Russell no daba crédito a su suerte. Todo el camino hasta el cementerio había ido pensando lo chungo que sería tener que intentar abrir una tumba congelada. Sólo desprender el hielo de algunas de las válvulas de entrada en su trabajo de la compañía petrolera costaba la misma vida. Esperó hasta haber cruzado sin novedad la puerta del cementerio para que Harley no lo viera, y luego metió la mano en el bolsillo de la parka y sacó una de las cervezas que llevaba. Una cosa podía decirse de Alaska: todo el condenado estado era una nevera.
Fue por el sendero buscando una cómoda atalaya…, algo que no iba a ser fácil. Todo estaba cubierto de nieve y hielo, y el suelo era duro como una piedra. Les deseó a Harley y a Eddie mucha suerte, sobre todo después de que en la última excavación no hubieran encontrado más que un puñado de cuentas de cristal en una sarta. Para él, todo este viaje iba a ser una pifia, y se consideraría afortunado si volvía al Yardarm con diez pavos en el bolsillo.
Si quería ligarse a Angie Dobbs necesitaría más que eso como cebo. Joder, era graciosísimo que Harley pensara que el que se la hubiera tirado fuera algo del otro mundo. Pero ¿quién no se había tirado a Angie?
Al fuerte resplandor del siguiente poste de la luz descubrió un reluciente tocón justo a un lado del camino. Era un viejo tronco de árbol, cubierto de musgo y líquenes, y aunque no es que fuera precisamente un sillón relax, probablemente no encontraría nada mejor. Una vez quitada la nieve de la colchoneta de hojas podridas que había alrededor de la base, cogió una brazada de ellas y las juntó para hacerse algo lo más parecido posible a un cojín. Luego se dejó caer encima del montón antes de que el viento, cada vez más fuerte, se las llevara volando, tiró del cordón de la capucha para ceñírsela más a la cara y esperó.
La gente no paraba nunca de hablar de la pura e inmaculada belleza de Alaska —Russell había visto todos los folletos y anuncios de periódico y vídeos publicitarios que sacaba la oficina de turismo del estado—, pero a su entender aquello eran estupideces. Aquel sitio era frío, húmedo y oscuro, y las hojas podridas en las que estaba sentado apestaban. Se tomó otro trago de la cerveza. Sin alcohol, y sin los conejos de las titis, no habría motivo para seguir viviendo.
Y la maría. No debía olvidar la importancia de la hierba de primera, que nunca fue más abundante que cuando estaba entre rejas en Spring Creek.
No llevaba mucho tiempo sentado en el tocón —en la lata de cerveza aún quedaban algunas gotas— cuando le pareció oír algo.
Rápidamente, se quitó de un manotazo la capucha de la cabeza y escuchó con atención.
¿Era una voz o sólo el viento susurrando en las ramas?
Se puso de pie, se tragó la cerveza que le quedaba y tiró la lata a los matorrales.
Sí que lo era. Era una voz, hablando en un acento raro. Ruso. Durante un segundo pensó: «Es el fantasma de uno de esos colonos muertos. ¡Las leyendas de la isla son de verdad!». Después se dominó, y en un abrir y cerrar de ojos sus pies lo llevaron por el bosque hasta dejar atrás los postes del alumbrado y cruzar por entre los grabados postes de la puerta del cementerio. Harley y Eddie deambulaban por allí como si aún no hubieran escogido un objetivo, pero Russell sabía que no podía gritarles. En vez de eso echó a correr entre las tumbas, agitando los brazos como un loco; al verlo, los otros cogieron las herramientas y se fueron cada uno por su lado. Russell tropezó con un agujero que había en el suelo —mierda, ¿era la tumba que ya habían abierto?— y cuando volvió a levantarse, Harley y Eddie habían desaparecido.
Ahora oyó otra voz también, llevada por el viento, que se acercaba por el sendero, y salió a la desbandada de la tumba para meterse en el bosque de alrededor. Las ramas le tiraban de las mangas y el matorral era casi impenetrable, pero él siguió corriendo. Sentía la respiración caliente en la garganta, y se dio cuenta, no por primera vez, de que estaba en muy mala forma. Es lo que te hacen dos años en el trullo. De modo que le pareció un milagro cuando entró dando traspiés en un diminuto claro donde una viejísima cabaña se alzaba aún. Lo único que quedaba de ella eran unos cuantos tablones que sujetaban las paredes y una puerta hecha de estacas de madera, aunque en ese preciso instante a él le pareció mejor que el Yardarm.
Cruzó a trompicones la quebradiza puerta, cerró lo que quedaba de ella tras de sí, y luego se dobló; le faltaba el aliento. La cerveza apareció en un torrente de vómito, salpicándole las botas. El viento hacía sonar los palos de la puerta. Russell vio una mesa y un viejo cajón de dinamita vacío acercado a ella como un taburete. Apoyó una mano en el lado de la mesa. Encima había un viejo libro de cuero y el congelado cabo de una vela en un plato de peltre. La cabeza le daba unas punzadas tan fuertes que creyó que iba a darle un síncope allí mismo. «Contrólate», se dijo. «Todavía no has hecho nada malo. Fue Harley quien forzó la sepultura. Tú sólo te has apuntado por aprovechar el viaje».
Se sentó de un golpetazo en la caja de dinamita, que crujió pero siguió intacta.
Después se recordó que lo único que había hecho era entrar ilegalmente en una propiedad ajena… y quizá en una propiedad del Gobierno. ¿Cuál sería el castigo para eso, por cierto? No podía ser tan malo, y si no fuera porque aún estaba en libertad condicional, ni siquiera merecería la pena preocuparse por ello. Pero es que estaba en libertad condicional, y si tenía que volver alguna vez a aquella estrecha celda de Spring Creek, donde las paredes oprimían más fuerte cada día, se mataría.
Pero primero mataría a Harley Vane por meterlo en este lío.