniciales, y Slater no pudo evitar que le recordaran las heridas del cuerpo de Cristo en particular, ya que, por lo demás, el joven diácono tenía un aspecto casi beatífico. Sus largos bucles rubios se habían deshelado lo suficiente como para rozarle los hombros de nuevo, y su piel, casi lampiña, era de un blanco marmóreo, como la Pietà. Sus ojos azules estaban muy abiertos.
Tras coger la cámara digital de la encimera de detrás, Slater le tomó varias fotos; de cuerpo entero y luego primeros planos de la cara y otras zonas donde se habían hecho las primeras incisiones. Después comprobó el peso cuando éste se registró en la báscula de la mesa y lo anotó diciéndolo en alto: una grabadora que se activaba con la voz estaba funcionando en la sala. Cuando Frank terminó, Lantos le enseñó el apoyacabezas, una cuña de firme caucho, y dijo:
—Bueno, ¿y si usted hace lo difícil de subir y yo lo pongo debajo?
Mientras Slater alzaba de la mesa la mitad superior del cuerpo, los ojos del diácono parecían taladrarlo con la mirada, cuestionando las terribles libertades que estaba tomándose con él. Lantos embutió el apoyacabezas bajo la región lumbar del cadáver. Cuando Slater bajó despacio y con cuidado el cuerpo de nuevo, la cabeza y los brazos cayeron ahora hacia atrás, mientras que el pecho quedó estirado y levantado para facilitar la disección. Lantos se frotó las manos como diciendo «ahí terminó la cosa».
—¿Qué prefiere? —le preguntó a Slater—. ¿Y, T o directo por el medio?
Había varios métodos habituales de abrir un cadáver, pero para los fines de Slater en este caso, él ya había decidido que la primera opción era la mejor.
—Haremos una Y —respondió— para tener la máxima exposición del cuello y el aparato respiratorio.
Lantos asintió con la cabeza; su ensortijada pelambrera estaba completamente electrizada bajo la lámpara de gran potencia. Después de pasarle las tijeras de disección, esperó pacientemente mientras que Slater hacía dos anchas y profundas incisiones empezando en la parte superior de cada hombro del diácono, que bajaban por el pecho hasta encontrarse en el esternón. Una vez allí, siguió cortando hacia abajo en línea recta el resto del cuerpo, desviándose justo lo suficiente a la izquierda para rodear el ombligo y deteniéndose sólo cuando dio con el hueso púbico. Como el cuerpo no se había descongelado del todo, la piel crujía mientras las tijeras hacían su trabajo.
Slater deseó haberse acordado de poner música. Ayudaba a concentrarse.
—Muy bien hecho —dijo Lantos, con la voz apagada por la mascarilla.
Y así era. Incluso Slater lo reconocía: la dureza de la carne hacía el corte más preciso. Y aunque las autopsias siempre suponían menos sangre de lo que cabría esperar —sin actividad cardíaca, sólo la fuerza de la gravedad influía en la presión y el flujo—, le sorprendió el poco líquido que había. La sangre restante debía de haberse cristalizado, pensó, o quizá se hubiera evaporado… Aunque eso fue antes de que pusiera en su sitio las tijeras de disección y de que, con Lantos tirando desde el otro lado, dividiera el torso como quien abre una calabaza. Entonces vio el porqué.
Parecía como si le hubieran aplicado un soplete a las entrañas del diácono. Bajo la caja torácica todo aparecía ennegrecido e hinchado. A Slater le recordó a la víctima de un incendio a quien le había hecho la autopsia hacía años, durante una temporada que trabajó en Sierra Leona.
—No fue una muerte tranquila —dijo Lantos en tono más sombrío—. Este pobre tipo murió sufriendo horribles dolores.
A Slater no le cabía la menor duda de eso tampoco. Con la sierra para hueso, atravesó las costillas a ambos lados del pecho; después, con ayuda de Lantos, levantó el esternón y las costillas, aún pegados, hasta sacarlos de la cavidad, y colocó toda la sección en una bandeja plateada poco profunda.
Para la grabación, comunicó lo que acababa de hacer.
Después dio media vuelta para contemplar las vísceras del joven diácono.
Era como si aquel hombre se hubiera tragado una bola de alquitrán caliente. Las células protectoras y los cilios que revestían los bronquios estaban arrasados como si los hubiera alcanzado el fuego de una pradera, y los pulmones parecían berenjenas, magullados y de un intenso y furibundo color morado. El saco pericárdico que encerraba el corazón se parecía a una hoja de rasgado papel crepé negro, y el propio corazón, visible a través de los agujeros, era tan nudoso y oscuro como una granada de mano.
—Grave daño necrótico manifiesto en casi todos los aparatos orgánicos fundamentales. Indicios de patogénesis tanto vírica como bacteriológica.
