CAPÍTULO 32

A ver si os calláis —dijo Harley, mientras se agachaba a la sombra de la torcida iglesia— y me dejáis pensar.

Por una vez Eddie y Russell hicieron lo que les decía, aunque Harley sabía que aquello no duraría mucho.

Al echarle un vistazo al recinto de la colonia lo asombró cómo se había transformado aquel lugar en un par de días. Había media docena de tiendas de campaña verdes, algunas con la forma picuda tradicional, otras más parecidas a cabañas metálicas, pero todas sólidamente construidas y conectadas entre sí mediante caminos trazados con esteras de goma, postes de luz y cuerdas guía. Incluso por encima del sonido del viento, cada vez más fuerte, oía el zumbido de los generadores que llegaba de un cobertizo de aluminio, montado cerca de una plataforma de aseos que habían levantado sobre un par de depósitos portátiles.

Pero lo que no veía era a nadie; en realidad, ahora mismo aquel sitio parecía tan abandonado como la primera vez que Harley había estado aquí. Los tipos de la Guardia Costera se habían ido, y también su helicóptero. Cuando lo oyó despegar hacía horas, había confiado en que su partida significara el final de la expedición a la isla; por lo menos, pensó, se podría volver sin miedo al robo de tumbas.

Pero no cabía la menor duda de que se había equivocado en ese aspecto. Aquí había gente, y parecía que pensaban quedarse un tiempo. «Maldita, maldita, maldita sea».

—Me estoy pelando de frío —murmuró Russell—. ¿Cuál es el plan?

Harley iba a tener que rehacer los planes, y rápido. Llevaban las palas y el pico, junto con unos pitones de acero que esta vez esperaba usar para sacar trozos de suelo. No vio a nadie patrullar el recinto, pero sabía que era demasiado peligroso tratar de atravesar la colonia. Si alguien salía de pronto de una de aquellas tiendas, no habría donde esconderse.

Mientras retrocedía despacio, dijo:

—Vamos directamente al cementerio.

Aún quedaban una o dos horas más de débil luz del sol, y no podía permitirse desperdiciarla.

Tras rodear la colonia manteniéndose al otro lado de la empalizada, los llevó a través de los matorrales de píceas, alisos y falsos abetos, abriéndose camino a manotazos por entre las ramas repletas de nieve, hasta que, para su sorpresa, vio que habían abierto un pulcro sendero paralelo, trazado desde la entrada de la colonia hasta los mismos postes de madera del cementerio. También se habían colocado luces por todo el camino, y estaban encendidas incluso ahora. Aunque no entendía cómo el Gobierno se había enterado de lo de la cruz de esmeraldas que había encontrado, pensó que estaba muy claro, por toda esta construcción, que de algún modo lo habían sabido. Su hermano Charlie no era tonto, de modo que era poco probable que hubiera levantado la liebre él, pero Harley tenía mucha menos fe en aquella codiciosa bruja con quien Charlie se había casado, que en la imbécil de su hermana. Bathsheba le contaba cualquier cosa a cualquiera.

Y ahora mira con lo que tenía que enfrentarse.

—Echa un ojo aquí —dijo Eddie.

Mientras hablaba mantenía abierta la puerta de una caseta de vestuario construida a la izquierda de la entrada.

Harley miró dentro y vio un perchero con blancos monos, cubrezapatos y capuchas con visor, todo muy bien colocado. Antes de que pudiera detenerlo, Russell ya se había colado dentro y se había puesto una capucha.

—Llévame a ver a tu jefe —dijo, con los brazos extendidos.

Harley tuvo que arrebatarle la capucha y volver a ponerla de cualquier modo en la repisa.

—Sal de aquí —le ordenó—, antes de que te lleve dándote patadas en el culo de vuelta a Port Orlov.

—Sí —contestó Russell en tono desdeñoso—. ¿Tú y qué ejército?

El cementerio, por suerte, estaba tan desierto como la colonia, y la nieve recién caída había ocultado bien sus huellas de la tumba que habían abierto antes. Pero ahora había tensas cuerdas de nailon tendidas por todos lados, con pequeños banderines clavados en el suelo aquí y allá, que dividían el cementerio entero en una especie de cuadrícula. Y en el otro extremo, donde el acantilado se hundía, había tiras enteras de tierra entrecruzadas sobre una lona recauchutada, junto con una lápida caída. Cuando Harley se acercó, vio el agujero de una tumba abierta.

—Parece que han hecho el trabajo mejor que nosotros —dijo Eddie—. Mierda, me pregunto qué han usado.

Pero más que el cómo lo hubieran hecho, a Harley le interesaba el porqué. No se habían limitado a abrir la tumba para buscar joyas: se habían llevado el maldito cuerpo también. De pie junto a la sepultura vacía, se preguntó para qué querrían un cadáver. ¿Pensaban que tenía algo dentro, algo que sólo podían sacar en otro sitio? ¿Quizá después de descongelarlo? Lo único que quedaba aquí eran los restos del ataúd de madera, casi todo agrietado y hecho astillas.

—Eh, echa un ojo —dijo Russell, al tiempo que estiraba el cuello por encima del borde del acantilado y señalaba la playa de abajo—. Es un bote.

Harley se acercó al acantilado con cautela y vio lo que estaba señalando: una lancha semirrígida encima de unos pescantes. Era la primera buena noticia que tenía desde hacía días; el Kodiak seguía atrapado en los escollos y haciendo agua, y no había sabido cómo comunicarle a su equipo que aquel trasto probablemente nunca volviera a tierra. Ahora tenían una alternativa, por cortesía de la Guardia Costera de los Estados Unidos.

El único problema era que, si se marchaba ahora, regresaba casi con las manos vacías. Aquel rosario no debía de valer mucho.

—Bueno —dijo Eddie, echando un vistazo al desolado cementerio—, ¿por dónde empezamos?

«Ojalá lo supiera», pensó Harley. Había elegido mal la última vez al suponer que la lápida más impresionante estaría sobre el botín más grande. Era como aquel estúpido programa concurso, Allá tú. ¿Quién sabía dónde se ocultaba la pasta de verdad?

—Russell, vas a tener que hacer guardia —contestó—. Ve por ese camino unos veinte metros, mantente escondido y espera allí. Si ves u oyes que viene alguien, vuelve aquí y avísanos.

—Un momento —protestó Eddie—. Yo cavé la última vez. ¿Por qué no soy yo el vigilante?

—Haced lo que os digo —respondió Harley—. Los dos.

Estaba claro que a Russell no le hacía falta oír ni una palabra más; la idea de no trabajar era agradable, y tras lanzarle la pala a Eddie volvió sin prisas hacia el iluminado sendero. Eddie cogió la pala en la mano que no sostenía el pico y miró a Harley con una expresión avinagrada que decía: «Más vale que aciertes esta vez».