Aparte de una lasca de un pequeño vidrio, todas las ventanas de la gran casa de ladrillo se habían encalado. De ese modo ninguno de los prisioneros Romanov veía lo de fuera ni era visto a su vez por nadie que pasara.
No es que los campesinos o los tenderos del diminuto y apartado rincón siberiano de Ekaterinburgo se hubieran atrevido siquiera a mirar hacia la casa. A la mínima sospecha de que se era simpatizante zarista, tu vida no valía un rublo.
Los bolcheviques habían desalojado al legítimo dueño, un comerciante llamado Ipatiev, y habían instalado a Anastasia y a su familia, junto con unos cuantos de los sirvientes y amigos que les quedaban, en cinco habitaciones del piso superior. La planta baja se reservaba para los comisarios, la mayoría de los cuales habían sido airados y descontentos trabajadores de las fábricas locales Zlokazovski y Syseretski antes de la Revolución. Una cerca de algo menos de dos metros se había levantado en torno al perímetro de la casa y al patio interior, y por ella los guardias patrullaban continuamente.
Pero Anastasia sabía cuándo le tocaba a Sergei hacer la ronda, y siempre se situaba delante de esa pequeña franja de ventana —que se había dejado sin pintar para que los Romanov consultaran un termómetro colgado en la pared de fuera— cuando él estaba de servicio. Incluso entonces le daba miedo saludarlo con la mano, y a él le daba miedo hacer algo más que lanzar una furtiva mirada hacia donde ella estaba. Si los pillaban, encalarían inmediatamente el resto de la ventana y a Sergei lo matarían de un tiro como posible cómplice de la familia imperial.
—Bueno, ¿está ahí? —le susurró su hermana Tatiana mientras inclinaba la cabeza sobre su costura.
Estaba descosiendo el bajo de un vestido y escondiendo allí un puñado de los brillantes que hasta ahora los Romanov habían logrado guardar en su larga odisea. Se cosían dentro de cada prenda, debajo de cada botón, en el ala de cada gorra y en las costuras de cada corsé.
—Todavía no —respondió Anastasia—, pero a veces se retrasa si el otro guardia quiere pararse a fumar un cigarrillo con él.
Con una sonrisa triste, Tatiana meneó la cabeza y dijo:
—Tú sabes que tenías que casarte con un príncipe alemán para cimentar la alianza, ¿verdad? No enamorarte de un guardia revolucionario.
—Y tú también —contestó Anastasia.
—No, a mí me destinaban al búlgaro.
—Creía que María debía casarse con el búlgaro.
—María iba a casarse con un duque austríaco. No recuerdo cuál.
Qué lejos estaban de todo aquello, pensó Anastasia. Bodas reales, alianzas internacionales, príncipes y palacios, lánguidas vacaciones en Livadia, el retiro de veraneo en la playa de Crimea. Ahora se encontraban aquí, la familia entera, encerrados en unas cuantas habitaciones calurosas y mal ventiladas, sin pestillos en las puertas y con guardias a quienes nada les gustaba más que irrumpir en cualquier momento para pillarlos desprevenidos. Como medida de precaución, Olga vigilaba en la habitación contigua; al menos las botas de los soldados hacían mucho ruido cuando éstos llegaban dando pisotones por el pasillo de madera.
—Ahí está —murmuró Anastasia cuando el larguirucho Sergei apareció paseando fuera.
Llevaba el rifle al hombro, como tenía que hacer un centinela, pero no parecía más cómodo con él que antes. En algún momento que habían estado juntos Anastasia se había enterado de que era el hijo menor de un granjero, cuyos campos de trigo lindaban con los de la familia de Rasputin; todos vivían en el pueblo de Pokrovskoe desde tiempo inmemorial y aunque a Sergei lo habían reclutado a la fuerza en la Guardia Roja, aún estaba del lado del hombre santo cuyos poderes de curación lo habían salvado una vez de una enfermedad mortal.
Y si el padre Grigori era un auténtico y leal amigo de los Romanov, también lo era Sergei. No se fiaba de sus compañeros de armas, ni siquiera le gustaban mucho; Ana lo había comprendido desde el principio. Pero había tardado en confiar en él, e incluso tuvo que desoír las advertencias de su familia. Desde entonces, sin embargo, Sergei había demostrado ser una persona digna de confianza y un indispensable conducto para tener noticias del exterior.
Sergei se detuvo ahora, sabiendo que lo veían perfectamente desde la ventana sin pintar, y manteniendo la vista al frente sostuvo el cigarrillo entre dos dedos levantados en una V.
—¡Tiene un mensaje para nosotros! —exclamó Anastasia al ver la señal.
—¿Estás segura? —dijo Tatiana al tiempo que detenía sus puntadas, tan de repente que un brillante suelto se le cayó rodando del regazo.
—¡Sí, sí!