—Es como si una bomba le hubiera estallado dentro —comentó Lantos.
Mientras hablaba, Slater preparó una jeringuilla para sacar una de las muchas muestras de sangre que debería tomar.
—Una bomba no —respondió—, una tormenta. Una tormenta de citoquinas.
La gripe española era una máquina diabólica, que secuestraba la propia respuesta inmunológica de la víctima y la volvía contra ella. En circunstancias normales las citoquinas, unas proteínas solubles y parecidas a las hormonas, actuaban como mensajeras entre las células del sistema inmunitario, ayudando a identificar infecciones microbianas como virus, bacterias, parásitos y hongos, y ordenando a los anticuerpos y células nulas, también llamadas asesinas, que las atacaran. Pero con la gripe española el organismo entero se ponía a funcionar a toda marcha: las citoquinas identificaban todo lo que asomara, los anticuerpos se pegaban como la cola a todo aquello con lo que entraran en contacto y las células asesinas destrozaban todo lo que encontraban. Era como un violento videojuego de tiros, que arrasaba hasta la última célula del cuerpo, incluidos todos los mecanismos de defensa, hasta que al final la víctima se ahogaba en una incontenible marea de sus propios mocos y sangre atiborrados de virus.
—Y un hombre tan joven… —dijo Lantos, al tiempo que cortaba el pericardio con la punta del bisturí. A continuación habló más alto para la grabadora—. Sacando muestras de sangre de las venas pulmonares y la vena cava inferior, aunque lo que queda apenas si es líquido. La descongelación está inacabada. También inspeccionando la arteria pulmonar, donde —añadió, inclinándose más cerca para verla mejor— parece no haber habido coagulación.
La juventud, reflexionó Slater, había sido un perjuicio cuando se trataba de la gripe española; en realidad, también lo era una constitución sana. Cuanto más fuerte fuera el sujeto, más vigorosa era su respuesta inmunológica a la enfermedad…, y cuanto más vigorosa la respuesta, más letal resultaba, a su vez, cuando la enfermedad hacía que los mecanismos de protección se descontrolaran. Por consiguiente, la gripe española fue más terrible para los soldados jóvenes y sanos que embarcaron hacia Francia en 1918, y luego para los jóvenes médicos y enfermeras que acudieron en su ayuda. Los primeros en reaccionar, por así decir. Irónicamente, era menos probable que los niños pequeños y las personas de edad, o los ya débiles, murieran de la enfermedad que quienes se encontraban en la lozana flor de la vida.
Mientras emprendía su siniestro trabajo, a Slater aquello le recordó inevitablemente la noche del archivo médico, cuando había examinado por primera vez las muestras de la gripe española obtenidas del joven soldado de infantería. El cuerpo del soldado se había desfigurado igual que éste, y su atroz muerte había sido la misma que la del diácono ruso. La gripe no había hecho distinciones mientras avanzaba segando la vida de los pueblos del mundo.
Poco a poco los frasquitos, tubos de ensayo y tarros empezaron a llenarse con las muestras tomadas de los pulmones y el corazón, la tráquea y el bazo, el hígado, el páncreas y el estómago. Y cuando esta fase estuvo terminada, Lantos metió la mano bajo el cadáver y sacó el bloque de caucho. El cuerpo se acomodó, expulsando aire de forma perfectamente audible, como si experimentara alivio.
Aunque sólo durante uno o dos minutos.
Mientras Slater le levantaba la cabeza —el largo cabello rubio cayó en rizos sobre su guante—, Lantos le puso el apoyacabezas bajo la nuca. Con el bisturí manchado de sangre Slater hizo una incisión detrás de una oreja y trazó un camino por encima de la coronilla, que terminó en un punto situado justo detrás de la otra oreja. Usando el pelo como asa, separó el cuero cabelludo del cráneo en dos colgajos casi iguales, uno que cayó sobre la parte delantera del rostro y el otro hacia atrás. El sonido le recordó al velcro cuando lo separaban de un tirón en las puertas de la tienda.
—¿Se cansa usted? —preguntó Lantos—. Podemos tomarnos un descanso.
Pero Slater quería continuar. Su resistencia no era la de siempre, y temía sufrir un escalofrío de la malaria en cualquier momento; mejor seguir adelante mientras tuviera la mano razonablemente firme, y descansar sólo si no tenía más remedio.
—Cogeré la sierra circular —dijo.
Lantos se la pasó. El aire detrás de la mascarilla era caliente y húmedo hasta la incomodidad.
Mientras la doctora se aseguraba de que la piel y algún cabello suelto no se acercaran a la cuchilla, Slater serró metódicamente un gorro circular, del tamaño de una boina, de la parte superior del cráneo. Una vez completada la incisión, dejó la sierra e intentó quitar la parte que había cortado. En un par de sitios aún se sujetaba bien al resto de la cabeza, y Frank tuvo que volver con el bisturí para lograr soltar el tejido conjuntivo o el hueso. Si estuviera otra vez en la Facultad de Medicina, sólo le habrían puesto un aprobado.
