Cuando Slater llegó al pie de la escalera de piedra que llevaba hasta la playa, apenas podía creerlo.
Ya había sido bastante difícil bajar por aquellos peldaños a la luz del día, pero pensar que Old Man Richter hubiera conseguido subirlos después de naufragar resultaba casi incomprensible.
—Ese fulano que encontramos en la iglesia debía de ser un tipo bien duro —dijo Rudy, el alférez de la Guardia Costera.
—El más duro del mundo.
En algunos lugares los escalones no tenían más de unos cuantos centímetros de ancho, y bajaban en zigzag por la cara del acantilado desde el recinto de la colonia situada en lo alto. Allá arriba Slater oía los sonidos del equipo de trabajo del sargento Groves preparándose para las exhumaciones: sierras circulares que abrían un camino despejado hasta el cementerio, martillos neumáticos que removían la tierra, martillos que golpeaban con estrépito postes metálicos a medida que se levantaban los postes del alumbrado y se montaba el módulo de laboratorio. Incluso ahora, a mediodía, el sol luchaba por hacerse notar a través de las nubes bajas, y a un centenar de metros de la costa la pulsera de bruma que se pegaba a la isla de Saint Peter ocultaba el estrecho de Bering.
—Por si acaso —dijo Rudy mientras recorría unos cuantos metros por la pedregosa playa—, esta semirrígida va a quedarse aquí mismo.
Un bote color amarillo vivo, lo que se llamaba una lancha neumática de casco rígido, se encontraba justo por encima de la línea de pleamar, atado a una roca redondeada y levantado sobre unos improvisados pescantes hechos con madera de deriva. Una negra lona impermeable se extendía, bien tensa, tapando el interior.
—Lo más probable —añadió Rudy— es que no haga falta, pero si no podemos disponer de transporte aéreo o si, por algún motivo, temporalmente no resulta práctico, esto proporcionará un medio de salir de la isla y volver a Port Orlov.
—Supongo que estará usted aquí para llevarla —dijo Slater.
—Sí, me quedaré cuando el Sikorsky se vaya, pero el bote prácticamente navega solo. Port Orlov no está más que a unas tres millas hacia el este.
El helicóptero se marchaba aquella noche, menos de dos horas después, llevándose al resto del personal de la Guardia Costera, junto con una bolsa para el transporte de cadáveres que contenía los restos de Richter. Nika se había puesto en contacto con Geordie para que se hiciera cargo del cadáver y lo mantuviera en secreto en el garaje del centro cívico hasta que ella volviese y pudiera organizar un entierro adecuado.
Slater estaba deseando limitar la dotación que había en la isla. Cuando se trataba de un incidente epidemiológico como aquél, cuantas menos personas estuvieran presentes, menor era el riesgo de que algo, desde una información errónea a un contagio, se escapara y se extendiera. Ya habían hecho demasiadas preguntas los guardacostas, y aunque se les había advertido que todo lo que hubieran visto y hecho en la isla se consideraba alto secreto, Slater sabía por experiencia que ningún secreto que compartieran más de tres personas seguía siendo secreto mucho tiempo. Dio una palmada en el costado del bote, como si acariciara a un corcel de confianza, al tiempo que esperaba no tener que sacarlo a mar abierto. Si todo salía según los planes, el trabajo de exhumación y autopsia se realizaría en setenta y dos horas más o menos, y el helicóptero volvería para recoger al grupo de Slater y las muestras antes de que el tiempo se pusiera peor de lo que ya estaba.
Incluso para estar en Alaska hacía un frío que pelaba en el aire, por cortesía de un área de bajas presiones siberiana que había ido moviéndose de forma lenta pero inexorable hacia la isla de Saint Peter. La nevada hasta ahora había sido ligera, sólo unos cinco centímetros, pero incluso esa precipitación implicaba que habría que emplear tiempo y esfuerzo en despejarla. Lo más importante para Slater ahora mismo era entrar en aquel cementerio y comenzar la excavación. Había pasado varias horas repasando todos los datos topográficos con el profesor Kozak, y había elegido la tumba más próxima al borde del acantilado para comenzar el trabajo. No sólo era la que corría más peligro de caer víctima de la misma erosión que había liberado al primer ataúd, sino que también era la que tal vez hubiera estado expuesta a las mayores variaciones de temperatura en suelo y aire, y a las derivadas de los agujeros o el levantamiento por congelación de la tierra que aquéllas producían.