Desde hacía semanas había rumores de un plan de rescate: trescientos oficiales, fieles al imperio, iban a caballo a la ciudad para liberar al zar y a su familia. Por lo poco que los Romanov sabían, la guerra civil había estallado por toda la Madre Rusia, y muchas de las largas noches siberianas, cuando el atardecer se dilataba hasta casi medianoche, oían el lejano retumbar de la artillería y se preguntaban de quién serían aquellos cañones. ¿Sería el Ejército Blanco que avanzaba sobre los baluartes de la Guardia Roja, decidido a derribar la revolución y a salvar a los cautivos de la casa Ipatiev? La noche anterior los cañones habían sonado más cerca que nunca, y mientras Anastasia daba vueltas en el catre metálico, apenas había podido contener sus esperanzas.
Y ahora Sergei tenía otro mensaje del mundo exterior, que, si seguían teniendo suerte, metería clandestinamente con los víveres diarios.
Olga tosió fuerte en la habitación de al lado, dándose palmaditas en el pecho con mucho teatro, y al instante Anastasia se apartó de la ventana y Tatiana ocultó la labor bajo su amplia falda para apresurarse a echar mano al volumen de Pushkin que estaba a su lado.
El nuevo comandante, Yakov Yurovski, un ser siniestro que tenía una tupida melena de pelo negro, una perilla negra y un aire ásperamente hipócrita, irrumpió disculpándose por la intromisión, al tiempo que sus fríos ojos grises escudriñaban el cuarto buscando contrabando o alguna clase de engaño.
—Supongo que oísteis la descarga de anoche.
—Sí —contestó el zar, ahora sencillamente denominado Nicolás, mientras entraba desde el despacho contiguo.
Vestía su habitual guerrera militar, con las charreteras arrancadas por los guardias rojos, y un par de raídos pantalones de montar.
—Espero que no os afectara al sueño.
Anastasia sabía, como todos, que su interés era una broma, pero era una broma que todos tenían que seguirle. Vio una tenue chispa airada llamear en los ojos de su padre, pero, como de costumbre, éste la reprimió y se limitó a asegurarle al comandante que todos habían dormido profundamente.
—Tal vez haya que tomar más precauciones para garantizar vuestra seguridad —dijo Yurovski; en ese momento vio que la zarina, llamada ahora sencillamente Alejandra, entraba muy despacio en la habitación, con una mano puesta en los doloridos riñones, y se dirigió a ella—. Una compresa caliente con salvia en polvo es muy buena para aliviar el dolor de ciática.
Lo dijo con la misma afable autoridad que siempre se arrogaba. Anastasia tenía la impresión de que Yurovski deseaba que lo tomaran por médico, aunque el doctor Botkin le había asegurado en privado que aquel hombre era un auténtico farsante.
—Gracias —respondió Alejandra en el mismo tono plano que empleaba su marido—. Si tuviera usted la bondad de facilitarme salvia, la probaré.
Anastasia sabía que Yurovski no le mandaría la salvia, y que, aunque la enviara, su madre no la utilizaría. Todo aquello era una gran farsa que su familia entera, y sus implacables captores, seguían manteniendo. Los bolcheviques fingían proteger a la familia imperial para evitarles daños, los Romanov fingían creerlo, y todo el mundo andaba sobre ascuas, temiendo provocar que la situación desembocara en un estallido impredecible.
—¿Cómo está el niño? —preguntó Yurovski—. ¿Caminando ya?
Alexei, muerto de aburrimiento por aquella reclusión, había hecho una travesura tonta, bajar una escalera con su trineo, y desde entonces las heridas lo obligaban a guardar cama. El doctor Botkin, con medios escasos a su disposición, hacía todo lo que podía, pero el dolor era atroz y el antiguo heredero al trono ruso estaba en el lecho sin poder moverse, con las piernas levantadas y casi todo el tiempo delirando de fiebre.
—No, aún no —respondió Nicolás—. Si pudiera recibir otra vez los tratamientos de estimulación eléctrica que le proporcionaba el médico en el pueblo, tal vez sirviera de algo.
Yurovski asintió con gesto pensativo y dijo:
—Lo estudiaré.
Ana sabía lo que significaba aquello. Nada.
—¿Recibiremos víveres hoy? —preguntó Alejandra.
Yurovski contestó:
—En cuanto terminen los soldados y mis oficiales de escolta, veré lo que queda.
Oh, cómo debía de haber saboreado aquella oportunidad de poner a la zarina en su sitio así. A Ana incluso le pareció ver que, durante un segundo, su padre cerraba la mano derecha hasta convertirla en un puño, para luego deslizarla rápidamente detrás de la espalda. Ojalá su padre la emprendiera a golpes sólo por una vez, y al diablo con las consecuencias.
Después de que Yurovski llevara a cabo una breve inspección del terreno —levantando la manta de Alexei para asegurarse de que su pierna seguía morada e hinchada, observando con atención los muchos iconos de su madre sólo para poder mancillarlos con su roce, toqueteando de forma licenciosa los camisones de dormir de sus hermanas, pulcramente doblados al pie de los catres— salió sin prisas, y todo el mundo por fin soltó un pasajero suspiro de alivio.
Fue entonces cuando Ana contó la noticia de que Sergei tenía otro mensaje para ellos. Varias veces en las últimas semanas les había llevado avisos de un anónimo oficial blanco que planeaba una arriesgada misión de rescate, y acaso éste fuese el que anunciara que el intento era inminente.