Luego, mientras Lantos sostenía una palangana limpia debajo de la parte posterior de la cabeza, él despegó el gorro y ella lo quitó de en medio.
El cerebro estaba ahora completamente al descubierto; la duramadre, blanca por lo general, tenía el color del té cargado. Slater cogió unos fórceps, y casi los dejó escapar con los húmedos dedos, mientras Eva destapaba un recipiente de formalina —una solución al quince por ciento de formaldehído en agua tamponada, que se utilizaría para conservar las muestras de cerebro el tiempo suficiente para llevarlas a los laboratorios de Washington— y se lo tendió.
De pronto la luz del techo se debilitó, se hizo más intensa y luego se debilitó de nuevo.
Slater y Lantos se miraron.
La luz parpadeó.
Era el generador, pensó él. No podía ser otra cosa.
La luz se apagó, se encendió y volvió a apagarse.
El generador de apoyo se ponía en marcha al percibir un corte de la corriente y se conectaba. Rápidamente, los ojos de Slater se dirigieron al congelador que estaba en el suelo y que contenía las primeras muestras tomadas en la tumba abierta. Y entonces se fijó en que Lantos miraba, a través de las barreras de plástico de la sala, las paredes de la tienda de campaña, que parecían ondear al viento…, pero ondear en color.
«¿Qué diablos…?».
Las puertas de la zona principal de laboratorio se abrieron de golpe y, tras la distorsión del revestimiento de plástico, Slater distinguió una pequeña figura que avanzaba deprisa hacia la sala de autopsias. Nika.
Sus voces se superpusieron.
—¡No entre aquí! —gritó Slater.
—¡No se preocupe! —chilló Nika.
La señal de aviso de alerta biológica, un triángulo naranja, debería haber bastado, pero Nika era de las que a lo mejor entraban corriendo por delante de ella, sin más.
—¿Qué ocurre? —preguntó Slater.
—¡Son las luces del norte!
—¡Me refiero a qué pasa con la electricidad!
—¡Las luces del norte! —repitió Nika, que esperaba impaciente justo a la puerta de la sala—. ¡La aurora boreal! Siempre joroba los campos eléctricos.
Las paredes de la tienda brillaban con un pálido tono dorado.
—Vaya usted —dijo Lantos—. Ya termino yo aquí dentro.
—Desde luego que no —contestó Slater.
Pero Lantos se mantuvo firme.
—De todos modos hemos hecho todo lo que podemos hacer en una sesión —insistió.
—Nos queda extraer el cerebro.
—Eso puede esperar —respondió—. Para serle sincera, Frank, su mano no está tan firme como debe. Estaba esperando el mejor momento para decírselo. Necesita descansar.
Slater se sorprendió de que se lo dijera, aunque estaba dispuesto a reconocer que tal vez tuviera razón. Estaba tentando a la suerte, y en cualquier momento podría haber cometido un terrible error. Había elegido bien al reclutarla para esta misión.
—Gracias —contestó—. De acuerdo.
Frank advirtió a Nika que lo esperara fuera de la tienda, se quitó el traje aislante y el resto del equipo de protección y lo depositó todo en el cubo de la basura. A continuación, después de un rápido cepillado de manos en el laboratorio, cogió el chaquetón que estaba colgado junto a la entrada y se reunió con ella al aire libre.
El cielo seguía plagado de extrañas formas y colores. Tras cogerlo de la mano como si fuera una chiquilla entusiasmada en el zoológico, Nika intentó tirar de él más allá de la entrada de la colonia, pero primero Slater tenía que desviarse hasta el cobertizo del generador, con la nieve y el hielo crujiendo bajo sus botas, para asegurarse de que la maquinaria siguiera funcionando. Rudy, el guardacostas, ya estaba dentro, sin quitar ojo a las dobles turbinas y al sinfín de indicadores.
—¿No se ha interrumpido la corriente? —preguntó Slater en tono apremiante.
—Salvo por un par de parpadeos —contestó Rudy—, que no han durado más de un segundo o dos cada vez, ha ido bien.
Slater dio un suspiro de alivio en el mismo momento en que el teléfono móvil que llevaba en los pantalones zumbaba de repente; para cuando lo sacó, se había quedado sin batería.
—La aurora emite una fortísima carga electromagnética —comentó Nika con voz compasiva—. Probablemente haya perdido la agenda y los correos electrónicos.
—Avíseme si alguno de los generadores deja de funcionar durante más de un minuto —dijo Slater.
Sin apartar los ojos de la maquinaria, Rudy le comunicó por señas que lo haría.