Tan pronto como regresó al recinto de la colonia, Slater hizo el equivalente a las visitas hospitalarias e inspeccionó los diversos laboratorios e instalaciones que se habían montado en un tiempo récord. Las verdes tiendas de campaña de neopreno, comunicadas mediante una estera de caucho endurecido que creaba caminos entre ellas, brillaban desde dentro como bombillas. Al lado de todos los senderos se habían dispuesto cuerdas; de ese modo, en caso de que alguien se viera sorprendido por una súbita tormenta de nieve, podría agarrarse y avanzar a tientas hasta un lugar seguro. Además de la tienda comedor, ahora había varios vivaques —uno reservado para la doctora Lantos y para Nika, que había renunciado definitivamente a su idea de dormir en la vieja iglesia—, y allá junto a la puerta de la colonia, una combinación de laboratorio y tienda de autopsias. Una rampa metálica con barandillas a ambos lados se había montado a la entrada, donde un gran triángulo naranja anunciaba que aquélla era una instalación de contención de riesgos biológicos de nivel 3, donde sólo podía entrar personal autorizado. La tienda estaba envuelta en gruesas cubiertas de plástico doble, unidas con tiras adhesivas de velcro; en este clima las cremalleras tenían tendencia a helarse y atascarse.
Tras abrir las cortinas, Slater entró en la zona de laboratorio. La doctora Lantos estaba debajo de una mesa, desenredando una maraña de cables que parecía un montón de serpientes. Por un instante a Slater le recordó el arrozal de Afganistán… y la víbora que había arremetido contra la niña. Por los conductos de ventilación entraba aire caliente, pero la temperatura ambiente seguía sin superar los trece o catorce grados centígrados.
Cuando salía gateando hacia atrás, la doctora Lantos alzó la vista y lo vio. Se empujó las gafas de nuevo por el caballete de la nariz y, echando un vistazo a su reloj de pulsera, dijo:
—No me diga que ya está listo para marcharse.
—No hasta que me diga usted que el laboratorio está terminado.
Ella se sentó sobre los talones.
—Tal vez no parezca gran cosa —contestó—, pero sí creo que está en pleno funcionamiento. ¿Quiere que le haga la visita del medio minuto?
—Desde luego.
Lo cierto era que con aquel aire relativamente caliente allí se estaba muy bien, y a Frank no le importó entretenerse un poco. El nuevo régimen de antivirales trastocaba su medicación habitual para la malaria, y más de una vez aquella mañana había sentido un repentino escalofrío por la espina dorsal. Si otra persona bajo su mando lo hubiera informado de problemas parecidos, Slater se habría apresurado a apartarla del servicio activo y le habría ordenado descanso y, tal vez, hasta una valoración médica. Pero si él desaparecía de la escena, si le confesaba a otra persona del grupo lo que estaba pasando, toda la misión se pararía, chirriando, en seco. Y sobre todo, si, no lo quisiera Dios, a la doctora Levinson del AFIP le llegaban rumores del retraso, a Slater lo sustituirían, volverían a llevarlo a Washington y lo relegarían a un trabajo de oficina para siempre jamás.
Y ése era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.
—Éste es el salón —bromeó la doctora Lantos extendiendo el brazo.
El largo y estrecho espacio estaba iluminado por una hilera de aparatos de luz acoplados a una sola barra de aluminio que iba de un extremo al otro del habitáculo. Se habían dispuesto bancos de trabajo a ambos lados, cubiertos de microscopios electrónicos, gradillas de probetas y tubos de ensayo, pequeños frascos, matraces, vasos de precipitados, guantes de goma y dosificadores automáticos de gel antiséptico. Debajo de ellos había armarios y contenedores con cajones perfectamente etiquetados y señalados con un código de colores.