Una o dos horas más tarde, cuando oyó al cocinero Jaritonov fuera en el patio, Anastasia miró por la ventana y vio que, en efecto, Sergei llevaba huevos morenos y pan negro, pastelillos de requesón y una botella de leche fresca en una cesta de mimbre. La comida se la proporcionaban las monjas del cercano monasterio de Novo-Tijvin, y sin ella Ana no sabía cómo su familia habría sobrevivido. Yurovski dejaba pasar las cestas porque primero se servía generosamente de todas; los pastelillos casi nunca llegaban más allá de él.
Con el silencioso aliento de su familia, Ana bajó corriendo a la cocina, con su perro, Jemmy, resollando detrás. Ojalá se moviera con tanta elegancia como sus hermanas, o no fuera tan regordeta (su madre siempre insistía en que simplemente era corta de talle). Pero a Sergei no parecía importarle, y aunque Ana sabía tan bien como los demás que esto no era sino un capricho tonto, había tan poca felicidad en la vida de su familia ahora mismo —y disponían de tan poca ayuda en ninguna parte— que nadie veía motivo para entrometerse. Los Romanov habían aprendido que el destino era tan amargo como impredecible. Un día que vieron un arrendajo azul arreglándose las plumas con el pico en la rama de un árbol, su padre le dijo: «Agradece hasta la mínima cosa bella, por pequeña que sea, que el Señor nos brinda».
Cuando entró, el cocinero estaba disponiendo los víveres sobre la mesa de la cocina entre exclamaciones de alegría.
—¡Mirad! —le dijo a Ana—. ¡Harina! Harina blanca. Y pasas.
Anastasia comprendió que ya estaba planeando el mejor modo de emplearlas, pues Jaritonov era un experto en el arte de crear algo de la nada.
Entonces, tímidamente, Sergei se acercó más a Anastasia, y con una voz que incluso a ella le costó trabajo oír, dijo:
—Preparaos.
—¿Para qué? —contestó Ana en un susurro.
El cocinero estaba haciendo alarde de sus víveres ante la doncella de su madre, Anna Demidova, que había entrado para ver a qué se debía todo aquel alboroto. Anastasia la vio meterse a escondidas una pasa en la boca mientras que Jemmy buscaba por el suelo cualquier cosa que pudiera haberse caído.
—No sé, pero toda la mañana no hacen más que llegar y salir telegramas del despacho de Yurovski.
—¿Van a rescatarnos?
—Y han alquilado un camión en la ciudad.
Ana no tenía ni idea de qué pensar de aquello, pero le pidió a Dios que tuviera algo que ver con la liberación de su familia. Quizá el comandante pensara robar todo lo que pudiera de la casa Ipatiev —aún había algunos buenos muebles en el piso de abajo— y largarse antes de que llegaran las tropas fieles al zar.
—Gracias —dijo Ana— por ser nuestro amigo.
Mientras hablaba dejó que la manga de su blusa le rozara el brazo. Tal como esperaba, Sergei se puso muy colorado y Ana disfrutó con ello. Ella y sus hermanas habían llevado una vida muy resguardada y protegida en muchos sentidos. Oh, al principio de esta guerra, y antes de la Revolución desde luego, les habían permitido atender a los soldados heridos en los hospitales militares —en realidad su madre había impuesto como una obligación aquella tarea—, pero de amores Ana no había conocido casi nada. Había cultivado breves enamoramientos: el profesor de música o el profesor particular de francés o el maestro de equitación, aunque, por falta de más opciones, también lo habían hecho sus tres hermanas. Sergei no era sino un muchacho corriente, pero al menos era sólo suyo.
—Para mí —respondió él— es un honor serviros.
Pero su voz contenía una intención que trascendía el mero significado de las palabras.
Antes de que Anastasia pudiera contestar, otro guardia, un fornido sujeto de dientes rotos, entró tambaleándose, y la doncella Demidova se apresuró a marcharse. Tras echarle un vistazo a la comida, el guardia partió de cualquier manera el pan negro en dos y se metió una mitad en la boca, casi de golpe. Cuando las migas cayeron y Jemmy fue a por ellas, lo apartó de una patada con la puntera de su embarrada bota.
—¡Cómo te atreves! —dijo Ana, agarrando en brazos a su perro.
—Haría lo mismo contigo —respondió él, mientras trozos de pan le saltaban de los labios. Luego le lanzó una mirada a Sergei—. ¿No deberías estar fuera de patrulla, camarada?
Sergei vaciló, igual que Ana había visto hacer a su padre con el comandante, antes de decidir que la discreción era la base del valor. Luego dio media vuelta, cogió la cesta vacía y salió por la puerta de la cocina al patio.
Anastasia le echó una mirada de odio al asqueroso guardia, que masticaba el pan con la boca abierta, pero cuando el cocinero Jaritonov la miró con gesto de advertencia, volvió a la escalera estrechando más a Jemmy entre sus brazos.
—A ver si echamos un baile algún día —dijo el guardia.
Sin duda se mofaba del modo de andar de Anastasia al subir los peldaños de madera.