Una vez fuera de la caseta de nuevo, Slater se dejó llevar hasta los acantilados, donde el sargento Groves y Kozak ya ocupaban butacas de primera fila y miraban por encima de la negra extensión del estrecho de Bering. Una cortina de relucientes luces verdes y amarillas, moradas y rosas, se arremolinaba y hacía florituras en el aire, planeando quizá noventa o cien kilómetros por encima del agua y extendiéndose allá en lo alto del cielo.
—Las erupciones solares están haciéndonos todo un espectáculo esta noche —dijo Kozak, al tiempo que saludaba a Slater y Nika dirigiendo su pipa hacia ellos. El tabaco con aroma a cereza perfumaba el aire.
—¿Solares? —contestó Groves—. No hemos visto el sol más de tres horas en toda la semana.
—El viento solar tarda dos días en llegar hasta nosotros, y cuando el torrente de electrones y protones choca contra la parte superior de la atmósfera, ellos colisionan con los átomos que están allí y, ¡pumba! —Dio otra chupada a la pipa—. Este choque emite radiación en forma de luz. Distintos átomos emiten distintos colores. En Mongolia una vez los vi ponerse de un rojo escarlata. Pero eso es muy poco frecuente.
—Sí, vale, pero éstas ya están muy bien —dijo Groves, que seguía alzando la vista hacia el palpitante velo de cintas verdes y amarillas que realizaban complicados arabescos en el cielo—. No se ve nada parecido en Afganistán.
Slater también estaba impresionado —nunca había visto la aurora boreal—, aunque, por extraño que pareciera, las centelleantes luces verdes que bañaban el horizonte le hicieron pensar en aquella infernal imagen de la CNN, la noche que Estados Unidos había iniciado su tan cacareado ataque Conmoción y pavor sobre Bagdad. Entonces él era consciente de que buena parte de los estadounidenses estaban sentados ante sus televisores, llenos de ese extraño y culpable júbilo que acompaña a la guerra y a las demostraciones de poderío militar; cuando era joven e irreflexivo, él también se había sentido así. Pero le dolía el corazón al pensar en lo que sabía que estaba sucediendo allí, sobre el terreno. Lo habían enviado a demasiados lugares como aquél en el período de posguerra, lugares donde no quedaba nada en pie y cualquier cosa, desde el cólera hasta el tifus, se extendía por todas partes. Era consciente de los estragos que aquello estaba produciendo en la población ante sus propios ojos.
—Los americanos nativos —dijo Nika— consideraban las luces del norte una escalera hasta el cielo.
—Entiendo por qué —asintió de buena gana Groves.
—Siempre que veían las luces pensaban que estaban viendo los espíritus de sus antepasados, que bailaban y jugaban mientras subían al otro mundo.
—Quizá llevaran razón —respondió Groves.
—Desde luego es mejor que los funerales de Rusia —comentó Kozak en tono serio.
Atacó el tabaco en la pipa y pareció quedarse absorto en sus pensamientos.
Aunque todos se habían forrado para protegerse del viento glacial, Slater se fijó en que Nika estaba mal envuelta en el chaquetón, y en que sus largos cabellos salían en tropel como si fueran crines. Mientras estaba allí junto a él en el acantilado, mirando hacia las menguantes luces que flotaban encima del mar —ahora las cintas se juntaban arremolinándose en una resplandeciente corona verde lima—, parecía ser una parte tan natural de este espectáculo que a él no le sorprendió que hubiera regresado de San Francisco a Alaska, o que la hubieran hecho anciana de la tribu del pueblo inuit. Veía a sus antepasados en ella.
Debía de haber estado observándola de hito en hito, porque de pronto Nika se volvió a mirarlo directamente a la cara, con la cabeza inclinada a un lado.
—¿Su primera vez?
—¿La aurora? —contestó él—. Sí.
—Me alegro de que haya sido conmigo —repuso Nika con una irónica sonrisa.
Y en ese preciso momento, como si de pronto hubieran aspirado aquella ondeante exhibición por un agujero negro, las luces se apagaron, dejando sólo los minúsculos puntos de las estrellas y el frío viento marino que trataba de morderles la ropa.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Es lo que hacen —respondió ella.
Con todo, Frank y Nika no se movieron, igual que Kozak y Groves; todos se quedaron mirando el océano cargado de hielo como aficionados a los conciertos que esperaran un bis. Pero no hubo ninguno.
Y entonces Slater oyó un lejano aullido que salía de algún lugar del bosque.
—Parece que todo el mundo está decepcionado —bromeó Groves, mientras el aullido del lobo se convertía en un coro.
Nika se estremeció y de repente se envolvió más en el chaquetón, al tiempo que el lúgubre coro, perdido en los bosques que rodeaban la colonia, clamaba por las perdidas luces del cielo.