—¿Tiene usted toda la electricidad que necesita? —preguntó Slater.
Lantos asintió con un enérgico movimiento de cabeza, algo que sólo sirvió para que Slater se fijara en el lápiz y el bolígrafo que la doctora se había hincado en la ensortijada pelambrera entrecana. Slater tuvo la fugaz impresión de que si miraba bien allí dentro, encontraría cualquier cosa, desde listas de la compra a matrices de entradas. Aquélla era una de las cosas que siempre se habían ganado sus simpatías.
En la parte posterior de la tienda se había montado una segunda sala —una sala dentro de otra, por así decir— detrás de sus propias cortinas de plástico transparente; al abrirlas, Slater se encontró con una ráfaga de aire mucho más frío. Un congelador, más o menos de la mitad del tamaño de un frigorífico normal, estaba agazapado en la estera de goma con triple aislamiento que constituía el suelo. En medio había una larga mesa de autopsias de acero inoxidable y, junto a ella, un carrito con ruedas que contenía un conjunto de recipientes y receptáculos para los órganos y las muestras de tejidos que sacasen de los cadáveres que exhumaran. Antes de terminar Slater esperaba tomar muestras de al menos tres o cuatro cuerpos, procedentes de todos los sectores del cementerio. Tras revisar los respiraderos, a los que daba servicio una unidad independiente de filtración de aire situada en el exterior, Slater quedó convencido de que aquel lugar estaba, en efecto, preparado.
—Coja el sombrero —le dijo—. Empieza la función.
Acompañado por la doctora Lantos, Slater recogió al profesor Kozak, que estaba enfrascado en sus estudios geológicos, y les dijo que lo esperaran junto a la entrada. Después, con cierta reticencia, fue a buscar a Nika. Ojalá no tuviera que hacerlo, pues no quería que se acercara al emplazamiento de la excavación ni que estuviera expuesta a ninguno de los innumerables peligros que aquél podría representar; pero también sabía que se pondría furiosa si intentaba excluirla.
Por no hablar de que, como representante debidamente nombrada de la tribu y alcaldesa del pueblo más cercano, podría impedirle el paso si de verdad lo quisiera.
Cuando asomó la cabeza por la puerta de su tienda, la encontró tecleando con frenesí en el ordenador portátil. Slater sabía que recopilaba notas de campo para un informe antropológico que esperaba escribir, y aún no había tenido valor para decirle que, probablemente, nada de lo que fuera a suceder en la isla de Saint Peter vería la luz, y mucho menos en una revista académica. El único informe oficial que se escribiría sería el suyo, y si la experiencia servía de referencia, su evaluación se vería reducida a un cuadro muy pequeño de científicos y directores del AFIP.
—¿Ya han terminado de cavar? —preguntó ella con aire expectante.
—Deberían haber terminado para cuando lleguemos allí y nos pongamos el traje.
Tras darse la vuelta rápidamente en el taburete plegable, Nika echó mano a un raído y descolorido jubón de cuero que estaba sobre su cama y se lo puso. Tenía largos flecos que le caían por debajo de la cintura y unas puntadas rojas y negras, que representaban osos, águilas y nutrias, por todas partes.
—Cuando dije ponerse el traje, me refería a un traje de protección frente a riesgos biológicos.
—Claro —respondió ella, al tiempo que se recogía el largo pelo negro en una lustrosa coleta y la sacaba por el cuello del jubón—. Pero como representante de la tribu tengo que llevar la prenda sagrada. —Encima de todo lo demás se puso una parka—. Y necesitaré un momento para decir unas palabras en cualquier tumba que se abra.
—Pero serán tumbas rusas, no inuit —repuso Slater.
Nika se limitó a encogerse de hombros mientras pasaba junto a él y salía al sendero de esteras de goma. Sus botas chapotearon en la helada nieve medio derretida.
—Es nuestra tierra, y son nuestras normas —contestó sonriendo—. La ventaja de jugar en casa.
Slater no estaba seguro de qué ventaja otorgaba aquello, pero sí sabía que a partir de ese momento las reglas las marcaría él. Ante la entrada de la colonia ambos se reunieron con Lantos y el profesor, y los cuatro, envueltos en chaquetones, gorros y guantes para protegerse del frío viento del océano, bajaron en tropel por el camino hacia los árboles. El sargento Groves y su equipo habían despejado un sendero a través del bosque, aunque la maleza ya había empezado a entrometerse otra vez; ramas llenas de nieve se inclinaban desde lo alto y puntiagudas ramitas tiraban de las hinchadas mangas de la parka, con relleno de plumón, de Slater. Aquello tenía poco que ver con sus destinos habituales, donde los peores obstáculos eran las insolaciones y las picaduras de escorpión.
Aunque, estrictamente hablando, era poco más de mediodía, el sol brillaba tan débil que los postes de luz, colocados cada pocos metros por el camino, estaban todos encendidos, proporcionando un espectral resplandor. Cuando Slater se acercó a los postes del cementerio, garabateados con la anónima súplica Perdonadme, miró hacia el promontorio; allí vio a Groves y a un guardacostas, envueltos en sus trajes aislantes, desplazar un martillo neumático para remover todo el suelo congelado que aún quedara en los parámetros delimitados previamente por Kozak. Las tiras de húmeda tierra que ya se habían quitado estaban dispuestas con esmero, según las instrucciones de Slater, a un lado sobre una lona impermeable. Cuando la exhumación se terminara, la tumba debería dejarse en un estado lo más parecido posible a como estaba antes… y la manta de lona se incineraría.
Mientras tanto la tienda vestuario se había levantado justo a la izquierda de la entrada, y mientras Groves soltaba otra ruidosa andanada del martillo neumático, Slater condujo a su equipo al interior de la sala. El suelo de aluminio retumbaba con el peso de las botas. Se había dispuesto un perchero, y de los ganchos colgaba un surtido de monos térmicos y monos blancos aislantes hechos de Tyvek; sobre una repisa, justo encima, había capuchas con visor, y debajo se veía una hilera de blancos cubrebotas.
Aunque Slater sabía que Lantos y Kozak estaban familiarizados con la rutina, aconsejó a todo el mundo que se quitaran los chaquetones, se pusieran un mono térmico sobre lo demás y que luego se metieran en uno de los monos protectores blancos y se subieran la cremallera.
Como esperaba, Kozak ya estaba resoplando para ponérselo todo, y Lantos ayudaba a Nika a ataviarse de manera adecuada; el jubón de cuero no facilitaba las cosas, en particular cuando Slater le hizo notar que tenía que ir por dentro, en lugar de por fuera, de la ropa aislante.
—Si no, habrá que tirarlo después —le dijo.
—Ni pensarlo —contestó Nika, al tiempo que luchaba por subirse la cremallera hasta arriba por encima del jubón—. Lleva en mi tribu por lo menos doscientos años.
Una vez estuvo vestida ella, Lantos se puso deprisa su traje, y Slater, embutido de manera parecida en su mono, se aseguró de que las bandas elásticas de las muñecas y los tobillos de Nika estuvieran bien ajustadas. Después la ayudó con los blancos cubrezapatos. Mientras se tiraba de la manga, Nika dijo:
—Me parece que prefiero los tejidos naturales. ¿De qué está hecho, por cierto?
—De polietileno de alta densidad —contestó Slater—, y es prácticamente indestructible. Pero la protegerá a usted de cualquier patógeno de transmisión sanguínea o de partículas secas tan pequeñas que midan media micra.
—Pero ¿no vamos a asarnos aquí dentro?
—No tanto como cree usted —intervino Lantos—. Aunque impiden que pase el agua y otras moléculas líquidas, permiten que salgan el calor y los vapores del sudor. Lo cual no quiere decir —añadió al tiempo que le pasaba la capucha, que Nika observó detenidamente con gesto escéptico— que vaya a estar cómoda ahí fuera.
—Bueno, cascos también, ya —dijo Slater.
Todos inspiraron una última vez aire sin impedimentos antes de ponerse las capuchas con visor, cuya parte inferior les llegaba hasta los hombros. Con los cuatro en la tienda al mismo tiempo, y forrados como salchichas, se hacía difícil moverse sin chocar. Lantos se metió un botiquín quirúrgico bajo un brazo, y, con Slater sujetando las puertas de la tienda, salieron con cierta risa nerviosa; parecían un grupo de apicultores que fueran a trabajar en el colmenar.
Pero el humor cambió en cuanto llegaron fuera y la primera ráfaga de viento onduló los monos. Mientras cruzaban pesadamente el cementerio en fila india, Kozak en cabeza avanzando con cuidado por el sendero que ya había señalado con pequeñas banderitas y Slater cerrando la marcha, les quedó bien clara toda la trascendencia de lo que estaban a punto de hacer. El sargento Groves y el guardacostas esperaban junto al enterramiento, de pie junto a una lámpara de gran potencia que habían dispuesto. Slater los exoneró del servicio ahora que la tarea de exhumación estaba a punto de comenzar. Llevaban horas trabajando y se merecían un descanso. Groves hizo un saludo llevándose dos dedos al pequeño visor de plástico de su capucha, y, cargando con el martillo neumático, volvió a la caseta de vestuario.
La lápida adornada con dos puertas labradas en las esquinas superiores estaba a un lado, de forma bastante incongruente, junto a una camilla. Y aunque el nombre hacía mucho que se había borrado, Slater vio que justo en la parte más baja, donde la tierra helada le había brindado cierta protección de los elementos, alguien había tallado algo parecido a una media luna.
—¿Qué quiere decir eso? —le preguntó al profesor, al tiempo que se lo señalaba—. Lo he visto en los postes del cementerio y en algunas otras lápidas.
—Hay quien dice que es el símbolo del islam, y que está siempre en la parte de abajo para mostrar la victoria de Cristo sobre los no creyentes.
—Parece que usted no está de acuerdo con ellos.
—No. Yo creo que pretende ser un ancla. En la fe rusa es el símbolo de la esperanza en la salvación. La esperanza que ofrece la Iglesia. —Se rascó en el lateral de la capucha, como si fuera la cabeza—. Sin embargo las dos puertas, ésas son poco comunes.
Aunque la salvación tal vez fuera incierta, pensó Slater, en este caso concreto la resurrección, al menos en el sentido corporal, era absolutamente inminente. Al examinar la tumba abierta vio, bajo el fino lienzo de barro y grava, el pálido destello de una madera que los decenios pasados dentro de la tierra habían descolorido hasta dejarla blanca. Incluso descubrió un par de profundas grietas en la tapa del ataúd.
—Justo como pronostiqué —intervino Kozak—, el movimiento del suelo por congelación de la tierra ha causado daños al féretro.
Lantos y Nika estaban de pie al otro lado de la sepultura, Lantos inspeccionando el lugar con mirada experta y Nika con la cabeza baja, al parecer recitando una oración o bendición inuit. Aunque Slater se preguntaba qué opinaría del macabro espectáculo que había quedado a la vista, por respeto a su trabajo le dio con el codo a Kozak y los dos se quedaron callados uno o dos minutos. Lo único que le llegaba desde debajo de la capucha de Nika era el murmullo de un canto, aunque también percibía un ligero balanceo sobre los talones, como si se moviera siguiendo un ritmo antiquísimo que sólo ella distinguiera. Slater cobró conciencia del bilikin que llevaba bajo la camisa y, sin saber por qué, deseó que ella supiera que lo llevaba puesto.
Cuando Nika hubo terminado, Slater miró a Lantos, recibió una inclinación de cabeza a guisa de respuesta y entonces, como un submarinista que pasa por encima de la borda, se metió en la tumba. Aquello no habría sido fácil en ninguna circunstancia, pero además la abultada vestimenta le añadía una inusual torpeza de movimientos. Con un brazo que no era tan firme como a él le habría gustado —«Condenados medicamentos»— se mantuvo en equilibrio sobre el ataúd rectangular y luego se agachó para echar una ojeada a través de la grieta más grande. Aunque estaba limpio como una patena, el visor suponía un obstáculo más.
—Vassili —dijo—, ¿puede mover la lámpara hacia la izquierda? Mi propia sombra me estorba.
Kozak desplazó la luz, y, con la voz amortiguada por la capucha, preguntó:
—¿Mejor?
—Veremos —respondió Slater, antes de agacharse a mirar por la grieta de nuevo.
Lo recibió la imagen de alguien que le devolvía la mirada.
Un ojo azul, como una canica turbia, miraba hacia arriba desde debajo de una película de hielo, y Slater dio un respingo.
—¿Qué pasa? —preguntó Nika, preocupada.
—Sí —dijo Kozak—, ¿qué ocurre?
—Nada —contestó Slater—. Es que me he sorprendido. Creía que estaba al pie del ataúd.
—¿Y no está? —preguntó Kozak.
—No. La cabeza está en este extremo.
—Entonces, ¿está mirando al oeste?
—Sí. ¿Cuál es la diferencia?
—Eso significa que era un diácono, o quizá un sacerdote.
—Me he perdido —dijo Nika.
—A diferencia de sus feligreses —explicó Kozak—, al cabeza de la Iglesia se le entierra de cara a ellos.
—Esté de cara a lo que esté —intervino la doctora Lantos, al tiempo que le pasaba a Slater un martillo de orejas—, va a necesitar usted esto. Procure no dejar astillas.
Slater no volvió a mirar por la grieta, sino que se aplicó a la tarea de quitar los oxidados clavos de las cuatro esquinas de la caja. Se desmenuzaron al primer contacto con el martillo. Inclinándose hacia un lado en la estrecha tumba, Slater hizo palanca para alzar la tapa, que se levantó un poco antes de rajarse por el centro.
—Pues vaya con las astillas —comentó Lantos al tiempo que Slater le daba una mitad de la tapa.
Kozak alargó las manos hacia abajo para coger la otra media.
Con la tapa quitada, el cadáver quedó completamente a la vista, y Slater ya no tenía donde estar de pie salvo un hoyo muy estrecho a un lado. La conjetura de Kozak, sin embargo, era cierta: el hombre vestía una larga sotana negra que relucía como el ébano bajo el brillo de hielo; las mangas estaban arremangadas para dejar al descubierto un pequeño ribete de forro escarlata. Sus manos estaban fuertemente cerradas, y en una tenía un trozo de papel muy enrollado. En la otra agarraba un icono de cobre, del tamaño y forma de una ficha, con el lado pintado hacia abajo. Slater levantó la vista hacia el profesor pidiendo más detalles.
—El papel es la oración de absolución —aclaró Kozak—. Tradicionalmente se ponía en la mano del cadáver después de que un sacerdote la hubiera leído en voz alta. En cuanto al icono, eso debe de ser lo que se veía en el GPR. No dejaba de sacar rastros de metal o depósitos de minerales duros.
Slater volvió a mirar el cuerpo, cuyo rostro muerto era tan deslumbrante como debía de haber sido en vida. Tenía unos hipnóticos ojos de un azul grisáceo, incluso ahora, y el pelo rubio, casi blanco, que en su día debía de llegarle hasta los hombros. Su cara era lampiña, y la boca se le había abierto como si estuviera a punto de hablar; sus labios estaban salpicados de oscuras manchas de sangre. Mostraba una expresión de sorpresa.
—Yo diría, por su juventud y por el hecho de que no tiene barba —dijo Kozak—, que era un diácono.
—Diácono o sacerdote o lo que sea —dijo Lantos—, creo que si corta usted parte de esa tela antes de tomar las muestras, nos irá mejor. La broca podría engancharse.
Slater sabía que la doctora estaba en lo cierto, pero parecía como si su voz le llegara desde un kilómetro de distancia. Aquello era algo más que la barrera de las capuchas. Estaba esforzándose por mantener la calma y la presencia de ánimo, un problema que alguien que se dedicaba a aquello debería haber vencido hacía mucho. Se lo achacó al efecto de todos los antivirales que estaba tomando, pero fuera cual fuese el motivo, sabía que éste no era momento para perder el dominio de sí mismo.
—Tiene razón —le contestó—. Deme las tijeras quirúrgicas.
Anticipándose a él perfectamente, ella ya las tenía preparadas. Pero para usarlas, primero Slater tendría que situarse bien, y sólo había un modo de hacerlo. Se puso a horcajadas sobre el cadáver y luego se sentó despacio en él, como un jinete en una silla de montar. Oyó el crujido del hielo que cubría el cuerpo del diácono, y le recordó el sonido de pisar una charca helada. El cadáver estaba tan rígido y duro como un yunque de hierro. Con el cabo de las tijeras, Slater fue dando golpecitos en el hielo del pecho hasta que un punto de unos cuantos centímetros quedó despejado. Unas esquirlas de hielo habían saltado al rostro del cadáver, y Slater se las quitó con las enguantadas puntas de los dedos.
—No creo que a él le importe —dijo Lantos.
Tras darles la vuelta a las tijeras Slater introdujo la punta con cuidado por debajo del paño negro, justo lo suficiente para separarlo de la carne helada, y luego empezó a cortar hasta soltar de un tirón un trozo de la tela. Se lo pasó a Lantos para que lo pusiera en lugar seguro, y después hizo lo mismo en el lado contrario del esternón. La piel al descubierto era del color del marfil viejo, pero con un sutil brillo, como si le hubieran untado vaselina.
—La sábana —dijo Lantos antes de que él se la pidiera.
La doctora le dio una funda de goma verde del tamaño de una toalla de baño, que tenía unas cortas incisiones verticales y horizontales. Slater cubrió con ella la parte superior del torso y metió un dedo por un agujero para aflojarla. En trabajos de autopsia como éste, se empleaba no sólo como señal de respeto, sino también para reducir al mínimo las partículas de transmisión aérea.
—Bueno —dijo Slater—, empiezo a tomar las muestras ya.
Como una enfermera en una sala de urgencias, Lantos le puso bruscamente en la mano un pequeño taladro de baja velocidad del tamaño de un destornillador. Después de asegurarse de que había localizado el punto situado directamente encima del pulmón izquierdo, Slater se apoyó en una mano mientras con la otra empujaba la punta del taladro por el agujero. Con un suave zumbido, la broca perforó el cadáver y a continuación aspiró una minúscula rodaja de tejido pulmonar, que Lantos metió enseguida en un frasquito ya rotulado para tal fin.
Slater tuvo la vaga impresión de que allá arriba, por encima de él, había cierta agitación.
—¿Qué pasa? —dijo, procurando no desconcentrarse.
—No es nada —respondió Lantos—. Continúe.
—Es Nika —dijo Kozak—. No se encuentra muy bien.
Slater alzó la vista, pero no vio ni rastro de ella.
—Siga —se limitó a decir Kozak, y débilmente le hizo señas con una mano.
Slater asintió con la cabeza. Éste era un trabajo truculento —él lo admitía, y nada lo preparaba a uno para ello—, pero cuanto antes recogiera las muestras in situ, antes se irían todos del cementerio…, y con eso se refería al diácono también. Una vez que se hubieran tomado estas muestras completamente limpias, el cuerpo entero se sacaría del destrozado ataúd y se llevaría a la sala de autopsias de la colonia para descongelarlo allí y disecarlo mejor. Contaba con que Kozak llevara el otro extremo de la camilla.
—¿El corazón ahora —preguntó Lantos—, o el cerebro?
En algún lugar del bosque un lobo aulló.
—Tráquea —dijo Slater.
Al pasarle la siguiente muestra a la doctora Lantos se fijó en que Kozak también había desaparecido del borde de la tumba. No tuvo que pronunciar palabra, porque Lantos soltó una risilla entre dientes y dijo:
—Sí, uno menos. Me parece que a partir de ahora sólo quedamos los de plantilla.